Por un lado, el mundo normal sueco del que venía. Su madre no lo podía comprender. Sus viejos amigos del instituto de Robertsfors allá arriba se quedaron estupefactos. Su padre no le podía perdonar.
Por otro lado, su nuevo mundo, la clase alta. Ninguno de sus amigos lo había visitado durante esos años, según el Servicio Penitenciario. Ninguno de los que él se había esforzado en imitar le había enviado ni siquiera una carta. Nadie. Eso sí que era una verdadera amistad. Sin embargo, era cierto que el Servicio Penitenciario no podía saber quiénes le habían llamado a lo largo de los últimos años. Estas cosas no quedaban registradas.
A Hägerström no le gustaba cuando Mrado usaba la expresión «clase alta». Sabía qué tipo de expresión era; los que querían clasificar Suecia y señalar, por ejemplo, a su familia como algo diferente la utilizaban. Y además, Anna solía usarla cuando no le quedaban más argumentos contra él.
Pero no era algo que le molestara demasiado. Era
verdad
que su familia era diferente. Al menos, un poco.
Mrado le había contado que JW había mostrado síntomas de apatía en los primeros meses tras la sentencia. Pero luego se había recuperado poco a poco. Y, evidentemente, lo había hecho con un plan. Aceptaba su destino. Comenzaba a conocer a gente. A hacer nuevos contactos. Era indudable que JW había conseguido esconder algo de dinero que podía controlar desde el trullo. Comenzó a prestar pequeñas cantidades a gente. Obtuvo permiso del Servicio Penitenciario para estudiar a distancia, pero solo sobre el papel. Según Mrado, en realidad, dedicaba su tiempo a administrar su propio dinero y a averiguar maneras inteligentes de ayudar a otros con la misma necesidad.
Mrado conocía a gente que había recibido ayuda del tío. Dinero de atracos, dinero de droga, dinero de putas, dinero de la extorsión: todo se podía blanquear con tal de que fueras un poco meticuloso y paciente.
Pero Mrado se negó a dar nombres. Fue un revés.
Torsfjäll dijo que él mismo habría podido imaginar más o menos lo que Mrado había contado. Estaba claro que JW ayudaba a la gente con el blanqueo. La pregunta era: ¿qué envergadura tenían sus operaciones? ¿Cómo recibía y sacaba la información? Y, sobre todo, ¿quiénes eran los clientes?
Torsfjäll también estaba al tanto de otro detalle. JW tenía una historia secreta. Un enigma trágico unos años antes de recibir su sentencia. Camilla Westlund, su hermana, había estado en Estocolmo. Rozándose con la gente equivocada. Paseándose por los sitios equivocados. Y algo había ido mal. La hermana de JW desapareció y nadie parecía saber qué le había ocurrido, pero todo el mundo sabía que era algo malo. JW había tratado de dar con ella, investigando y buscando.
Torsfjäll no sabía qué era lo que había descubierto. Pero era algo.
Hägerström miraba la revista
Vanity Fair
. Trataba de resumir la información. Tenía que comprender a JW. Tenía que conocer a aquel hombre desde la distancia. Entenderlo. Meterse bajo su piel, como un psicólogo.
Abrió el ordenador. La melodía de Apple cuando arrancaba. En realidad, debería irse a la cama, ya había terminado de pensar por esta noche. Pero antes tenía que hacer una cosa.
Un rato después: una veintena de imágenes que había encontrado en diferentes páginas web salieron en la pantalla. Diferentes ángulos: desde arriba, desde un lado, desde abajo. Posturas incómodas. Luz fría. Imágenes indiscretas que irradiaban frustración.
Saltaba entre las imágenes. Se acercaba con el zum. Se alejaba.
A veces le parecía que el conde Gustaf le miraba desde la pared.
Quince minutos más tarde estaba en la cama. La polla seca. Los dientes lavados. La habitación sumida en oscuridad. No pensaba en nada. Tenía los ojos cerrados.
Tenía que dejar de vivir de esta manera.
Su padre estaba muerto.
Anna y Pravat ya no vivían aquí.
Su vida necesitaba un
boost
.
* * *
Policía despedido por agresión
Un policía de Estocolmo ha sido despedido por el órgano disciplinario de la Junta Policial Nacional tras acusaciones de agresión. Es el quinto policía despedido en lo que va de año.
La decisión del órgano disciplinario de despedir al policía no fue unánime. Tres de los miembros del órgano querían sobreseer la causa.
El hombre, que trabajaba como inspector criminal, estaba fuera de servicio cuando acudió a un quiosco de perritos calientes en la calle Nybrogatan de Estocolmo. Afirma que presenció cómo otros dos clientes del establecimiento molestaban a una joven en el lugar. Después de haber avisado al otro cliente repetidas veces, el policía le golpeó en la cara con el puño, con tal fuerza que cayó al suelo.
