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Authors: Charles Portis

Valor de ley (4 page)

BOOK: Valor de ley
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—¡El abogado Daggett! ¡El abogado Daggett! ¿Quién diablos es ese famoso jurisconsulto cuyo nombre, felizmente para mí, ignoraba hasta hace diez minutos?

Repliqué:

—¿Ha oído mencionar alguna vez la Great Arkansas River, Vicksburg & Gulf Steamship Company?

—He tenido tratos comerciales con esa compañía de barcos de vapor.

—Pues el abogado Daggett es el hombre que los obligó a aceptar la sindicación —dije yo—. Intentaron sobornarlo. El asunto fue un gran triunfo para él. Es íntimo amigo de hombres muy importantes de Little Rock. Según dicen, algún día será gobernador.

—Entonces es un tipo muy poco ambicioso, lo cual no está en concordancia con su capacidad para crear problemas. Preferiría ser un vagabundo en Tennessee que gobernador de este cochino estado. Es más honroso.

—Si no le gusta esto, puede hacer las maletas y marcharse por donde vino.

—¡Ojalá pudiese! No te quepa la menor duda de que, si me fuera posible, el viernes por la mañana tomaría el vapor con una canción de acción de gracias en los labios.

—¡La gente a la que no le gusta Arkansas puede irse al diablo! —exclamé—. ¿Por qué vino aquí?

—Me vendieron unas propiedades.

—Trescientos veinticinco dólares es mi cifra.

—Me gustaría dejar esto por escrito. —Redactó un breve acuerdo. Lo leí e hice un par de cambios que él aceptó. Luego indicó—: Dile a tu abogado que me dirija la carta aquí, al establo Stonehill. Cuando la reciba, enviaré el dinero. Firma aquí.

Repliqué:

—Le diré que me la mande a la posada Monarch. Cuando usted me entregue el dinero, yo le daré la carta. Firmaré este papel en el momento en que me dé veinticinco dólares como prueba de buena fe. —Stonehill me dio diez dólares y yo firmé el documento.

Luego fui a la oficina de telégrafos. Intenté reducir el mensaje, pero me llevó casi toda una carilla explicar la situación y lo que necesitaba. Le dije al abogado Daggett que hiciera saber a mamá que yo estaba bien y que volvería a casa pronto. Ya he olvidado lo que costó el telegrama.

Compré unas galletas, un trozo de queso y una manzana en una tienda de comestibles y me senté encima de un barril de clavos, junto a la estufa, para tomar un almuerzo barato y nutritivo. Ya saben lo que se dice: «No es feliz quien mucho tiene, sino quien con poco se conforma». Cuando hube terminado, volví al corral de Stonehill para dar el corazón de la manzana a uno de los ponis. Ninguno de ellos quiso saber nada de mí ni de mi regalo. Probablemente, los pobres animales no habían probado una manzana en su vida. Huyendo del frío, entré en el establo y me tumbé sobre unos sacos de avena. La naturaleza nos invita a descansar después de las comidas, y la gente que está demasiado ocupada para atender a esa voz interna suele morir a la edad de cincuenta años.

Stonehill pasó ante mí, camino de la calle. El hombre llevaba un ridículo sombrero de Tennessee. Se detuvo y me miró.

—Quiero dormir un rato —expliqué.

—¿Estás cómoda?

—Quería protegerme del viento. Supuse que a usted no le importaría.

—No quiero que se fume aquí dentro.

—Yo no fumo.

—Tampoco quiero que agujerees esos sacos con tus botas.

—Tendré cuidado. Cuando salga, cierre bien la puerta.

Ni yo misma me había dado cuenta de lo cansada que estaba. Cuando desperté, era bien entrada la tarde. Estaba aterida de frío y la nariz comenzaba a gotearme, señal segura de un próximo catarro. Siempre se debe dormir con algo echado por encima. Me sacudí el polvo y me lavé la cara bajo el chorro de la bomba. Luego recogí el saco del revólver y me dirigí a toda prisa hacia el Tribunal Federal.

