Pasaron los meses. La tendencia era clara: todo el mundo parecía estar loco por tomar café.
La pasta entraba a raudales. Los días pasaron a velocidad kárate de
Matrix
. Trabajaban como locos. Se levantaban todos los días a las cinco de la mañana para recibir leche o dar una vuelta por las megapanaderías de las afueras. Preparaban desayunos durante el resto de la mañana. Aliñaban ensaladas para el almuerzo antes del mediodía, vendían las mismas ensaladas como idiotas durante la hora de comer. Durante el resto del día le daban al capuchino, el
caffè latte
, el
caffè macchiato
, el
caffè-lo-que-sea
, hasta las nueve de la noche.
Su madre estaba cada vez más orgullosa. Su hermana, Paola, lo miraba con otros ojos. Podía decir con sinceridad a su hijo: «El tío Jorge
es un muy buen tío»
.
Debería haber sido una sensación guay.
Debería haber sido una cosa mayúscula.
Aun así: la sensación era rara.
La verdad: la sensación era rara de cojones.
Él: educado por el Estado, tratado por el Servicio Penitenciario, impregnado de trullo. Había derrapado por la vida como un proyectil rebotado. Había dado por culo a los profesores con prejuicios, a los cansados psicólogos del instituto, a las viejas lloronas de los servicios sociales con discursos feministas. Había dominado a los inspectores de la libertad condicional con fingida comprensión, a los chapas brutales, a los maderos más brutales aún. Había estirado el brazo y con un grito había hecho un corte de mangas a las chorradas semirracistas de la sociedad. Las reglas de la Suecia vikinga no eran para él.
Además: no todo marchaba tan de puta madre como antes. A Hacienda no le gustaban sus declaraciones. Comenzaban a aparecer los maricas de los recaudadores de impuestos. Los proveedores estaban dando la lata exigiendo pagos por adelantado.
A pesar de todo, él trataba de ser honrado. Al menos un chorbo tan honrado como él podía llegar a ser.
Pero el asunto: en vez de tener la sensación de estar guay, la vida le parecía un coñazo.
En vez de estar tranquilo, tenía la sensación de peligro.
Las ideas no paraban de darle vueltas al coco. El gen bandido le estaba venga a picar. Los mismos pensamientos todos los días. Todavía no había llegado la hora de volver al banquillo. Tirar la toalla, dejar de jugar. Todavía no había llegado el momento de rendirse. De echarse en la cama y morir.
Jorge había oído los pasos de Mahmud en las escaleras. Cuando el árabe llamó al timbre en casa de J-boy, él se sintió miserablemente nervioso. El colega: vestido como un tío que se lo tomaba con calma. Pedazo de cazadora forrada, pantalones de chándal grises y zapatillas Sparco. Ya no era tan cachas como antes, pero seguía siendo dos veces más grande que J-boy. Para la mayoría: el árabe irradiaba autoridad, un andar tranquilote, las manos metidas en los bolsillos superiores de la cazadora, balanceando el cuerpo hacia un lado a cada paso que daba. Emitiendo señales. Relax, amigo. Nunca intentes jugármela. Pero Jorge lo sabía: en el pecho de Mahmud al-Askori latía un corazón más grande que el de Melinda Gates y su propia madre juntos.
Los ojos de Mahmud se encontraron con los de Jorge, luego bajó la mirada, casi como si fuera tímido. Era verdad; el colega era como blandito.
Se dieron la mano, no como lo hacen los vikingos normales: con la mano floja y mirándose brevemente a los ojos. No, doblaron los brazos antes de chocar las palmas vigorosamente, dejando que los pulgares se encontrasen en un apretón sólido. Como el cemento. Como los proyectos del millón. Como verdaderos amigos.
Cenaron y charlaron un buen rato. Repasaron los últimos cotilleos de la ciudad. Quién estaba detrás del gigantesco fraude fiscal de cincuenta millones por la venta de alcohol negro y cigarrillos no declarados. Cómo les iba a Babak y al resto de los colegas de Mahmud, tíos que todavía se dedicaban al negocio original. Dando palizas a caciquillos jugadores de manga, vendiendo farla, pirulando aparatos electrónicos de los megaalmacenes de las cadenas y despachando los mismos cacharros catorce veces en las páginas de anuncios en Internet.
Toda la tarde: Jorge intentando pensar en cómo se lo plantearía. Cómo empezaría. Explicar lo que quería decir. Cómo conseguir que el árabe comprendiera.
Vale, tenían problemas con la rentabilidad. Tenían problemas con los yugoslavos. Aun así: Mahmud podría cabrearse a lo bestia. Quizá incluso podría ponerse triste.
Jorge metió la mano en el bolsillo. Sacó una bolsita de plástico de cierre automático. La sujetó en la palma de la mano.
—Mira lo que tengo.
Mahmud negó con la cabeza.
—No para mí. Esta noche no, soy yo el que tiene que ir a Södertälje a las cinco de la mañana.
Jorge dio un golpecito con la bolsita contra su otra palma.
