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Authors: Charles Portis

Valor de ley (10 page)

BOOK: Valor de ley
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LaBoeuf intervino:

—De todas maneras, ella no va a venir. No entiendo esta conversación. Es insensata. No acostumbro consultar a crios en las cosas que afectan a mis negocios. Lárgate a casa, chiquilla, que tu madre te necesita.

—Vayase usted a casa —contesté—. Nadie le pidió que viniese a enseñarnos sus espuelazas.

—Yo le dije que podía venir —dijo Rooster—. Me cuidaré de ella.

—No —le cortó LaBoeuf—. No haría más que estorbar.

—Está usted tomándose muchas atribuciones —comentó Rooster.

—Esa chica no hará más que crear problemas y confusión. Y usted lo sabe tan bien como yo. Párese a pensar. Lo que ocurre es que es una marrullera y lo ha liado.

Rooster murmuró:

—Quizá me decida a atrapar al tal Chaney yo solo y a quedarme con el dinero.

LaBoeuf meditó la posibilidad.

—Quizá lograra entregarlo —dijo—. Pero yo conseguiría que no cobrase usted ni un céntimo.

—¿Y cómo lo harías? —preguntó Rooster, comenzando a tutear al otro.

—Impugnaría tu declaración. Revolvería las aguas. Esa gente no necesitará mucho para echarse atrás. Cuando todo haya terminado, quizá te estrechen la mano y te den las gracias por las molestias que te has tomado.

—Si hicieras eso, te mataría —dijo Rooster—. Y entonces, ¿qué saldrías ganando?

—¿Y tú? —replicó LaBoeuf—. Además, yo no daría tan por descontado ser capaz de adelantarme a alguien a quien no conozco.

—Tú no eres un enemigo para mí. Nunca he visto a ningún texano que valiese nada. Ponte tonto conmigo, LaBoeuf, y te parecerá que te ha caído encima una tonelada de piedras. Desearás haber estado en El Álamo con Travis.

—Túmbelo, Rooster —dije.

LaBoeuf se echó a reír.

—Me parece que está intentando llevarte por la nariz otra vez. Oye, ya está bien de discusiones. Sigamos con nuestro negocio. Has hecho lo posible por dar gusto a esta damita; has hecho más de lo que la mayor parte de la gente haría, y sin embargo, ella no está satisfecha. Mándala a paseo. Atraparemos a su hombre. Eso es lo que te comprometiste a hacer. ¿Qué pasaría si a ella le ocurriese algo? Su familia te echaría la culpa y quizá también la ley tuviese algo que decir. ¿Por qué no piensas en ti mismo? ¿Crees que a ella le importan algo tus intereses? Está utilizándote para sus fines. Tienes que ser firme.

Rooster dijo:

—No me gustaría que le pasase nada.

—Piensa usted en el dinero de esa recompensa —intervine—. Eso es un caramelo. Lo único que ha hecho LaBoeuf es hablar, y yo le he dado a usted dinero en efectivo. Si cree lo que él dice, no le concedo mucho sentido común. Mire cómo sonríe. Lo estafará.

—También tengo que pensar en mí mismo, hija —dijo Rooster.

—Bueno, ¿qué decide? —pregunté—. No puede comerse el pastel y conservarlo.

—Atraparemos a tu hombre —replicó él—. Eso es lo principal.

—Devuélvame mis veinticinco dólares.

—Ya me los he gastado.

—¡Es usted una inmunda basura!

—Intentaré devolvértelos. Te los mandaré.

—¡Cuentos! Si cree que va a estafarme así como así, está usted muy equivocado. ¡Oirá hablar de Mattie Ross, eso se lo aseguro!

Estaba tan furiosa que echaba fuego por los ojos. Sterling Price, el gato, notó mi estado de humor y, agachando las orejas, se apartó de mi camino, dejándome mucho paso.

