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Authors: Charles Portis

Valor de ley (2 page)

BOOK: Valor de ley
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El revisor, cuando apareció, dijo:

—¡Quita ese baúl del pasillo, negrazo!

Yo le contesté:

—Quitaremos el baúl, pero no tiene usted por qué ser tan grosero.

Él no replicó, y siguió pidiendo billetes. Se dio cuenta de que yo había hecho notar a los negros lo mezquino que era. Tuvimos que hacer todo el viaje de pie, pero yo era joven y no me importó. Durante el camino tomamos un buen almuerzo con unas sobras de costillas que Yarnell llevaba en una bolsa.

Observé que las casas de Fort Smith estaban numeradas, pero aquello no era una ciudad si se la comparaba con Little Rock. Entonces pensé (y sigo pensándolo) que Fort Smith debería encontrarse en Oklahoma en vez de en Arkansas, aunque, naturalmente, en aquellos tiempos lo que había al otro lado del río no era Oklahoma, sino el Territorio Indio. En Fort Smith hay una calle muy ancha llamada Garrison Avenue, y que parece propia de las poblaciones de más al oeste. Los edificios son de piedra y todas las ventanas necesitan un lavado. En Fort Smith conozco a muy buena gente, y allí tienen una de las instalaciones de abastecimiento de agua más modernas de la nación, pero a mí no me parece una ciudad de Arkansas.

En la oficina del sheriff había un carcelero que nos dijo que tendríamos que hablar con la policía de la ciudad o con el comisario sobre las particulares la muerte de papá. El sheriff había ido a la ejecución. La funeraria estaba cerrada. El encargado había dejado una nota diciendo que volvería después del ahorcamiento. Fuimos a la posada Monarch, pero allí solo había una pobre vieja con cataratas. Nos dijo que todos menos ella habían ido a la ejecución. No nos dejó entrar a recoger las pertenencias de papá. En la comisaría hallamos a dos agentes, pero estaban peleándose a puñetazos y no se encontraban precisamente en disposición de responder a mis preguntas.

Yarnell quería presenciar la ejecución, pero no quería que yo fuese, así que dijo que debíamos regresar a la oficina del sheriff y esperar allí a que todos los demás volvieran. Yo no tenía muchas ganas de ver el triple ahorcamiento, pero comprendí que a Yarnell le apetecía, así que dije que no, que iríamos a la ejecución, aunque yo no se lo contaría a mamá. Eso era lo que le preocupaba a mi compañero.

El Tribunal Federal se encontraba junto al río, en una pequeña colina, y el gran patíbulo estaba adosado al edificio. Más de mil personas y cincuenta o sesenta perros se hallaban allí para presenciar el espectáculo. Según creo, uno o dos años más tarde construyeron un muro en torno al lugar, y para entrar, era necesario un pase de la oficina del comisario, pero en aquellos días el patíbulo estaba abierto al público. Un escandaloso muchacho recorría la multitud vendiendo cacahuetes tostados y dulces de chocolate. Otro vendía tamales calientes, que son unas empanadas de harina de maíz llenas de carne picante que se comen en México. No saben mal. Nunca antes las había probado.

Cuando llegamos, los preliminares estaban a punto de terminar. En lo alto del patíbulo había dos hombres blancos y un indio, con las manos atadas a la espalda y con los tres lazos colgando junto a sus cabezas. Los tres llevaban pantalones de dril nuevos y camisas de franela cerradas hasta el cuello. El verdugo era un hombre menudo y con barba, llamado George Maledon. Llevaba dos grandes revólveres. Era yanqui, y decían que nunca había ahorcado a un hombre que hubiera formado parte del GAR
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. Un alguacil leyó la sentencia, pero hablaba en voz baja y no pudimos entender lo que decía. Nos apiñamos para estar más cerca.

