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Authors: Charles Portis

Valor de ley (15 page)

BOOK: Valor de ley
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—Eso resulta muy difícil de creer.

—¿El qué?

—Que un hombre haga huir a siete.

—Pues es cierto. En la guerra lo hicimos muchas veces. He visto cómo una docena de audaces tipos hacían huir a la desbandada a toda una tropa de caballería. Si vas a por un hombre con la suficiente decisión y lo bastante deprisa, él no se acordará de cuántos otros tipos van con él, pensará solo en sí mismo y en que lo mejor es zafarse lo antes posible del lío que se le avecina.

—Me parece que exagera usted.

—Pienses lo que pienses, el caso es que fue así. Bo y yo entramos en Texas al paso, no al galope. Quizá hoy ya no podría hacerlo. Estoy más viejo y más machacado, y lo mismo le ocurre a Bo. Allí en Texas perdí mi dinero a manos de unos tramposos que se dedicaban a las carreras de caballos. Luego los perseguí hasta cruzar el río Rojo, en la Nación Chickasaw, pero los perdí de vista. Entonces entré a trabajar con un hombre llamado Fogelson que llevaba una manada de reses a Kansas. Aquellos bichos nos las hicieron pasar canutas. No dejó de llover ni una sola noche y la hierba estaba empapada y casi descompuesta. De día estaba nublado y los mosquitos nos comían vivos. Fogelson nos trataba como un negrero. No sabíamos lo que era dormir. Cuando llegamos al South Canadian, el río bajaba crecido, pero Fogelson tenía fecha fijada en el contrato de entrega y no quiso esperar. Dijo: «Muchachos, vamos a cruzar». Atravesando el río, perdimos setenta reses y nos dimos por satisfechos. Además, perdimos nuestra carreta, y después de eso ya no hubo ni café ni pan. En el North Canadian se repitió la historia: «Muchachos, vamos a cruzar». Algunas de las reses se quedaron atascadas en el barro de la otra orilla y yo intenté sacarlas. Bo estaba a punto de derrumbarse y llamé a un tal Hutchens para que viniera a ayudar. El tipo estaba allí, en su caballo, fumándose una pipa. No era un vaquero como es debido. Era de Filadelfia, Pennsylvania, y poco le importaban las reses. Contestó: «Arréglatelas, que para eso te pagan». En aquel mismo instante fui a por él. No era lo más adecuado, pero yo estaba molido y no había tomado café. Le pegué un tiro. No le hice mucho daño: la bala solo le rozó la cabeza, y el tipo partió la pipa de un mordisco. Sin embargo, Hutchens se empeñó en recurrir a la ley. En aquella región no había ley, y eso le dijo Fogelson, así que Hutchens hizo que me desarmaran, y entre él y otros dos vaqueros me llevaron a Fort Reno. Al ejército le importaban un pimiento aquellas peleas privadas, pero resultó que allí había dos comisarios federales que habían ido a hacerse cargo de unos traficantes de whisky. Uno de esos comisarios era Potter.

Yo estaba casi dormida. Rooster me dio con el codo y repitió:

—Digo que uno de los comisarios era Potter.

—¿Cómo?

—Uno de los dos comisarios de Fort Reno era Potter.

—¿Su amigo de la guerra? ¿El mismo?

—Sí, era Columbus Potter en carne y hueso. Me alegré de verlo. Él fingió que no me conocía. Le dijo a Hutchens que se haría cargo de mí y me entregaría para que me juzgasen. Hutchens dijo que, cuando hubiera terminado su trabajo en Kansas, regresaría a Fort Smith para testificar contra mí. Potter le contestó que con su declaración en aquel mismo lugar bastaba para condenarme por agresión. Hutchens dijo que nunca había conocido un tribunal en el que no necesitaran testigos. Potter contestó que se habían dado cuenta de que con eso ahorraban tiempo. Nos fuimos a Fort Smith, y Potter consiguió que me nombraran subcomisario. Jo Shelby había respondido por él ante el comisario jefe y le consiguió el puesto. El general Shelby se dedica ahora al negocio de ferrocarriles en Missouri y conoce muy bien a esos republicanos. Escribió también una bonita carta para mí. Bueno, no hay nada como un amigo. Y Potter era de los mejores.