Creo que lloré un poco, pero era una noche muy fría y, cuando llegué a la Monarch, mi furia se había enfriado hasta el punto de permitirme pensar y hacer planes. No había tiempo de conseguir otro detective. El abogado Daggett no tardaría en presentarse a buscarme; lo más seguro era que a la mañana siguiente ya estuviese allí. Pensé en presentar una denuncia al sheriff. No, más tarde habría tiempo para eso. Haría que el abogado Daggett desollase a Rooster Cogburn y clavara su apestosa piel en una pared. Lo importante era no perder de vista mi objetivo, y este era el de atrapar a Tom Chaney.

Después de cenar, reuní mis cosas. Le pedí a Mrs. Floyd me preparase tocino y panecillos y con ellos hice pequeños sandwiches, porque cada uno de aquellos panecillos valía por dos de los de mamá. Sin embargo, eran muy finos, porque tenían poca levadura. También le compré un trozo de queso y unas ciruelas pasas. Todo esto lo metí en una bolsa.

Mrs. Floyd estaba muerta de curiosidad, y le dije que iba a meterme en el Territorio junto con unos comisarios para ver a un hombre al que habían arrestado. Esto no la satisfizo en absoluto, pero yo simulé ignorancia de los detalles. Le dije que probablemente estaría fuera durante varios días y que, si mi madre o el abogado Daggett hacían indagaciones (lo cual era seguro), debía decirles que estaba bien y a salvo.

Envolví el saco de comida en las mantas, lo cubrí todo con el impermeable y lo aseguré con un bramante. Me puse el grueso chaquetón encima del mío. Tuve que volver los puños. Mi pequeño sombrero no era tan grueso y cálido como el de papá, así que lo cambié por este. Naturalmente, me venía grande y tuve que doblar unas cuantas páginas del
New Era
y meterlas por dentro de la badana.

Cogí mis cosas y la bolsa con la pistola y me encaminé al establo.

Cuando llegué, Stonehill estaba a punto de marcharse. Estaba cantando el himno
Beulah Land
para sí mismo, en voz baja. Es uno de mis himnos favoritos. Cuando me vio, interrumpió su canto.

—¿Otra vez tú? —dijo—. ¿Tienes alguna queja del caballo?

—No, estoy muy satisfecha de él. Negrillo y yo nos hemos hecho amigos.

—Un cliente satisfecho alegra el corazón.

—Parece que se ha recuperado algo desde la última vez que lo vi.

—Sí, estoy un poco mejor. Richard vuelve a ser él mismo. O lo será antes de que la semana acabe. ¿Nos dejas?

—Voy a salir mañana temprano y he pensado en pasar la noche en su establo. No veo por qué he de pagar a Mrs. Floyd la tarifa completa si no voy a dormir más que unas horas.

—Sí, claro.

Me llevó al interior del establo y dijo al vigilante que yo podía pasar la noche en el camastro de la oficina. El vigilante era un viejo. Me ayudó a sacudir el polvoriento cobertor del camastro. Eché un vistazo a Negrillo y me aseguré de que todo estaba listo. El vigilante me siguió. Le pregunté:

—¿Fue a usted a quien le saltaron los dientes?

—No, ese fue Tim. Los míos me los sacó un dentista. Bueno, al menos se llamaba a sí mismo dentista.

—¿Quién es usted?

—Toby.

—Quiero que haga una cosa.

—¿Qué pretendes, muchacha?

—No puedo hablar. Aquí tiene diez centavos. Dos horas antes del amanecer quiero que alimente a este caballo. Dele dos puñados de avena, otro tanto de grano, pero no más, y un poco de heno. Asegúrese de que tiene suficiente agua. Una hora antes del amanecer quiero que me despierte. Cuando haya hecho todo eso, póngale al caballo esta silla y estas riendas. ¿Entendido?

—No soy tonto, solo viejo. Llevo cincuenta años tratando con caballos.

—Entonces lo hará todo bien. ¿Tiene algo que hacer en la oficina esta noche?

—No, creo que nada.

—Si tiene algo que hacer, hágalo ahora.

—No, no necesito nada de ahí dentro.

—Estupendo. Cerraré la puerta y no quiero entradas y salidas mientras intento dormir.

