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Authors: Charles Portis

Valor de ley (14 page)

BOOK: Valor de ley
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Al ver esta última, estuve a punto de dar un grito.

—¡Eso es de mi padre! —dije—. ¡Dénmela!

No se trataba de una moneda redonda, sino de un pedazo rectangular de oro fundido en el estado Dorado y que valía treinta y seis dólares y unos centavos. Rooster comentó:

—Nunca había visto una pieza así. ¿Estás segura de que es la que dices?

—Sí —contesté—, el abuelo Spurling le dio a papá dos como esta cuando se casó con mamá. Ese bribón de Chaney tiene todavía la otra. ¡No cabe duda de que estamos sobre su pista!

—Al menos estamos sobre la de Ned —dijo Rooster—. Supongo que viene a ser lo mismo. Me pregunto cómo se hizo Quincy con esto. ¿Es jugador, ese Chaney?

LaBoeuf dijo:

—No hace ascos a una partida de cartas. Supongo que, si a estas horas no está aquí todavía, es que Ned ha suspendido el robo.

—Será mejor que no contemos con eso —replicó Rooster—. Ensilla los caballos y yo sacaré a estos muchachos de aquí.

—¿Qué pretendes? ¿Largarte?

Rooster dirigió a LaBoeuf una vidriosa mirada con su único ojo.

—Pretendo hacer lo que he venido a hacer —dijo—. Ensilla los caballos.

Rooster me indicó que arreglase el interior de la cabaña. Él sacó los cadáveres y los ocultó entre los árboles. Yo guardé los trozos de la pava, tiré a la chimenea el farol roto y removí con unas ramas el polvo del suelo para tapar la sangre.

Rooster planeaba una emboscada.

Cuando Cogburn regresó de su segundo viaje al bosque, traía un montón de ramas para la chimenea. Encendió un gran fuego para que hubiera luz y humo que indicasen que la cabaña estaba ocupada. Luego salimos a reunimos con LaBoeuf y los caballos entre los arbustos. Aquella construcción, como he dicho, se encontraba en una depresión donde se unían dos taludes que formaban una especie de V. Era un buen lugar para el plan de Rooster.

Dijo a LaBoeuf que cogiera su caballo y buscase una posición más o menos en la mitad del talud norte, y explicó que él se situaría en un lugar parecido en el talud sur. No dijo nada de que yo interviniera en el plan, así que opté por quedarme con Rooster, quien siguió diciendo a LaBoeuf:

—Búscate un buen lugar ahí y luego no te muevas. No dispares a no ser que me oigas disparar. Lo que pretendemos es atraparlos a todos en la cabaña. Yo mataré al último que entre y luego los tendremos prácticamente atrapados.

—¿Los matarás por la espalda? —preguntó LaBoeuf.

—Eso les hará comprender que vamos en serio. Esos tipos no son ladrones de gallinas. No quiero que dispares a no ser que empiecen ellos. Después de mi primer tiro les preguntaré si están dispuestos a entregarse. Si dicen que no, los iremos matando a medida que salgan.

—Eso no es un plan, sino una carnicería —contestó LaBoeuf—. Queremos a Chelmsford con vida, ¿no? ¿No vas a darles ninguna oportunidad?

—Es inútil andar dando oportunidades a Ned y a Haze. Si los detenemos, los ahorcarán, y ellos lo saben. Presentarían resistencia, en cualquier caso. Los demás puede que se acoquinen y se rindan, no lo sé. Otra cosa: no sabemos cuántos son. Lo único que sabemos es que nosotros somos dos.

—¿Qué te parece si intento alcanzar a Chelmsford en una pierna antes de que entre?

—No creo que sea conveniente —dijo Rooster—. Si los tiros empiezan antes de que ellos entren en la cabaña, lo más probable es que nos quedemos con las manos vacías. Quiero atrapar también a Ned. Los quiero a todos.

—Muy bien —asintió LaBoeuf—. Pero si huyen, iré a por Chelmsford.

—Con ese cañón Sharp tuyo, lo más probable es que, le pegues el tiro donde se lo pegues, te lo cargues. Tú ve a por Ned y yo intentaré alcanzar al tal Chaney en las piernas.