Cuando llegué, vi que se había reunido otra multitud, aunque no tan grande como la del día anterior. Lo primero que se me ocurrió, fue: «¡Cómo! ¡No irán a celebrar otra ejecución!» No, no era eso. En aquella ocasión, lo que había atraído a la gente era la llegada de dos carretas de prisioneros procedentes del Territorio.

Los comisarios hacían descender a los prisioneros y los empujaban con sus carabinas Winchester. Todos los hombres iban encadenados unos a otros, como una ristra de peces. La mayoría eran blancos, pero también se veían algunos indios, mestizos y negros. Era espantoso verlos, pero deben recordar que aquellas bestias encadenadas eran asesinos y ladrones, asaltantes de trenes, bigamos y estafadores, algunos de los hombres más perversos de este mundo. Habían emprendido la senda descarriada y probado los frutos del mal, y ahora la justicia los requería, exigiendo su retribución. Uno tiene que pagar por todas las cosas de este mundo. Nada hay gratuito, excepto la gracia de Dios. Eso no se puede ganar ni merecer.

Los prisioneros que estaban ya en los calabozos, situados en el sótano del tribunal, comenzaron a gritar y a parlotear a través de las pequeñas ventanas enrejadas, llamando a los nuevos prisioneros «pichones de repuesto» y cosas por el estilo. Algunos de ellos utilizaban expresiones malsonantes, por lo que las mujeres del público volvieron la cabeza. Yo me tapé los oídos con las manos y me abrí paso hasta llegar a la escalinata del tribunal.

El ordenanza de la puerta no quería dejarme entrar en la sala por ser yo una chiquilla, pero le dije que tenía que hablar con el comisario Cogburn y no di mi brazo a torcer. El hombre me vio tan decidida que, para que no le armara un escándalo, me dejó pasar. Hizo que me quedase detrás de él, al otro lado de la puerta, pero eso dio lo mismo porque, de todas formas, no había asientos libres. La gente se sentaba incluso en los antepechos de las ventanas.

Les parecerá extraño, pero yo en aquellos tiempos apenas había oído hablar del juez Isaac Parker, pese a lo famoso que era. Conocía bastante bien lo que ocurría en el mundo cercano a mí, y supongo que oí comentarios respecto a él y su tribunal, pero esos comentarios debieron de impresionarme muy poco. Vivíamos en su distrito, desde luego, pero teníamos nuestros propios tribunales menores para tratar con los asesinos y los ladrones. Casi los únicos maleantes de nuestra región que alguna vez se vieron frente a un tribunal federal eran destiladores ilegales, como el viejo Jerry Vick y sus muchachos. Al Juez Parker, la mayor parte de los parroquianos le llegaban del Territorio Indio, que era un refugio para los desesperados de todo el país.

Ahora les diré algo interesante. Durante mucho tiempo, este tribunal no admitió más derecho de apelación que el de recurrir al presidente de Estados Unidos. Posteriormente, esto fue modificado, y cuando el Tribunal Supremo comenzó a revocarlo, el Juez Parker se molestó. Dijo que la gente de Washington no comprendía las infectas condiciones que se daban en el Territorio. Al subsecretario de Justicia, Withney, que se suponía estaba del lado del juez, lo llamó «blandengue» y dijo que entendía menos la ley penal que los jeroglíficos de la Gran Pirámide. Bueno, por su parte, la gente de Washington declaró que el juez era excesivamente duro, que cargaba demasiado la mano y que pedía penas exageradamente severas al jurado; además, a su tribunal lo llamaban «el matadero Parker». No sé quién tenía razón. Sé que sesenta y cinco de sus comisarios resultaron muertos. Era gente que tenía que tratar con tipos extraordinariamente peligrosos.

