Una vida de lujo (9 page)

Read Una vida de lujo Online

Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

BOOK: Una vida de lujo
4.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mahmud aparcó justo al lado del Ford aunque había una cantidad ilimitada de plazas alrededor.

Apagó el motor. No dijeron nada. Un microsegundo: la sensación de un poco, un mínimo, de estrés. Un mínimo de dolor de tripa. Como un movimiento ahí dentro.

Jorge abrió la puerta del copiloto. Guiñó un ojo a Mahmud.

—Vamos a darnos un chapuzón, amigo.

Bajaron al lago. La primavera era helada. Jorge llevaba ropa demasiado ligera. Pantalón de chándal y una sudadera con capucha. Por fuera, una fina cazadora roja con el logo de la Fórmula 1 en la espalda y las mangas. Se puso la capucha y la ajustó. Luego se subió el collar de la cazadora, haciendo un tubo alrededor del cuello. Solo se le veían los ojos y la nariz.

La arena estaba dura pero a la vez mojada. Crujía bajo los pies.

Mahmud llevaba una bufanda apretada, enrollada varias veces alrededor del cuello. Parecía el típico tirador de piedras. Señaló el lago con el dedo.

—¿Te puedes creer que hay suequitos que se bañan a estas alturas del año?

Jorge negó con la cabeza.

—Entérate, compañero, nunca se puede entender a
los suecos
. No son de este planeta.

Cien metros más adelante vieron a una persona.

Jorge se dio cuenta: el lugar del encuentro era perfecto. Estaba totalmente protegido de las miradas. Nadie podía verles desde el lago por los árboles. Y las dunas del otro lado eran tan altas que tampoco se les podía ver desde la carretera.

El Finlandés se acercó.

Hoy llevaba gafas de sol, a pesar del tiempo, además de gorro y bufanda.

—¿Dónde habéis aparcado el coche? —preguntó.

—Al lado de un Ford Focus. ¿Es tuyo o qué? —contestó Jorge.

El Finlandés no contestó.

—¿Alguien más entraba en el aparcamiento? —se limitó a decir.

—No. Estaba totalmente vacío, a excepción del Ford.

—Bien. Tenéis que entender que esto es como un castillo de naipes. Se trata de construirlo con esmero, planificar el golpe desde los cimientos, desde el principio. Cada pieza tiene que ser perfecta. Basta con que una carta de la fila de abajo esté mal colocada para que todo se vaya al carajo. ¿Entendéis lo que quiero decir? Basta con perder la concentración por un segundo.

Jorge y Mahmud asintieron con murmullos. Se mantuvieron controlados.

—Todos los golpes se han vuelto más complicados en los últimos años —continuó el Finlandés—. Eso ya lo sabéis. Hace diez años, esto era como entrar en el patio de una guardería y quitarles las palas y los cubitos a los críos. Bastaba con seguir las rutinas de las empresas de transporte de valores una semana y luego una semana más. Después ya conocías perfectamente cómo conducían, dónde conducían y el nivel de seguridad con el que contaba el transporte. Esto ya no es posible. El atraco del helicóptero estaba increíblemente bien planificado. Pese a todo, se fue a la mierda. La pasma ha aprendido.

Hablaron durante un rato. Repasaron a los reclutas de Jorge. Las prioridades de la lista de asuntos pendientes. El Finlandés no soltaba toda la receta de golpe. Lo hacía poco a poco. Iban a tener que recoger la información en los sitios que él decidiera. Menudo maricón.

—El asunto es que hay que hacer las cosas correctas y hacerlas bien —continuó predicando—. Tenéis que hacer las cosas correctas y tenéis que hacerlas de la manera correcta.

El tío habló de rutinas. Nunca hablar del golpe por teléfono. Nunca llevar el teléfono encendido ni siquiera cuando se hablaba de él. Cambiar de número a menudo. No parlotear con gente de fuera, ni siquiera tías, colegas, putas.