—¿Le gusta ser comisario?

—Creo que me gusta más que nada de lo que he hecho desde la guerra. Cualquier cosa es mejor que arrear reses. Nada de lo que me gusta hacer está bien pagado.

—No creo que Chaney vaya a venir.

—Lo atraparemos.

—Espero que sea esta noche.

—Me dijiste que te gustaba cazar mapaches.

—Nunca creí que esto fuera a ser fácil. Sin embargo, preferiría que lo atrapásemos esta noche y acabáramos ya de una vez.

Rooster se pasó toda la noche hablando. Yo me dormía y me despertaba y él continuaba charlando. En algunas de sus historias intervenían demasiadas personas y resultaban difíciles de seguir; pero ayudaban a pasar el tiempo y me distraían del frío. No acabé de creerme todo lo que dijo. Contó que conocía a una mujer de Sedalia, Missouri, que, cuando era niña, se clavó una aguja en un pie y nueve años más tarde esa aguja apareció en el muslo de su tercer hijo. Los médicos se quedaron intrigadísimos.

Cuando llegaron los bandidos yo estaba dormida. Rooster me sacudió y dijo: —Ahí vienen.

Di un respingo y me tumbé boca abajo para poder mirar por encima del tronco. Aún no había amanecido del todo y no se veían más que formas y contornos, sin que se pudieran apreciar los detalles. Los jinetes marchaban confiadamente e iban riendo y charlando. Los conté. ¡Seis! ¡Seis hombres armados contra dos! Al verlos tan desapercibidos, mi pensamiento fue: el plan de Rooster está resultando. Sin embargo, cuando se encontraban a unos cincuenta metros de la cabaña, los bandidos se detuvieron. El fuego del interior ya se había apagado, pero por la chimenea aún salía una fina columna de humo.

Rooster me preguntó en un susurro:

—¿Ves a nuestro hombre?

—No distingo las caras —contesté.

—Ese pequeño que va descubierto es Ned Pepper. Ha perdido su sombrero. Es el que va delante.

—¿Qué están haciendo?

—Examinando los alrededores. Baja la cabeza.

Lucky Ned Pepper parecía llevar pantalones blancos, pero más tarde me enteré de que eso era por sus chaparreras blancas. Uno de los bandidos hizo un sonido imitando el grito del pavo. Esperé y lo repitió de nuevo un par de veces, pero, naturalmente, nadie contestó en la vacía cabaña. Luego dos de los jinetes se adelantaron hasta la puerta y desmontaron. Uno de ellos llamó a Quincy varias veces. Rooster dijo:

—Ese es Haze.

A continuación los dos hombres entraron en la cabaña con las armas listas. Al cabo de un minuto o cosa así salieron de nuevo y registraron las inmediaciones. El tal Haze llamó repetidas veces a Quincy, e hizo el ruido que se emplea para llamar a los cerdos. Luego se dirigió a los bandidos que habían desmontado y dijo:

—Los caballos están aquí. Parece que Moon y Quincy han salido.

—¿Adonde iban a ir? —preguntó el jefe de la partida, Lucky Ned Pepper.

—No tengo ni idea —replicó Haze—. Ahí dentro hay seis caballos. En la chimenea hay una olla de
sofky
, pero el fuego está apagado. No lo entiendo. Quizá hayan salido a cazar.

Lucky Ned Pepper dijo:

—Quincy no es capaz de abandonar el fuego de una chimenea por la noche para irse a perseguir conejos. Eso es una tontería.

Haze informó:

—Frente a la puerta la nieve está removida. Ven a echarle un vistazo, Ned.