El juez era un hombre alto y corpulento, con ojos azules y barbita de chivo. A mí me pareció viejo, aunque por aquel entonces solo contaba unos cuarenta años. Sus modales eran severos. En su lecho de muerte solicitó un sacerdote y se convirtió al catolicismo, que era la religión de su esposa. Eso fue asunto suyo, y yo no tengo por qué meterme en ello. Si ustedes hubieran sentenciado a muerte a ciento sesenta hombres y presenciado la ejecución de ochenta de ellos, quizá en el último minuto habrían sentido la necesidad de una medicina más enérgica que la que los metodistas podían proporcionar. Eso es algo que da que pensar. Hacia el final dijo que él no había ahorcado a todos aquellos hombres, que la ley lo había hecho. En 1896, cuando el juez murió de hidropesía, los encarcelados allá abajo, en aquellos lúgubres calabozos, celebraron una «fiesta», y los carceleros tuvieron que intervenir para silenciarlos.

Tengo un reportaje periodístico sobre parte del juicio de Wharton y, aunque no es una transcripción oficial, resulta suficientemente veraz. Con él y con mis recuerdos he escrito un buen artículo histórico que titulo:
Ahora, Odus Wharton, escucharás la sentencia de la ley, que dicta que seas colgado por el cuello hasta que mueras, mueras, mueras. Que Dios, cuyas leyes has infringido y ante cuyo temible tribunal debes comparecer, se apiade de tu alma. Recuerdo personal de Isaac C. Parker, el famoso juez de la frontera
.

Pero las publicaciones de hoy en día no saben distinguir una buena historia cuando la ven. Prefieren imprimir basura.

Dicen que mi artículo es demasiado largo y discursivo. Nada es demasiado largo ni corto si se tiene un argumento veraz e interesante y lo que yo llamo un estilo de escribir gráfico combinado con propósitos pedagógicos. Yo no ando tonteando con los periódicos. Los directores van siempre detrás de mí para que les escriba crónicas históricas, pero cuando llegamos al asunto del dinero, la mayor parte de los directores de periódicos resultan unos agarrados. Creen que, porque tengo un poco de dinero, me sentiré muy feliz rellenando unas cuantas columnas de sus suplementos dominicales solo para ver mi nombre en letra impresa, como les ocurre a Lucille Biggers Langford y a Florence Mabry Whiteside. Como dicen los niños negros: «Yo, de eso, nada». Lucille y Floren-ce pueden hacer lo que quieran. Los directores de periódicos se dan mucha maña para recoger lo que no han sembrado. Otro truco que utilizan es el de enviar reporteros a hablar con una y conseguir gratis sus historias. Sé que los jóvenes periodistas no están bien pagados y no me importaría ayudar a esos muchachos a escribir sus artículos si no fuera porque nunca logran entender nada como es debido.

Cuando entré en la Sala de Audiencias, ocupaba el banquillo de los testigos un joven indio creek, que hablaba en su propia lengua, mientras otro indio le servía de intérprete. La cosa iba despacio. Estuve allí sentada casi una hora antes de que llamasen a Rooster Cogburn a declarar.

Me había equivocado al suponer que mi hombre era un joven alto y delgado con una chapa prendida de la camisa, y me sorprendí mucho cuando un viejo tuerto que se parecía mucho a Grover Cleveland avanzó hacia el sillón y prestó juramento. He dicho «viejo». Tenía unos cuarenta años. Las tablas del suelo crujieron bajo su peso. El hombre vestía un polvoriento traje negro, y, cuando se sentó, vi que llevaba la placa en el chaleco. Era un pequeño círculo de metal plateado con una estrella en el centro. Cogburn llevaba bigote, también a lo Cleveland.

Algunas personas dirán que, bueno, que por entonces en el país eran muchos más los hombres que se parecían a Cleveland que los que no se le parecían. Sin embargo, aquel era su aspecto. Hubo un tiempo en que Cleveland también fue sheriff. El presidente trajo gran miseria al país con el pánico financiero del noventa y tres, pero no me avergüenzo de reconocer que mi familia lo apoyó y que ha sido demócrata en todo momento, hasta llegar a gobernador Alfred Smith, y eso no fue debido únicamente a Joe Robinson
[7]
. Papá decía que los únicos amigos que aquí teníamos inmediatamente después de la guerra eran los demócratas irlandeses de Nueva York. Thad Stevens y la pandilla republicana nos hubieran dejado morir de hambre a todos si hubiesen podido. Todo eso pueden encontrarlo en los libros de historia. Ahora les presentaré a Rooster por medio de la transcripción y encarrilaré de nuevo mi narración:

Mr. Barlow: Indique su nombre y ocupación, por favor.