Pero el cliente y su amigo dan otra versión. «Este hombre me pegó sin ningún tipo de provocación y no tengo ni idea de por qué lo hizo. Es inaceptable que los policías hagan este tipo de cosas en su tiempo libre. Además, estaba borracho».
Los testigos que han hablado con TT
[15]
confirman la versión del cliente.
TT
A
lmohadas empapadas, sábanas arrugadas. La habitación estaba fría, a pesar de que su madre había subido el termostato a veintitrés grados. Todo el tiempo: pensamientos estáticos, duelo cíclico, recuerdos inquietos.
Natalie no se movió de casa. No la
dejaban
moverse de casa. Pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina, a veces hablaba con Viktor por teléfono y veía cortos en YouTube para tratar de olvidar. Sobre todo estaba tumbada en la cama, contemplando la estructura del techo.
Tomaba una taza de té por la mañana y trataba de comer un huevo frito a la hora de comer. Eso era todo. Su madre insistía en que tenía que tomar algo más; hacía ensaladas y pedía productos dietéticos por teléfono. Pero Natalie no lo aguantaba, una rápida mirada a los tomates bastaba para que le entraran ganas de vomitar el huevo frito del almuerzo.
Por las noches veía la misma escena una y otra vez. El aparcamiento subterráneo: el charco de sangre que crecía bajo su padre. Los movimientos a su alrededor. Gente que se tiraba al suelo, corría hacia las salidas, se agachaba detrás de coches grandes. Podía oír los gritos y los aullidos. Stefanovic que gritaba órdenes en serbio. Göran que rugía. Después de unos segundos, todo se calmó a su alrededor. Sabía cómo se llamaba el fenómeno: el ojo del huracán.
Göran la metió a empujones en un coche. La aplastó contra el suelo del asiento trasero.
Natalie quería salir. Göran la sujetaba.
—No, Natalie. Puede haber más disparos ahí fuera. Tienes que quedarte. Por tu padre.
Ella chillaba. Gritaba.
—¿Está vivo? ¿Göran? Contesta.
Pero Göran no podía contestar. Se limitaba a sujetarla. Agarrándola fuerte alrededor del torso y los brazos. Ella trataba de mirarle a los ojos. Los vio. Estaban abiertos de par en par. Mirando fijamente. Tensos. Y ahora, en retrospectiva, sabía que había notado algo más: los brazos y las manos de Göran habían temblado. Como si estuviera tiritando.
Esperaron. Un minuto. Tal vez dos minutos. Natalie se levantó. Consiguió mirar por la ventanilla de la puerta del coche.
Stefanovic estaba de rodillas junto a su padre. Parecía que estaba tratando de comprobar algo. Se agachaba. Las lesiones. Las manos ensangrentadas. Su padre estaba quieto como un muñeco.
Dos minutos.
El tiempo era lo único que tenían. ¿Por qué estaba parado justo ahora? ¿Por qué no venía nadie a ayudar?
Se echó hacia la puerta del coche otra vez. Los brazos de Göran ya eran más firmes. Ella luchó por salir. Él la volvió a agarrar.
Tenía que salir a verlo.
Al final entró una ambulancia.
Dos enfermeros salieron y comenzaron a trabajar. Pusieron a su padre en una camilla.
Göran aflojó los brazos. Natalie abrió la puerta de golpe y salió corriendo. Su padre estaba en la camilla. Una manta naranja sobre el cuerpo. La cara ilesa. Parecía limpia. Quieta.
Levantó la manta. Sangre por todas partes. Buscó su mano. Göran estaba justo detrás, con la mano puesta en su hombro.
Ella se inclinó hacia delante. La corta barba de su padre contra su mejilla. Escuchaba. Oía su respiración. Débil. Sibilante. Irregular.
Estaba vivo.
Su padre estaba vivo.
Ahora le habían dicho que estaba en un hospital en algún lugar de Estocolmo. Ella y su madre no podían verlo. Stefanovic dijo que el o los que iban a por Radovan podrían estar vigilándoles a ellas también. Así que lo mejor sería que ni supieran dónde estaba. Stefanovic mencionaba las mismas palabras todo el tiempo: una situación delicada, una nueva época para la organización, competición agresiva. Pero no dio detalles, nunca elaboró más. Su madre no hacía más que asentir y asentir con la cabeza, parecía aceptarlo todo. Y Natalie no tenía fuerzas para tratar de contestar a la pregunta más obvia: ¿qué estaba pasando?
Según Stefanovic, una bala se había clavado en el chaleco antibalas. Gracias a Dios, lo había llevado puesto. La segunda bala le había atravesado el muslo. La tercera le había jodido la rodilla; no la había reventado por completo, pero era suficiente para provocar una cojera de algunas semanas. La cuarta bala era la peor; le había dado en el hombro, justo en la juntura entre la parte del pecho que estaba protegida por el chaleco y la parte exterior que no llevaba protección. Se habían destruido ligamentos, músculos y nervios. El médico no sabía cuánto tiempo tardaría en recuperar los movimientos del brazo. Pero Stefanovic dijo que el doctor prometía que se pondría bueno.