—¿Podemos conocer al tío de dentro? —preguntó Jorge.

—Por supuesto que no —contestó el Finlandés—. Así no funcionan las cosas en este negocio.

Jorge pensó: el Finlandés era un hijo de puta con actitud. Vale que el tío tenía un computador metido dentro. Tenía ideas. Pero ¿quién asumiría todos los riesgos? ¿Quién haría el trabajo sucio?

En la mollera de J-boy: una idea clara y nítida. El inicio de un pensamiento propio. Un plan propio. Procuraría cobrar más de la cuenta por este trabajo. Este ATV iba a tener que beneficiarle más a él que al Finlandés.

Tenía la intención de pillar más por su cuenta. Clavársela al Finlandés.

De alguna manera.

Capítulo 8

T
orsfjäll había enviado a Hägerström para recoger información privilegiada de un exmatón serbio. Lo habían mencionado antes, Mrado Slovovic. Condenado a catorce años de prisión por una de las operaciones de contrabando de cocaína más grandes de la primera década del siglo.

Mrado quería que borrasen sus datos de ADN y sus huellas dactilares de los registros cuando saliera de la cárcel. Quería cincuenta mil en
cash
en coronas suecas, diez mil euros en una cuenta del banco Beogradska Banka de Serbia, y la misma cantidad en Universal Savings Bank de Chipre. Quería una casa con jardín propio en las afueras de Čačak. Y quería ciruelos en ese jardín. Por lo visto, a la hija del matón le gustaba la fruta.

Torsfjäll afirmaba que le había prometido la mitad del dinero y la casa con tal de que hablase con Hägerström. No le había prometido ciruelos.

Mrado era valioso. Hägerström habló con él dos veces en la sala de visitas de Hallberga. Le pasó información general sobre la jerarquía y estructura de su exorganización. Soltaba nombres de restaurantes, bares, empresas. Sobre todo soltaba nombres de hombres. Todo giraba en torno al rey, el padre: Radovan Kranjic.

Los yugoslavos no eran como las bandas de los moteros o las de los suburbios. No llevaban colores o chalecos. No tenían motes cutres ni tatuajes.

—Todos los periódicos escriben sobre los unporcientos como si fuera una especie de mafia —dijo Mrado—. Pero mira qué pasa cuando se topan con algo de resistencia.

Bandidos, Ángeles del Infierno, da lo mismo. Hay muchos que no dan el brazo a torcer y entonces se retiran con el rabo entre las piernas.

La unidad de los yugoslavos dependía de lazos más íntimos que aquello. Tenían sentimientos compartidos por Serbia, por el honor y la honra. Hablaban la misma lengua, les gustaban los mismos
slivovits
y
schlag
. Eran amigos cercanos, a veces de la misma familia, o de la familia política, tenían casas en los mismos lugares de veraneo en la costa o en la región de Cacak. Todos respetaban al Sr. R. El
Kum
de todos, como lo expresaba Mrado. El padrino de todos.

El hombre que Mrado odiaba, según parecía. Pero también: el hombre que había convertido a Mrado en lo que él había sido. Y ahora: el hombre a quien alguien acababa de tirotear en un aparcamiento debajo del Globen.