Un hombre que llevaba una Biblia habló con cada uno de los reos cerca de un minuto. Supuse que era un predicador. Les hizo cantar un himno, y algunas personas del público se unieron a ellos. Luego Maledon les puso los lazos alrededor del cuello y apretó los nudos en la forma debida. Se acercó a cada reo, con un capuchón negro en la mano, y le preguntó si deseaba decir unas últimas palabras antes de que le cubriese la cabeza.

El primero era uno de los blancos, y parecía afectado por todo aquello, aunque no estaba tan trastornado como era de esperar de un hombre en una situación tan terrible. Dijo:

—Bueno, me equivoqué de víctima y por eso estoy aquí. Si hubiera matado al hombre a quien quería matar, no creo que me hubiesen condenado. Entre el público veo a mucha gente peor que yo.

El indio fue el siguiente y declaró:

—Estoy dispuesto. Me he arrepentido de mis pecados y pronto estaré en el paraíso con Cristo, mi Salvador.

Si ustedes piensan como yo, lo más probable es que consideren a los indios como paganos. Pero les ruego recuerden al buen ladrón del Gólgota. No había sido bautizado, y ni siquiera oyó hablar nunca de un catecismo, sin embargo, Cristo en persona le prometió un lugar en el paraíso.

El último había preparado un pequeño discurso. Se notaba que se lo había aprendido de memoria. El hombre tenía el cabello largo y rubio. Era más viejo que los otros dos, y aparentaba unos treinta años. Dijo:

—Damas y caballeros, mis últimos pensamientos están dedicados a mi esposa y a mis dos queridos hijitos, que se encuentran muy lejos, allá por el río Cimarrón. No sé qué será de ellos. Espero y rezo para que la gente no los desprecie ni los haga caer en malas compañías a causa de la deshonra que les he llevado. Ya ven lo que la bebida ha hecho conmigo. Maté a mi mejor amigo en una estúpida pelea por una navaja. Yo estaba borracho, e igualmente habría podido matar a mi hermano. Si hubiese recibido una buena educación cuando niño, ahora estaría con mi familia y en paz con mis vecinos. Espero y rezo por que todos los padres que escuchen mi voz guíen a sus hijos por el buen camino. Muchas gracias. Adiós a todos.

Al terminar, tenía lágrimas en los ojos, y no me avergüenzo de reconocer que a mí me ocurría lo mismo. Maledon le cubrió la cabeza con el capuchón y se colocó junto a la palanca. Yarnell me puso una mano sobre el rostro, pero yo la aparté. Quería verlo todo. Sin más rodeos, Maledon accionó la palanca, la trampa sobre la que estaban los tres hombres se abrió y los asesinos descendieron hacia su juicio con un fuerte estrépito. Un vocerío creció entre la multitud como si la hubiesen golpeado. Los dos hombres blancos no daban señales de vida. Giraban lentamente en el extremo de las cuerdas.

El indio comenzó a agitar los brazos y las piernas espasmódicamente. Aquello fue lo peor, y gran parte del público apartó la mirada y comenzó a alejarse apresuradamente. Eso hicimos nosotros.

Nos dijeron que al indio no se le había partido el cuello como les ocurrió a los otros dos, y estuvo allí colgado, estrangulándose, durante más de media hora antes de que un médico lo declarase muerto e hiciera que lo bajasen. Dicen que el indio había perdido peso en la cárcel y que su ligereza física impidió una muerte rápida y limpia. Posteriormente me he enterado de que el juez Isaac Parker presenciaba todas las ejecuciones desde una ventana alta del edificio del tribunal. Supongo que hacía eso por una especie de sentido del deber. Nunca se sabe lo que hay en el corazón de un hombre.