—Venga ya, deja de gruñir. Escucha, hemos disfrutado de una buena cena, has podido entrenar, estamos contentos. Además, la maría no te va a dar resaca, tío.
Jorge sacó la hierba y la mezcló con tabaco. Un rollo OCB: bueeeeno para liar y extrafino. El porro ardería más lento.
Dieron caladas profundas.
Mahmud se echó hacia atrás.
—Buena materia prima.
—Mahmud, tengo que hablar contigo sobre un asunto serio —dijo Jorge.
Mahmud ni le miró, solo mostraba la sonrisa torcida que siempre le salía cuando estaba colocado.
—Claro, ¿de negocios?
—Desde hace medio año llevo este asunto contigo —dijo Jorge—. La cafetería está bien, es bastante honesta, pagamos bastantes impuestos, tenemos seguros y cosas de ese estilo, incluso ahorramos para la pensión como auténticos vikingos. Me caes de puta madre, Mahmud, entre los dos hemos montado un negocio guay. —Dejó el porro—. El asunto es que esto no me va.
Mahmud ya le estaba mirando. Parecía que el tío ni siquiera pestañeaba.
—Quiero decir, no es que no funcione contigo. Eres mi mejor colega. Pero, ya sabes, esta vida…
Los ojos de Mahmud se convirtieron en dos rayas. Jorge esperó. ¿Ahora se le iría la pinza al árabe? Soltando tacos. Cabreándose y echando broncas.
Jorge se levantó. Comenzó a ir de un lado para otro. Trató de sacar por la boca las mismas palabras que tenía en la cabeza.
—Esta última vuelta, ya sabes, la que tuve que dar por Kumla, entonces estuve enchironado con una verdadera leyenda, puede que le conozcas. Se llama Denny. Denny Vadúr, de Södertälje.
Mahmud no dijo nada. Esperaba sin más, querría ver adónde le iba a llevar Jorge.
—En mi primera vuelta larga aprendí mogollón sobre la farlopa. Chupaba toda la información igual que Jenna Jameson chupa picha. Pero hay otras cosas mejores. Que requieren un montonazo de cerebro.
Jorge hizo una pausa. Dando a Mahmud la oportunidad de adivinarlo.
El árabe le miraba fijamente.
—¿Cuáles?
—Has leído sobre estas cosas mil veces en los periódicos. Hemos hablado del tema cantidad de veces. Lo último, el asunto del helicóptero en el tejado de G4S. Estoy hablando de transportes de valores, ¿vale? Y ni te puedes imaginar cuánta pasta hay en eso. Cuando pone en los periódicos que han desaparecido cinco millones, el verdadero botín es cinco veces más grande. Pero los bancos y las empresas de transporte de valores no quieren reconocer cuánto pierden en realidad, porque, si no, los robos serían todavía más comunes. Y la gente se cabrearía más aún. Por ejemplo, el robo de Spånga, ¿te acuerdas de aquello?
—Yes
.
—Esos tíos son de Södertälje. Reventaron el furgón blindado con una puta apisonadora. En el periódico ponía que se hicieron con cuatro millones. En realidad se hicieron con veintidós. ¿Te das cuenta? Veintidós millones. Puede que a este Denny Vadúr le queden unos añitos, pero cuando salga se tronchará de risa todo el camino hasta el hoyo en el bosque donde han escondido el
cash
.
—Son unos putos reyes.
—Exactamente, amigo mío. Unos putos reyes. Un solo golpe, y puedes conseguir una independencia económica de por vida. Sin tener que pudrirse en una cafetería. ¿Y sabes cuál es el asunto? ¿El asunto realmente grande?
—No.
—Que yo le salvara la vida a Denny ahí dentro. Unos tipos con un extintor y Denny que estaba solo en la sala de pimpón. Intentaron reventarle la mollera con el extintor, pero el pequeño J-boy se entrometió. ¿Me sigues? Vadúr me debe más de lo que se puede devolver en
cash
. Así que me ha puesto en contacto con el tío de Södertälje que tiene las recetas para los robos de transportes de valores. Puede abrirme la puerta por ahí. Tengo la oportunidad de hacer algo gordo.
Jorge dio una última calada al porro. Las cenizas estuvieron a punto de quemarle los dedos.
De vuelta al presente. Tompa entró, con una hora de retraso. Había llegado el momento de tener otra conversación.
Jorge le preparó un
latte
. Entraron en el despacho.
Era un pequeño cuarto en la parte trasera de la cocina. No tenía ventanas. Dos sillas plegables. Una mesa que era tan mini que apenas cabían dos tazas de café. Un póster en la pared: un puente sobre algún río de Nueva York, envuelto en brumas.
Jorge abrió una silla y se sentó. Tom se sentó. Sorbió su
latte
. Se le quedó un poco de espuma blanca en el labio superior.
—Tom, qué bien que hayas podido venir tan rápido.
—Ningún problema.
—Hemos empezado a mezclar nuestra leche con mierda, ¿lo sabías? —Jorge tenía el rostro serio.
Tom tenía la jeta como el símbolo de
smiley
.