El que acompañaba a Haze intervino:

—¿Qué más da? Cambiemos de caballos y larguémonos de aquí. Ya comeremos algo en casa de Ma.

Lucky Ned Pepper replicó:

—Dejadme pensar un minuto.

El compañero de Haze insistió:

—Estamos perdiendo un tiempo que podríamos utilizar en alejarnos más. Ya nos hemos entretenido bastante. Además, estamos dejando muchas huellas.

Cuando el hombre habló por segunda vez, Rooster lo identificó como un jugador mexicano de Fort Worth, Texas, que se daba a sí mismo el nombre de Bob, el Auténtico Greaser
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. No hablaba en el idioma de los mexicanos, aunque supongo que lo conocía. Miré con gran fijeza a los bandidos montados, pero la simple concentración no era suficiente para penetrar las sombras y distinguir los rostros. Y tampoco podía sacar grandes conclusiones de sus figuras puesto que todos llevaban gruesos chaquetones y grandes sombreros, y sus caballos no paraban quietos un momento. No reconocí a Judy, la yegua de papá.

Lucky Ned Pepper sacó uno de sus revólveres y disparó, tres veces, rápidamente, al aire. En la depresión, el ruido resultó atronador y fue seguido de un expectante silencio.

Al cabo de unos instantes, del talud opuesto llegó un fuerte tronar y el caballo de Lucky Ned Pepper se derrumbó como si lo hubieran apuntillado. Sonaron más tiros en el talud y los bandidos se vieron dominados por el pánico y la confusión. Quien disparaba era LaBoeuf, y lo hacía con toda la rapidez con que podía cargar su potente rifle.

Rooster estalló en maldiciones, se puso en pie y comenzó a disparar su carabina Winchester de repetición. Alcanzó a Haze y al Auténtico Greaser antes de que pudieran montar sus caballos. Haze se quedó en el sitio. Las abrasantes cápsulas de bala de la carabina de Rooster me cayeron sobre una mano y yo las aparté con rapidez. Cuando Cogburn se volvió para disparar contra los otros bandidos, el Auténtico Greaser, que solo estaba herido, se puso en pie, montó en su caballo y huyó siguiendo a los otros. Iba agarrado al pico de la silla y con una pierna sobre el lomo trasero del animal. De no haber continuado toda la maniobra, del principio al fin, habría creído que el caballo iba sin jinete. Así fue como escapó a la atención de Rooster. Yo estaba como hipnotizada y demostré no ser de ninguna ayuda.

Ahora volveré atrás para hablar de los otros. Lucky Ned Pepper quedó atrapado bajo su caballo, pero rápidamente salió de debajo del animal muerto y, con un cuchillo, cortó las bolsas que iban atadas a la silla. Los otros tres bandidos ya habían salido con sus caballos de aquel mortal agujero, según podría llamársele, y, en su huida, disparaban sus rifles y revólveres contra LaBoeuf. Por lo que sé, no se disparó ni un solo tiro contra nosotros.

Lucky Ned Pepper gritó a los jinetes que se alejaban y corrió tras ellos en zigzag. Colgadas de un brazo llevaba las bolsas de su silla, y en la otra mano, un revólver. Rooster no pudo acertar. El bandido bien se merecía el apodo de Lucky, y su suerte aún no había acabado. Entre todo aquel estruendo, humo y confusión, uno de sus hombres oyó por azar sus gritos y volvió grupas para recoger a su jefe. En el momento en que el bandido llegaba junto a Lucky Ned Pepper y se inclinaba para ayudarlo a subir, fue derribado por un certero disparo del potente rifle de LaBoeuf. Diestramente, Lucky Ned Pepper ocupó el lugar del difunto sobre el caballo y partió al galope sin dirigir ni una segunda mirada al amigo que había muerto para salvarlo. Ned fue seguido por el jugador mexicano, que cabalgaba oculto por su caballo, y luego ya no quedó ni rastro de los bandidos. Todo el incidente se desarrolló en menos tiempo del que a mí me ha llevado describirlo.