Quizá puedan ustedes imaginarse lo doloroso que fue para nosotros ir directamente desde aquel estremecedor espectáculo hasta la funeraria donde yacía el cadáver de mi padre. Sin embargo, tenía que hacerse. Nunca he sido de las que se arredran ni escurren el bulto cuando se presenta una tarea desagradable. El empresario de pompas fúnebres era un irlandés. Nos llevó a Yarnell y a mí a un cuarto de la trastienda, muy oscuro debido a que los cristales de las ventanas estaban pintados de verde. El irlandés era educado y amable, pero a mí no acabó de gustarme el ataúd donde había puesto a mi padre. Era una caja de tablas de pino con muy mal acabado y que descansaba sobre tres banquillos bajos.

Yarnell se quitó el sombrero.

El irlandés preguntó, señalando el cadáver:

—¿Es este el hombre? —Y le acercó una vela al rostro. El cuerpo estaba envuelto en un sudario blanco.

—Es mi padre —dije. Luego me quedé allí, mirándolo. ¡Qué gran pérdida! ¡Tom Chaney pagaría por aquello! ¡No descansaría tranquila hasta que aquel canalla de Louisiana estuviese asándose y aullando en el infierno!

El irlandés dijo:

—Si quiere besarlo, puede hacerlo.

—No, póngale la tapa al ataúd —respondí.

Fuimos a la oficina y firmé unos papeles para el forense. La cuenta por el ataúd y el embalsamamiento ascendía a algo más de sesenta dólares. La tarifa por el transporte hasta Dardanelle era de nueve dólares y medio.

Yarnell me hizo salir de la oficina.

—Miss Mattie, ese hombre intenta abusar de usted —me dijo.

Yo contesté:

—No pienso regatear.

—Con eso cuenta él.

—Bueno, dejémoslo estar.

Pagué al irlandés y me guardé el recibo. Le pedí a Yarnell que se quedase vigilando junto al ataúd y que se asegurase de que lo metían en el tren con cuidado y de que no recibía golpes a causa de algún cargador chapucero.

Fui a la oficina del sheriff. El hombre se mostró muy cordial y me dio toda clase de detalles sobre el asesinato, pero me sentí defraudada al ver lo poco que se había hecho por detener a Tom Chaney. Ni siquiera sabían su nombre exacto.

El sheriff explicó:

—Lo que sabemos es esto: era un hombre bajo, pero recio. Tenía una marca negra en la mejilla. Se llamaba Chambers. Ahora se encuentra en el Territorio y creemos que pertenecía a la banda de Lucky Ned Pepper que robó una valija del correo el martes, allá en el río Poteau.

Repliqué:

—Esa es la descripción de Tom Chaney. De Chambers, nada. Esa marca negra se la hicieron en Louisiana, cuando un hombre disparó un revólver junto a su rostro y la pólvora se le metió debajo de la piel. De todas formas, esa es su historia. Lo conozco y puedo identificarlo. ¿Por qué no están buscándolo?

—Carezco de autoridad en la Nación India. Los que ahora tienen que ocuparse de él son los comisarios federales.

—¿Cuándo lo arrestarán?

—Eso resulta difícil decirlo. Primero tendrán que atraparlo.

—¿Sabe si al menos andan ya tras él? —pregunté. El sheriff contestó:

—Sí. He solicitado una orden de busca y captura y supongo que en estos momentos ya existe una orden de detención federal contra John Doe
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por el robo del correo. Informaré a los comisarios sobre cuál es su nombre verdadero.

—Yo misma se lo diré —repliqué—. ¿Cuál es el mejor comisario que tienen?

El sheriff meditó durante un minuto.

—Tendría que sopesar la respuesta. Hay cerca de doscientos comisarios. Según creo, William Waters es el mejor rastreador. Es medio comanche, y cuando se mete en faena, vale la pena verlo. El más malvado es Rooster Cogburn. Es implacable, cruel y no conoce el miedo. Le encanta empinar el codo. Aunque L.T Quinn siempre vuelve con sus prisioneros vivos. Alguna vez puede cargarse a uno, pero cree que aun el peor de los hombres merece un trato justo. Además, los tribunales no pagan recompensa por los muertos. Quinn es un buen comisario y un hombre de confianza. No falsifica pruebas ni trata mal a sus prisioneros. Es tan recto como una cuerda de guitarra. Sí, me atrevería a decir que Quinn es de los mejores.