—¿Qué pinta tiene Ned?

—Es un tipo bajito. No sé qué caballo montará. Será el que más hable. Simplemente: dispara contra el más pequeño.

—¿Y si se deciden a resistir dentro de la casa? Pueden planear quedarse ahí hasta que anochezca y luego huir.

—No creo que lo hagan —dijo Rooster—. Bueno, y basta ya de perder tiempo. Ve a tu puesto. Si ocurre algo extraño, no tienes más que utilizar tu cabeza.

—¿Cuánto esperaremos?

—Por lo menos, hasta que amanezca.

—No creo que se presenten.

—Quizá tengas razón. Ahora, a moverse. Manten los ojos bien abiertos y procura que tu caballo no meta ruido. No te duermas ni te pongas nervioso.

Rooster tomó una rama y borró con ella todas nuestras pisadas ante la casa. Luego cogimos nuestros caballos y los condujimos cuesta arriba dando un rodeo por el seco cauce de un arroyo. Cuando llegamos a lo alto del talud, Rooster me ordenó que permaneciera allí con los caballos. Me dijo que les hablara, o que les diese avena, o que les pusiese la mano sobre el hocico si comenzaban a relinchar o a piafar. Luego, tras guardarse unos panecillos de maíz en el bolsillo, fue a ocupar su puesto.

—Desde aquí no puedo ver nada —dije.

—Aquí es donde quiero que te quedes.

—Voy con usted a donde pueda ver lo que ocurre.

—Harás lo que yo te diga.

—A los caballos no les pasará nada.

—¿Es que no has visto suficiente sangre por una noche?

—No pienso quedarme aquí sola.

Comenzamos a bajar por el talud y de pronto yo dije:

—Un momentito: voy a volver a por mi revólver.

Pero Rooster dijo que no; me agarró con fuerza por un brazo y me hizo seguir adelante, así que me quedé sin mi arma. Cogburn encontró un lugar para nosotros detrás de un gran tronco caído. Desde allí se veía perfectamente la depresión y la cabaña. Apartamos la nieve para sentarnos sobre las hojas que había debajo. Rooster cargó su rifle con los cartuchos que sacó de una bolsa, y luego la dejó sobre el tronco para tenerla bien a mano. Después sacó su revólver y puso un cartucho en la recámara debajo del percutor, que estaba vacía. El rifle y el revólver utilizaban los mismos cartuchos. Yo creía que tenían que ser distintos. Me puse el impermeable y apoyé la cabeza contra el tronco. Rooster se comió un panecillo y me ofreció otro. Le dije:

—Encienda primero un fósforo y déjemelo ver.

—¿Para qué? —preguntó él.

—Algunos de los panecillos estaban manchados de sangre.

—No pienso encender ningún fósforo.

—Entonces no lo quiero. Déme un poco de melaza.

—No queda.

Intenté dormir, pero hacía demasiado frío. No puedo dormir teniendo los pies helados. Pregunté a Rooster a qué se dedicaba antes de ser comisario federal.

—He hecho de todo menos ir a la escuela.

—¿Qué cosas hizo, por ejemplo?

—Desollar búfalos y matar lobos a recompensa en Yellow House Creek, en Texas. Por allí vi lobos que pesarían sus buenos setenta kilos.

—¿Le gustaba hacerlo?

—Estaba bien pagado, pero no me agradaba la región. Demasiado viento. Y en cuanto a bosques... ¡bueno! No creo que entre allí y Canadá haya más de seis árboles. Hay gente a la que le gusta. Todo lo que allí crece tiene pinchos.

—¿Ha estado alguna vez en California?

—Nunca llegué hasta allí.

—Mi abuelo Spurling vive en Monterrey, California. Tiene una tienda y siempre que le apetece puede abrir la ventana y ver el océano azul. Todas las navidades me envía cinco dólares. Ha enterrado a dos esposas y ahora está casado con una que se llama Jenny y tiene treinta y un años, o sea, que es un año más joven que mamá. Mamá no puede ni oír hablar de ella.