Estaba sentada en su cama con su iPhone. Echando un vistazo a alguna aplicación de noticias.
Apoyaba la espalda en unos pequeños cojines que normalmente estaban en la butaca. Llevaba su pijama rosa de veludillo de Juicy Couture. Hoy pasaba de meterse en el Face. No quería verse obligada a chatear con amigas que en realidad nunca había querido tener. No quería ver todas las actualizaciones de cada uno; pequeños blogs falsos con solo un propósito: colgar una pequeña vida feliz, agradable, asquerosa. No quería ver más fotos subidas de las fiestas de Lollo y Tove, de la última salida o de las cenas de chicas. Quería evitar todos los pringados diálogos del muro.
Pero por otro lado: la preocupación ya comenzaba a transformarse en otra cosa, pensamientos que le estaban ardiendo dentro de la cabeza. Fuera quien fuese el que había disparado a su padre, tenían que encontrarlo. Fuera quien fuese, había que castigarlo. A Natalie solo se le ocurría una palabra al pensar en los disparos. Venganza.
Su madre parecía estar como en trance. Estaba estresada, decía que había que organizar muchas cosas. Natalie se estaba preguntando si su madre no sentía lo mismo que ella.
Stefanovic había estado allí. Durante el día daba órdenes a los albañiles que instalaban nuevas alarmas, cambiaban los cristales normales de las ventanas por materiales más resistentes, colocaban nuevas verjas detrás de las puertas que daban a la calle y montaban nuevas y más numerosas cámaras en el camino de entrada, el garaje, en cada fachada bajo el tejado, encima de la puerta principal y de la puerta trasera. Incluso habían montado cámaras en pequeños postes que sobresalían del césped. Después, Stefanovic había inspeccionado las obras de los últimos días. Él instaló personalmente unas cuantas cajitas de alarma en cada habitación; como pequeños mandos a distancia para la seguridad. Echó un vistazo a los detectores de movimiento del techo, que se podían activar incluso cuando Natalie y su madre estaban en casa. Inspeccionó los pequeños imanes de las ventanas, las sirenas de fuera y dentro con conexión directa a diferentes empresas de seguridad. Y a sí mismo. No se podía fiar de la policía en este país de demócratas suecos.
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En resumidas cuentas: Stefanovic estaba por todas partes, todo el tiempo. Siempre dedicándose a alguna tarea importante.
Incluso dormía en la oficina; es decir, en el despacho de su padre. Una cama plegable y una bolsa de ropa y otras cosas era lo único que había traído. Para cubrir todas las eventualidades, como decía él.
La idea era que se sintieran seguras. Pero después de unos días habían llegado otros albañiles que habían empezado a construir una habitación. Lo que antes había sido una bodega se partió en dos con un tabique que llevaba un marco de metal; colocaron grandes vigas tanto en el techo como a lo largo de las paredes. Pusieron nuevos conductos de agua, hicieron una instalación eléctrica y pusieron estructuras de seguridad, colocaron paneles de metal en las paredes y en el suelo.
—Es una habitación de seguridad —explicó Stefanovic a Natalie y a su madre—, una habitación del pánico. Hemos reforzado las ventanas y las puertas exteriores de toda la casa para que la ayuda llegue a tiempo. Pero si alguien quiere hacernos daño de verdad, si las ventanas no aguantan, entonces tenéis que entrar en esta nueva habitación. Aguanta mucho, es mejor que un blindado.
El hecho de que construyeran una habitación del pánico en su casa era enfermizo en sí. Pero también había otra cosa: había dicho «hacernos daño», como si él fuera parte de la familia. Como si hubiera entrado a ocupar el puesto de su padre.
Al cabo de unos días, Stefanovic se marchó y un tío que se llamaba Patrik vino a vivir con ellas. Natalie lo había visto algunas veces. Patrik no era serbio, sino ultravikingo, parecía un
hooligan
multiplicado por dos: tatuajes descoloridos con motivos de vikingos y runas que subían por el cuello y el cogote. Patrik llevaba sudaderas en las que ponía Hackett y Fred Perry, zapatillas de deporte Adidas, chinos y el pelo peinado hacia un lado.
En circunstancias normales: Natalie no se habría fiado de semejante hijo de puta racista ni por un segundo. Pero Patrik había trabajado en una empresa de su padre y había ido a la cárcel por él. Ella incluso había acompañado a su padre a la fiesta para celebrar la salida de la cárcel del tipo hacía tres años.
Stefanovic dijo que Patrik viviría en su casa de manera más permanente de lo que él había hecho. Entró a vivir en la habitación de los invitados, en lugar de la oficina. Metieron un armario en condiciones, donde Patrik colgó sus jerséis de pico, y un armario de armas cerrado con llave. Puso una banderita en la ventana: el escudo del AIK
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en un lado, y la imagen de una rata, vestida con la camiseta del AIK, en el otro.