Pregunté:

—¿Dónde puedo encontrar al tal Rooster?

—Probablemente lo encontrará mañana en el Tribunal Federal. Juzgarán a ese tipo, Wharton.

El sheriff tenía en un cajón el revólver de papá, y me lo dio metido en un saco de azúcar. La ropa y las mantas estaban en la posada. El tal Stonehill tenía los caballos y la silla de montar de papá en su establo. El sheriff me escribió una nota para Stonehill y para la patrona de la posada, que era una tal Mrs. Floyd. Le di las gracias al hombre por su ayuda. Él contestó que le hubiera gustado hacer más.

Cuando llegué a la estación, eran las cinco y media de la tarde. Los días iban acortándose y ya anochecía. El tren que se dirigía al sur debía salir unos minutos después de las seis. Encontré a Yarnell esperándome frente al vagón de carga donde habían metido la caja. Me dijo que el revisor le había permitido ir junto al ataúd.

Me propuso acompañarme para encontrar un asiento en un vagón de pasajeros, pero yo repliqué:

—No, voy a quedarme un día o dos más. Debo hacerme cargo de esos caballos y quiero asegurarme de que la justicia se ocupa del asunto. Chaney ha logrado escabullirse y no están haciendo gran cosa por atraparlo.

Yarnell protestó.

—No puede usted quedarse sola en esta ciudad.

—No me pasará nada. Mamá sabe que sé cuidar de mí misma. Dígale que voy a hospedarme en la posada Monarch. Si allí no tienen habitación, dejaré al sheriff recado de dónde estoy.

—Entonces, me quedo con usted.

—No, quiero que acompañe a papá. Cuando vuelva a casa, dígale a Mr. Myers que ponga a mi padre en un ataúd mejor.

—A su madre no le gustará eso.

—Volveré dentro de un par de días. Dígale de mi parte que no firme nada hasta que yo vuelva. ¿Ha comido usted algo?

—He bebido una taza de café caliente. No tengo hambre.

—¿Tienen estufa en el vagón?

—Con mi abrigo no pasaré frío.

—Le agradezco mucho todo lo que hace, Yarnell.

—Mr. Frank fue siempre bueno conmigo.

Alguna gente no entenderá lo que hice y me criticará por no ir al entierro de mi padre. Mi respuesta a eso es: tenía que ocuparme de sus asuntos. Fue enterrado con su delantal de masón de la logia de Danville.

Llegué a la posada Monarch a tiempo de cenar. Mrs. Floyd dijo que, debido a la mucha gente que había en la ciudad, no tenía habitaciones libres, pero ya me encontraría acomodo en algún sitio. La tarifa de hospedaje era de setenta y cinco centavos, por dormir y dos comidas, y un dólar si las comidas eran tres. No había tarifa para una sola comida, así que tuve que darle setenta y cinco centavos pese a que había planeado comprar queso y galletas a la mañana siguiente para alimentarme durante el día. No sé cuáles serían las tarifas semanales de aquella mujer.

A la mesa del comedor se sentaban diez o doce personas, todas ellas hombres excepto yo, Mrs. Floyd y la pobre vieja ciega a la que llamaban Abuela Turner. Mrs. Floyd era una gran parlanchína. Explicó a todo el mundo que yo era hija del hombre que había sido asesinado frente a su casa. No le agradecí nada que lo dijera. Contó el suceso con todo detalle y me hizo preguntas impertinentes sobre mi familia. Lo único que pude hacer fue responder cortésmente. No deseaba discutir el asunto delante de extraños, por muy bien intencionados que estos pudieran ser.

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