—Anduve algún tiempo por Colorado, pero nunca me metí en California. Llevaba mercancías para un tipo llamado Cook, de Denver.

—¿Peleó usted en la guerra?

—Sí.

—Papá también. Fue un buen soldado.

—Eso supongo.

—¿Lo conoció usted?

—No. ¿Dónde estuvo?

—Luchó en Elkhon Taver, en Arkansas y fue malherido en Chickamauga, en el estado de Tennessee. Después de eso volvió a casa y por poco se muere por el camino. Sirvió en la brigada del general Churchill.

—Yo estuve sobre todo en Missouri.

—¿Perdió el ojo en la guerra?

—Lo perdí en la batalla de Lone Jack, cerca de Kansas City. Mi caballo resultó muerto y yo estaba casi ciego. Colé Younger me rescató exponiéndose a una lluvia de balas. ¡Pobre Colé! Él, Bob y Jim están ahora cumpliendo condena en la penitenciaría de Minnesota. Fíjate lo que te digo: cuando salga a relucir la verdad, se encontrarán con que fue Jesse W. James quien mató a aquel cajero en Northfield.

—¿Conoce usted a Jesse James?

—No lo recuerdo. Potter me dijo que estaba con nosotros en Centralia y que allí mató a un comandante yanqui. Según Potter, Jesse ya era una mala víbora, aunque no era más que un muchacho. Parece que era aún peor que Frank, lo cual no es poco. Recuerdo bien a Frank. Por entonces lo llamábamos Buck. Pero a Jesse no lo recuerdo.

—Y ahora trabaja usted para los yanquis.

—Bueno, los tiempos han cambiado desde entonces. Nunca se me habría ocurrido que fuera a acabar así. Los Red Legs de Kansas quemaron las casas de mis paisanos y se llevaron el ganado, dejándolos sin nada que comer, aparte de suero de leche y mazorcas. Y uno puede comerse cincuenta mazorcas e irse a la cama con hambre.

—¿Qué hizo al acabar la guerra?

—Pues te lo diré: Cuando nos enteramos de que todo se había perdido en Virginia, Potter y yo nos fuimos a Independence y entregamos las armas. Nos preguntaron si estábamos dispuestos a respetar al gobierno de Washington y a jurar fidelidad a las Barras y Estrellas. Dijimos que sí, que estábamos dispuestos. Lo hicimos, tragamos quina, y nos dispusimos a largarnos; pero no nos dejaron hacerlo. Nos dieron un día de libertad bajo palabra y nos ordenaron que nos presentásemos de nuevo a la mañana siguiente. Oímos decir que aquella noche llegaría un comandante de Kansas en busca de
bushwhackers
.

—¿Qué son
bushwhackers?

—No lo sé. Eso nos llamaban
[16]
. El caso es que lo de aquel comandante nos dejó preocupados. Lo único que sabíamos era que iba a enchironarnos o algo peor, porque habíamos servido a las órdenes de Bill Anderson y del capitán Quantrill. Potter se hizo con un revólver de una oficina, y aquella noche nos largamos en dos muías del gobierno. Yo todavía estoy disfrutando de ese día de libertad bajo palabra y supongo que ese fulano de Kansas continúa esperándonos. El caso es que nuestras ropas no eran más que harapos, y entre Potter y yo no reuníamos dinero ni para comprarnos un cigarro. A cosa de doce o trece kilómetros de la ciudad nos tropezamos con un capitán federal y tres soldados. Querían saber si aquel era el camino para Kansas City. Aquel capitán era pagador, y libramos a los tipos del peso de más de cuatro mil dólares en monedas. Chillaron como si el dinero fuera suyo. Pero no pertenecía más que al gobierno y nosotros necesitábamos un fondo de viaje.

—¿Cuatro mil dólares?

—Sí, y todos ellos en oro. Además, nos quedamos con sus caballos. Potter cogió su mitad del dinero y se fue a Arkansas. Yo me dirigí a Cairo, Illinois, con mi parte. Allí adopté el nombre de Burroughs, compré un restaurante llamado La Rana Verde y me casé con una divorciada. El local que compré tenía hasta mesa de billar. Servíamos lo mismo a mujeres que a hombres, pero sobre todo a hombres.