Mr. Cogburn: Reuben J. Cogburn. Soy comisario del Tribunal Federal del Distrito Occidental de Arkansas, y tengo jurisdicción criminal sobre el Territorio Indio.

Mr. Barlow: ¿Cuánto tiempo lleva ocupando ese cargo?

Mr. Cogburn: En marzo hará cuatro años.

Mr. Barlow: El 2 de noviembre ¿se encontraba usted desempeñando sus obligaciones oficiales?

Mr. Cogburn: Sí, señor.

Mr. Barlow: ¿Ocurrió algo ese día que se saliera de lo corriente? Mr. Cogburn: Sí, señor.

Mr. Barlow: Haga el favor de explicar con sus propias palabras qué fue lo que ocurrió.

Mr. Cogburn: Sí, señor. Bueno, pues ese día, poco después de comer, nos dirigíamos hacia Fort Smith desde la Nación Creek y estábamos a unos seis kilómetros al oeste de Webbers Falls.

Mr. Barlow: Un momento, ¿quién lo acompañaba?

Mr. Cogburn: íbamos cuatro comisarios y yo. Llevábamos una carreta de prisioneros y volvíamos a Fort Smith. Los prisioneros eran siete. A cosa de seis kilómetros al oeste de Webbers Falls, ese muchacho indio llamado Will apareció montado en un caballo al galope. Traía noticias. Dijo que aquella mañana iba a llevar unos huevos a casa de Tom Spotted-Gourd y su esposa, junto al río Canadian. Cuando llegó allí, se encontró a la mujer tirada en el patio, con la tapa de los sesos volada de un tiro, y al viejo dentro de la casa, con una herida de escopeta en el pecho.

Mr. Goudy: ¡Protesto!

Juez Parker: Limite su testimonio a lo que presenció, Mr. Cogburn.

Mr. Cogburn: Sí, señor. Bueno, el comisario Potter y yo nos adelantamos hacia la casa de Spotted-Gourd, y la carreta, con el comisario Schmidt, nos seguía. Cuando llegamos al lugar, lo encontramos todo tal como había dicho el muchacho Will. La mujer estaba en el patio, muerta, con la cabeza destrozada, y el viejo estaba dentro, con el pecho abierto por una descarga de perdigones, y los pies quemados. Aún vivía, pero estaba moribundo. El aire silbaba al entrar y salir del sangriento agujero de su pecho. Dijo que a las cuatro de la mañana dos de los Wharton se habían presentado borrachos...

Mr. Goudy: ¡Protesto!

Mr. Barlow: Se trata de la declaración de un hombre agonizante, su señoría.

Juez Parker: No ha lugar. Siga, Mr. Cogburn.

Mr. Cogburn: Dijo que esos dos Wharton, que se llamaban Odus y C. C. se habían presentado borrachos y que, amenazándolo, con una escopeta de dos cañones, le dijeron: «Dinos dónde guardas tu dinero, viejo». Él no quiso decírselo y ellos encendieron unas astillas y se las colocaron debajo de los pies. Entonces él les indicó que el dinero estaba en un jarro oculto debajo de una losa gris en un rincón del ahumadero. Dijo que allí había algo más de cuatrocientos dólares en billetes. Nos contó que durante todo el tiempo su esposa no dejó de llorar y pedir clemencia. Luego la mujer corrió hacia la puerta y Odus fue tras ella y le pegó un tiro. El viejo, según nos dijo, quiso levantarse, y Odus se volvió y disparó también contra él. Entonces se marcharon.

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