Envuelta en el cobertor, dormí bastante bien. El fuego de la estufa estaba apagado, pero el pequeño cuarto no era lo suficientemente frío para ser demasiado incómodo. El vigilante Toby cumplió su palabra y me despertó cuando aún reinaban las heladas sombras que preceden al amanecer. Al cabo de un momento yo ya estaba en pie y abotonándome las botas. Mientras Toby ensillaba al caballo, me lavé, utilizando parte del agua caliente dispuesta para el café a fin de entibiar un poco un cubo de agua helada.

Se me ocurrió que debí haber dejado fuera alguno de los sandwiches de tocino, pero una nunca puede pensar en todo. Ahora no me apetecía abrir el paquete. Toby me dio un poco de sémola.

—¿No tiene mantequilla para ponerle? —pregunté.

Él me dijo que no y tuve que tomármela sola. Luego sujeté mi bulto detrás de la silla, como había visto hacerlo a papá, y me cercioré de que quedaba perfectamente asegurado.

No encontré ningún lugar adecuado para llevar la pistola. Quería tenerla bien a mano, pero el cinturón de la pistolera era demasiado ancho para mí, y la propia arma resultaba excesivamente grande y pesada para introducirla en la cintura de mis vaqueros. Al fin me decidí por atar el extremo de la bolsa de la pistola al pico de la silla con un nudo del tamaño de un huevo de pavo.

Saqué a Negrillo de su compartimento y monté en él. Estaba un poco nervioso e inquieto, pero no se encabritó. Toby apretó más la cincha una vez yo estuve montada.

—¿Lo tienes todo? —me preguntó el viejo.

—Sí, creo que ya estoy lista. Abra la puerta, Toby, y deséeme suerte. Voy hacia la Nación Choctaw.

Fuera reinaba aún la oscuridad y el frío, aunque, afortunadamente, apenas soplaba viento. ¿Por qué reina tanta calma al amanecer? Habrán notado que los lagos suelen estar tranquilos y totalmente lisos antes de la salida del sol. El helado barro de las calles, lleno de rodadas, era un camino difícil para las nuevas herraduras de Negrillo. El animal, de vez en cuando, resoplaba y sacudía la cabeza como para mirarme. Yo le hablé, diciéndole tonterías.

Mientras bajaba por la avenida Garrison, solo pude ver cuatro o cinco personas que se deslizaban de un lugar abrigado a otro. Al otro lado de las ventanas advertí luces de lámparas que las buenas gentes de Fort Smith encendían, preparándose para la nueva jornada.

Cuando llegué al ferry, desmonté y quedé a la espera. Para evitar congelarme, tuve que pasear arriba y abajo. Quité el papel de la badana del sombrero y me lo calé hasta las orejas. No tenía guantes y desenrollé las mangas del chaquetón de papá para cubrirme con ellas las manos.

Dos hombres operaban el ferry. Cuando el transbordador llegó a la orilla y de ella se apeó un hombre montado a caballo, uno de los encargados me saludó:

—¿Vas a cruzar? —preguntó.

—Estoy esperando a unas personas —contesté—. ¿Cuál es la tarifa?

—Diez centavos por caballo y jinete.

—¿Han visto esta mañana al comisario Cogburn?

—¿Te refieres a Rooster Cogburn?

—Ese mismo.

—No, no lo hemos visto.

A aquella hora había pocos pasajeros, pero en cuanto aparecían un par de ellos, el ferry se ponía en movimiento. Parecía no haber otro horario que el que exigiese el negocio; pero el recorrido no era demasiado largo. A la luz grisácea del amanecer pude distinguir dos pedazos de hielo que estaban siendo arrastrados por la corriente del río.

El transbordador hizo al menos dos viajes de ida y vuelta antes de que aparecieran Rooster y LaBoeuf por la cuesta que bajaba hacia la orilla. Yo ya comenzaba a temer haberlos perdido. Rooster montaba un gran caballo bayo; y LaBoeuf, un velludo
cow-poni
no mucho mayor que el mío.