—No sabía que tuviera usted esposa.

—Bueno, ya no la tengo. Se le metió en la cabeza que yo tenía que ser abogado. Ser dueño de un restaurante era demasiado poco para ella. Compró un libro enorme, el
Daniels sobre documentos negociables
, y me obligó a leérmelo. Nunca logré entender ni una letra. El viejo Daniels me producía unas jaquecas terribles. El caso es que comencé a beber más y más y a pasar dos y tres días seguidos fuera de casa con mis amigos. A mi mujer no le hacían gracia mis compañeros de juerga. Al final acabó hartándose y decidió volver con su primer marido, que estaba empleado en un almacén de Paducah. Me dijo: «Adiós, Reuben, nunca serás una persona decente». Fíjate, una mujer divorciada hablando de decencia. Yo le dije: «Adiós, Nola, espero que esta vez ese calzonazos vendedor de clavos te haga feliz». Además, se llevó a mi hijo. De todas formas, el chico nunca me tuvo mucha simpatía. Supongo que era porque le hablaba siempre de una forma asquerosa, pero no lo hacía con mala intención. En tu vida podrás ver a un crío más patoso que Horace. Apuesto que rompió más de cuarenta tazas.

—¿Qué ocurrió con La Rana Verde?

—Intenté dirigir yo solo el local por algún tiempo, pero no encontré buen servicio y nunca he tenido maña para comprar comida. No sabía lo que hacía. Era como un hombre luchando con abejas. Al final me di por vencido y vendí el restaurante por novecientos dólares. Luego me puse a vagar por la región. Entonces fue cuando me marché a las llanuras de Texas y me dediqué a matar búfalos con Vernon Shaftoe y un indio flathead llamado Olly. Los mormones habían expulsado a Shaftoe de Great Salt Lake City, pero no me preguntes por qué lo hicieron. Digamos que fue debido a un error y dejemos el asunto. Es inútil que me hagas preguntas, porque no las contestaré. Olly y yo juramos solemnemente guardar el secreto. Bueno, pues los búfalos ya han desaparecido casi por completo. Es una cochina vergüenza. En estos momentos daría tres dólares por una lengua de búfalo adobada.

—¿No lo detuvieron por robar aquel dinero?

—Yo no considero que aquello fuese robar.

—Pues lo era. El dinero no le pertenecía.

—La verdad es que eso nunca me ha preocupado demasiado. Duermo como un niño. La conciencia no me molesta.

—El coronel Stonehill dijo que antes que comisario fue usted bandolero.

—Me preguntaba quién iba divulgando esos chismes. Ese anciano caballero haría mejor ocupándose de sus propios asuntos.

—Entonces ¿sólo son habladurías?

—Poca más sustancia tienen. Un buen día de primavera, estando yo en Las Vegas, Nuevo México, me encontré necesitado de un pequeño préstamo y asalté uno de esos pequeños bancos que prestan a interés muy alto. Me pareció que aquello era un servicio a la comunidad. Uno no puede pecar robando a un ladrón, ¿no te parece? Nunca he robado a ciudadanos privados. Nunca le he quitado a un hombre su reloj. —Todo eso es robar.

—Eso opinaron en Nuevo México —dijo Cogburn—. Tuve que huir para salvar la piel. Tres peleas en un día. Por entonces Bo era un potro muy fuerte y no había caballo en el Territorio que pudiera adelantarlo. Pero no me hizo gracia que me persiguieran y tirotearan como si fuese un ladrón. Cuando la partida que me perseguía se hubo reducido a siete hombres, hice dar media vuelta a Bo y, cogiendo las riendas con los dientes, cabalgué hacia aquellos tipos disparando contra ellos dos revólveres modelo marina que llevaba en la silla de montar. Supongo que todos aquellos tipos estaban casados y adoraban a sus familias, porque volvieron grupas y se marcharon a casa como almas que lleva el diablo.

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