Rooster me dijo que fuera a por los caballos. Él bajó corriendo por el talud.

Los bandidos habían dejado tras ellos a dos de los suyos y habíamos permitido a los otros continuar su huida en caballos casi exhaustos, pero no creí que tuviéramos muchas razones para felicitarnos. Los bandidos caídos en la nieve estaban muertos y no podían «cantar». No habíamos identificado a Chaney entre los que escaparon. ¿Estaba en efecto con ellos? ¿Seguíamos realmente su pista? Además, nos encontramos con que Lucky Ned Pepper había huido con la mayor parte del botín del asalto al tren.

Quizá las cosas nos habrían sido más favorables de no haber comenzado LaBoeuf el tiroteo prematuramente. Pero no puedo estar segura. Creo que Lucky Ned Pepper no tenía ni la más leve intención de entrar en la cabaña, ni de aproximarse más a ella, después de encontrarse con que los dos cuatreros habían desaparecido inexplicablemente. Por consiguiente, nuestro plan habría fracasado en cualquier caso. Sin embargo, Rooster estaba dispuesto a echarle toda la culpa a LaBoeuf.

Cuando llegué al pie de la cuesta con los caballos, Rooster estaba maldiciendo al texano en su cara. Estoy segura de que ambos habrían llegado a las manos si LaBoeuf no hubiera estado distraído por una dolorosa herida. Una bala había pegado en la culata de su rifle, y fragmentos de madera y plomo produjeron un desgarro en la delicada carne de su antebrazo. Dijo que, desde su posición, no había podido ver bien y que se estaba trasladando a un punto mejor cuando oyó los tres tiros disparados por Lucky Ned Pepper. Creyó que la lucha había comenzado, se puso en pie y disparó rápidamente contra el hombre al que certeramente había identificado como el jefe de los bandidos.

Rooster dijo que aquello eran cuentos y acusó a LaBoeuf de haberse quedado dormido y de que, cuando los tres disparos lo despertaron, fue presa del pánico y abrió fuego. Yo pensé que el hecho de que su primer tiro hubiese matado al caballo de Lucky Ned Pepper, hablaba en favor de la historia de LaBoeuf. Si hubiese estado dominado por el pánico, su primer disparo no habría sido tan certero ni habría estado tan cerca de alcanzar al jefe de la banda. Por otra parte, el texano aseguraba ser un comisario y tirador experto, y, de haberse estado alerta y disparado cuidadosamente, ¿no habría tenido forzosamente que dar en el blanco? Solo LaBoeuf sabía cuál era la verdad del asunto. Yo me impacienté de oírlos discutir tanto.

Creo que Rooster estaba furioso porque la cosa se le había ido de las manos y porque Lucky Ned Pepper había vuelto a escapársele.

Los dos hombres no hicieron mención de seguir a la banda de ladrones, y yo sugerí que debíamos hacerlo. Rooster contestó que sabía dónde iban a esconderse y que no quería arriesgarse a caer en una emboscada por el camino. LaBoeuf adujo que nuestros caballos estaban frescos y los suyos exhaustos. Dijo que podríamos seguirlos fácilmente la pista y cogerlos por sorpresa. Pero Rooster deseaba llevar los cadáveres de los bandidos y los caballos robados a McAlester para establecer una reclamación que tuviera preferencia sobre cualquier recompensa que el Ferrocarril M. K. & T. pudiese ofrecer. Dijo que dentro de nada habría veintenas de comisarios y detectives ferroviarios participando en la caza.

LaBoeuf estaba frotándose con la nieve la herida del antebrazo para contener la hemorragia. Se quitó el pañuelo para utilizarlo como venda, pero con una sola mano le resultaba muy difícil hacerlo, así que lo ayudé.

Rooster me observó vendar el brazo del texano y dijo:

—Tú no tienes por qué ocuparte de eso. Ve adentro y prepara café.

—No tardaré nada —contesté.

—Deja eso y haz el café —insistió él.

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