Hägerström y Torsfjäll trataban de descubrir estructuras. Lazos entre las empresas y los verdaderos dueños: los que manejaban la economía por detrás de los nombres registrados de los testaferros. Videoclubes, soláriums, bares: instituciones de blanqueo. La asesoría MB Redovisningskonsult AB se ocupaba del papeleo. Recibieron listas de restaurantes y cafeterías que pagaban «seguros de calle» a los chicos de Radovan. La póliza de las compañías de seguros, en caso de que ocurriese algo, era más alta de lo que exigían los yugoslavos a cambio de su protección, así que la mayoría optaba por la variante de la calle. Algunas bandas nuevas habían empezado a competir con ellos, pero se les reventaría en breve. Las actividades de los yugoslavos eran amplias. Las tiendas de contrabando que compraban tabaco de Rusia, los hosteleros que metían vodka casero en botellas de Absolut Vodka, el servicio de guardarropa de los mismos bares, que no querían declarar sus ingresos. Potentados que necesitaban protección cuando venían a Suecia para hacer negocios medio serios, ejecutivos de empresas y líderes sindicales que querían mujeres en sus eventos de representación. Y más cosas: un montón de empresarios de la zona gris que estaban metidos de alguna manera u otra. Que necesitaban ayuda con la recaudación cuando fallaba Intrum Justitia. Cuando golpeaba la crisis financiera. Que necesitaban protección cuando habían engañado a algún cliente gruñón.

Mucho de lo que Mrado contaba eran cosas conocidas; después de todo, llevaba cinco años entre rejas. Y en cuanto a JW, no podía ofrecer gran cosa. Mrado no había visto al chaval en todo ese tiempo. Pero dijo que había seguido los movimientos del mocoso.

Según Mrado, el tipo era un genio de la economía que hubiera podido llegar muy lejos en el mundo legal. Pero la había cagado.

Eran las once y diez. Martin Hägerström abrió la puerta con llave. Miró el felpudo a través de la reja de la puerta. Era una creación de Liz Alpert Fay y solo existía un ejemplar: este.

Sobre el felpudo de Alpert Fay había tres sobres y una revista metida en una funda de plástico.

Abrió la reja, chirriaba.

Le gustaba su piso de la calle Banérgatan.

Se quitó los zapatos.

Echó la cazadora sobre el taburete que estaba junto a la pared y se puso unas zapatillas de terciopelo; se negaba a andar descalzo por la casa. Cuando le habían dado su primer piso, hacía ya casi veinte años, su padre había venido de visita y había dicho: «En todos los vestíbulos tiene que haber un taburete».

Después sacó un taburete de madera de la marca Svenskt Tenn, con cojín de tela de Josef Frank. Era de un diseño clásico y seguía en el vestíbulo de Hägerström.

La idea era que los invitados —y también el que vivía en el piso, claro— pudieran tener una oportunidad de sentarse cuando se quitaban y se ponían los zapatos. Nadie iba a tener que doblarse de una manera poco digna solo porque quería ponerse unas zapatillas de estar en casa. Un taburete simplificaba la función más importante del vestíbulo, según su padre. Pero Hägerström nunca se sentaba en él; en lugar de eso, era el lugar donde dejaba sus jerséis, guantes, bolsos y cazadoras. Así que su padre había tenido algo de razón: sí que simplificaba la vida del vestíbulo, pero no según el plan de su padre.

En la pared colgaba una fotografía de un metro cuadrado de un concierto de David Bowie, adquirida el año anterior en Sotheby’s. Milwaukee Arena, 1974. Bowie sujetaba el micrófono con una fuerza casi exagerada. La otra mano estaba cerrada en un puño duro. Tenía una pinta guay.

En el suelo de la entrada había una alfombra
kilim
. En las paredes, unos apliques de cristal heredados. Le gustaba su propia mezcla de cosas nuevas y antiguas. Hägerström llevaba mucho tiempo interesándose por la decoración de interiores. No era algo a lo que se había enganchado desde que la era de Martin Timell
[13]
había conquistado los hogares del populacho sueco. Entusiastas de bricomanía, decoradores impostores y especialistas de diseño habían invadido todos los canales sin informar a la gente de qué era el buen gusto. Todos pensaban que se trataba del mismo diseño escandinavo cansino: sillas de Myran, Superelipses y AJ Pendlar. El nerviosismo de la gente se notaba en que todo el mundo pensaba que todo debía tener la misma pinta.