—Ya, seguro.
—¿Por eso no lo bebes, sino que intentas guardarlo todo en el labio?
Jorge soltó una sonrisa socarrona.
Tompa se partía. Relamiéndose la boca concienzudamente.
Jorge fue al grano. Podías ser sincero con Tom Lehtimäki. Era un hombre honesto.
—Mira, quería hablar contigo de un asunto de negocios.
—¿No lo haces todos los días?
—Sí, pero esto no tiene nada que ver con la cafetería. Esto es algo mil veces más grande.
Tom se tomó el último sorbo del café. Esperaba que Jorge continuara.
—Nos han abierto la puerta a Mahmud y a mí a un transporte de valores.
—No me jodas. Ojalá sea algo tan gordo como el robo del helicóptero, pero sin la pasma chupando rueda.
Jorge comenzó a contar. Las ideas básicas, lo poco que el Finlandés le había contado hasta el momento. Más o menos: cuánta gente hacía falta, qué cantidades barajaban, dónde deberían dar el golpe. No dijo nada sobre el Finlandés, pero Tom no era tonto; sabía de sobra que J-boy no se lo había inventado él solito.
—Así que no es moco de pavo —dijo Jorge—. Esto será legendario. Los atracadores del cóptero eran listos, pero no lo suficiente. Nosotros batiremos todos los récords. Según nos dicen, estamos hablando de al menos cuarenta kilos. ¿Te das cuenta? No es un asunto de chiquillos, sabes.
Jorge fijó la mirada en el colega que tenía enfrente.
Tom parpadeó.
J-boy soltó la pregunta.
—Tom, me gustaría saber si estás interesado en participar.
H
ägerström estaba familiarizado con las rutinas de las actividades
under cover
de la policía. Sin embargo, el curso UC que había dado sobre el tema no le había aportado gran cosa. Sucedía lo mismo con todas las actividades policiales; aprendías el trabajo haciéndolo, en el campo.
Torsfjäll bautizó la operación con el nombre de Operación Ariel Ultra. Estaba enfocada al blanqueo, dijo, el blanqueo de dinero del más alto nivel. En cuanto a la parte que le tocaba a Hägerström, se diferenciaría de las actividades UC habituales. Para empezar, se trataba de un periodo de tiempo limitado; la idea no era que se metiera en la piel de un criminal y llevase esa vida durante varios años, ni siquiera que se pusiera en una esquina de la calle y fingiera ser drogadicto durante unas semanas, para después cambiar de esquina unas semanas más tarde. Él asumiría el papel de empleado del Servicio Penitenciario y se pondría en contacto con una persona de los bajos fondos —JW— que, a su vez, con un poco de suerte, le llevaría a la gente que utilizaba los favores de JW. Torsfjäll dijo que nunca antes un policía había asumido el papel de un chapas.
En realidad, era la primera operación de este tipo realizada en Suecia, según el comisario. Era importante que sus colegas profesionales no le vieran trabajando como chapas, podrían preguntarse si hacía horas extras o si estaba majareta sin más. Por ello, a Hägerström le despedirían oficialmente de la policía y lo darían a conocer con una cierta publicidad, a poder ser. Solo una persona de una unidad especial dentro del Servicio Penitenciario estaba al tanto del proyecto, todo para disminuir el riesgo de filtraciones de información secreta. Pero Torsfjäll dijo que los únicos que realmente sabían que el propio Hägerström estaba involucrado en la operación eran su jefe inmediatamente superior en la Unidad Criminal Regional, el intendente superior Leif Hammarskiöld y él mismo.
El hecho de que Hägerström actuara como chapas suponía una ventaja que reduciría el riesgo de sospechas. Habría sido diferente si su misión hubiera consistido en hacerse pasar por un criminal. Pocos criminales confiarían en un exmadero que de repente trataba de actuar como uno de ellos; pero un chapas era algo diferente. Torsfjäll tampoco quería darle otra identidad, era demasiado fácil desenmascararla. Sería suficiente que algún colega viniera a la cárcel y reconociera a Hägerström.
Algunos podrían pensar que era raro que un poli despedido eligiera trabajar en el Servicio Penitenciario, pero, a decir verdad, tampoco es que hubiera muchos otros trabajos potenciales para un exmadero.
No debería haber fisuras.
Torsfjäll y Hägerström se habían visto una vez más después de la reunión de la semana anterior. Hägerström quería saber más antes de decidirse.
Torsfjäll justificó la operación. Las probabilidades de que JW fuera uno de los responsables de un gigantesco sistema de blanqueo de dinero eran altas. Podía haber cientos de suecos involucrados. Desgraciadamente, la policía no sabía más que eso. Al parecer, JW lo manejaba con soltura.
Torsfjäll repasó los preparativos de Hägerström de cara a la misión: qué cosas debería estudiar, qué otro personal trabajaba en la cárcel, cómo había que interpretar el papel, cómo escenificarían el despido. Lo último: había que divulgar la noticia de que Hägerström dejaba la policía con la fuerza suficiente como para que llegara a los oídos de JW.