Bueno, con todo su armamento, eran un espectáculo digno de verse. Ambos llevaban las pistoleras por encima de sus chaquetones, y LaBoeuf componía una espléndida figura con sus revólveres de blancas cachas y sus espuelas mexicanas. Rooster iba con chaquetón de cuero sobre su traje negro. Solo llevaba un revólver en su cinturón, un arma de lo más corriente y con cachas de cedro o de alguna otra madera rojiza. Al otro lado, al izquierdo, llevaba un gran cuchillo. Su pistolera no era tan elegante como la de LaBoeuf, sino una simple correa de cuero sin departamentos para los cartuchos. Pero en fundas colocadas en la silla de montar llevaba otros dos revólveres. Eran unos pistolones tan grandes como el mío. Los dos hombres llevaban también armas largas: Rooster, una carabina de repetición Winchester; y LaBoeuf, un rifle Sharp de un tipo que yo nunca había visto. Lo que pensé fue: ¡Chaney, vete preparando!

Desmontaron y condujeron a sus monturas a bordo del ferry, y yo los seguí a poca distancia. No dije nada. No pretendía esconderme, pero tampoco deseaba atraer la atención sobre mí. Rooster tardó un minuto o así en reconocerme.

—Vaya, parece que tenemos compañía —dijo.

LaBoeuf se puso furiosísimo.

—¿Es que no puedes entender nada a derechas? —me dijo—. ¡Largo de este transbordador! ¿Creías que ibas a venir con nosotros?

Contesté:

—Este ferry está abierto al público. He pagado la tarifa.

LaBoeuf se metió una mano en un bolsillo y sacó un dólar de oro. Se lo tendió a uno de los encargados del ferry y dijo:

—Slim, lleva a esta chica al pueblo y entrégasela al sheriff. Se ha escapado de casa. Su familia está preocupadísima por ella. Han ofrecido una recompensa de cincuenta dólares para quien la devuelva.

—¡Esto es un cuento! —exclamé.

—Preguntémosle al comisario —dijo LaBoeuf—. ¿Qué dice usted, comisario? Rooster replicó:

—Sí, será mejor que te la lleves. Es cierto: se ha escapado de casa. Se llama Ross y viene del condado de Yell. El sheriff ha recibido la denuncia.

—¡El mentiroso y su cómplice! —dije—. Tengo cosas que hacer al otro lado del río, y si usted se pone de por medio, Slim, puede encontrarse metido en un pleito de lo más indeseable. Tengo un buen abogado.

Pero aquella rata de río no prestó atención a mis protestas. Hizo bajar mi caballo a la orilla y el transbordador zarpó sin mí. Dije:

—No querrá que suba la cuesta andando.

Monté en Negrillo, y el del ferry, sujetando las riendas, nos condujo colina arriba. Cuando llegamos a lo alto, dije:

—Un momento. Deténgase, por favor.

—¿Qué pasa? —preguntó el hombre.

—Mi sombrero —repliqué.

—¿Qué le pasa a tu sombrero? —preguntó él.

Me lo quité y le di con él en el rostro dos o tres veces. El hombre soltó las riendas, yo las cogí, hice dar media vuelta a Negrillo y lo lancé al galope cuesta abajo, hacia la orilla. Como no tenía espuelas ni fusta, le di con el sombrero en el flanco para azuzarlo.

A unos cincuenta metros más abajo de donde estaba el ferry, el río se estrechaba, y me dirigí hacia allí, cruzando el arenal como un relámpago. Durante todo el camino azoté a Negrillo con el sombrero para que no se arredrase ante el agua ni tuviera tiempo de pensarlo dos veces antes de lanzarse a ella. Nos metimos en el río al galope y Negrillo relinchó y encrespó el lomo al entrar en contacto con el agua helada, pero una vez dentro nadó como si lo hubiera estado haciendo toda la vida. Yo eché las piernas para atrás, solté las riendas y me agarré al pico de la silla. Quedé considerablemente salpicada.

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