Se sentó en la cocina para repasar la correspondencia. En la mesa auxiliar había un jarrón con flores. Era una de las tareas de la señora de la limpieza: procurar que nunca faltasen flores en casa. Encima de la mesa había un retrato del conde Gustaf Cronhielm af Hakunge. El cuadro tenía más de cien años y se veían pequeñas grietas en la pintura a la luz del foco que iluminaba el cuadro desde la parte superior del marco.

Abrió las cartas con el dedo. Una factura de la luz. Una factura del abogado. Si no hubiera sido por el dinero que había heredado, no habría podido hacer frente a las tarifas del abogado ni con todo el sueldo de policía.

La puerta de la habitación de Pravat estaba abierta, siempre la dejaba así; quería ver los juguetes y la cama del chaval.

La última carta era una especie de envío publicitario de alguna lotería. Bobadas.

Cogió la revista.
Vanity Fair
. La hojeó sin prestar mucha atención.

El reloj del microondas marcaba las once y media. Un día largo en el trabajo. Tal vez trabajaba quince horas al día para olvidar. Diluir la ansiedad que sentía por no poder pasar más tiempo con Pravat. Seguir con su vida sin tener que verse demasiado afligido.

Había cenado en el Korvspecialisten de Östermalm, en la calle Nybrogatan. Bruno era el nombre del viejo alemán que tenía más de treinta tipos de salchichas diferentes en una superficie de menos de seis metros cuadrados. Kabanoss húngara, Zwiebelwurst alemana, merguez tunecina, chorizo argentino, dime-qué-quieres-y-Bruno-se-ocupa. Y la mejor de todas: Zigeunerwurst, la salchicha cíngara. Hägerström pidió dos con pan. Caminó a casa a través del día gris. Masticaba cada bocado con placer.

Su madre, Lottie, trataba de bromear sobre el divorcio. Decía: «Anna venía de Norrland. Y en Norrland todo el mundo tiene un apellido que termina con -
ström
,
[14]
así que sería por eso por lo que ella pensaba que teníais que estar juntos».

Pero por esta regla de tres, hoy en día mamá también estaría como en su casa allí arriba. Después de todo, llevaba más tiempo con el apellido Hägerström que él. En realidad, la cuestión era que le costaba aceptar que hubiera adquirido un apellido tan vulgar. De soltera, su apellido había sido Cronhielm af Hakunge —el conde Gustaf que colgaba de la pared era su abuelo—. Mamá era de una familia de aristócratas, pero según las reglas de la nobleza sus hijos perdían ese privilegio. Tenía que aceptar el destino de ver cómo ellos pertenecerían a las clases más bajas para siempre. A excepción de Tin-Tin, claro: ella recuperaría el nivel apropiado cuando se casara.

El padre de su madre era de la Finca Idingstad en las afueras de Linköping, pero se había ido a vivir a Estocolmo en los años treinta. La propia Lottie había nacido en la calle Narvavägen. Se había movido entre tres direcciones en toda su vida: la casa de sus padres, el primer piso de ella y papá en la calle Kommendörsgatan, y ahora el piso actual de la calle Ulrikagatan. Una vida entera en menos de quinientos metros cuadrados. Así que la calle Kommendörsgatan era lo más cerca que había estado de Norrland nunca.

Hägerström pensó en lo que Mrado le había contado.

Para un hombre como Mrado era malo, jodido, asqueroso, tener que pasar catorce años en la cárcel, pero no era algo de lo que tendría que avergonzarse. No era una cosa con la que no hubiera contado. Una vuelta por el trullo era una posibilidad real para toda la gente de su mundo, aunque quizá no tanto tiempo. Pero para JW se le habría caído el mundo encima. O, mejor dicho, los dos mundos.

Other books

Twelve by Nick McDonell
The Temporary Gentleman by Sebastian Barry
Snakehead by Peter May
Castaways by Cheyenne McCray
Illusive by Emily Lloyd-Jones
A Single Stone by Meg McKinlay
Pincher Martin by William Golding
Cruelest Month by Aaron Stander