Se desenredó de Babak.
Más adentro, al lado del escenario, vio a los primos y los familiares. Racimos de pequeñas copias babakianas con pelusa en el labio superior. Para ellos, poder estar en la misma fiesta que la mitad de Bandidos MC Stockholm sería como un pedazo de fiesta de famosos.
Un tío comenzó a acercarse a Jorge. La silueta: como la de un mono. Hombros exageradamente anchos, brazos que colgaban hasta la mitad de los muslos. El tío: hinchado a anabolizantes, pero parecía que se había olvidado de las piernas, sobresalían por debajo como dos tubos para coca.
Era Peppe. Un colega del trullo de Österåker.
Jorge no lo había visto desde entonces.
Peppe llevaba chaleco. En la parte izquierda del pecho: la palabra
Prospect
. Evidentemente, se estaba convirtiendo en un peso pesado.
—¡Qué pasa,
brushan
!
Se abrazaron. Jorge tuvo cuidado de no tocar el chaleco. Era innecesario joder las reglas de los unporcientos.
—¿Y cómo te va,
brushan
? ¿Ya mojas algo? —preguntó Peppe.
El tío debía de ser racista hasta la médula, pero aun así su sueco del programa del millón era auténtico. Jorge se tronchó. El tío tenía el mismo humor que antes.
—Ocurre,
brushan
, ocurre —contestó Jorge, pronunciando la palabra
brorsan
[3]
de la misma manera que Peppe. Luego dijo—: Ya veo que te has hecho con un chaleco.
—Ni te puedes imaginar lo que mojo con él. Es la hostia.
—¿Con el chaleco puesto?
Peppe puso cara de póquer.
Jorge iba a decir algo. Se detuvo. Echó un vistazo a Peppe. El tío, con la mirada fija.
—No tolero bromas sobre él —dijo, finalmente.
A Jorge se la sudaba todo el asunto. Algunos tipos se tomaban sus colores demasiado en serio.
Pero después de diez segundos Peppe volvió a sonreír.
—El cuero en la piltra no me va. ¿Pero has probado con esposas? Es muy bonito, te lo digo en serio.
Se partieron juntos.
El colega de Bandidos cambió de asunto, siguió parloteando. Ingeniosas ideas para el negocio de la construcción. Fraudes fiscales, facturas falsas, salarios negros. Jorge asentía con la cabeza. Era interesante. Era importante. Incluso estaba pensando en pedirle ayuda a Peppe con el tema de los yugoslavos. Al mismo tiempo, conocía la regla: todo el mundo debe ocuparse de su propia mierda.
Y todo el tiempo: no podía dejar de pensar en el día de mañana.
Mañana.
Jorge se tomó lo que le quedaba de la copa de champán.
Al día siguiente. Sensación abolsada bajo los ojos. Dolor de día-después en la mollera. El aliento como un chorizo de mierda untado en alcohol de quemar. Aun así: una especie de relajación. Con su mejor amigo, Mahmud. Camino de Södertälje. Camino de lo que podría ser la reunión más importante de la vida de J-boy.
Eran las dos y media.
Él y el árabe en el coche de los dos. O en realidad: la propietaria del coche era la empresa de la cafetería. Una de las pocas ventajas: se podían comprar tantas historias a través de la empresa. Móviles, ordenadores, DVD, televisores con 3D y WiFi y Full LED. Cualquier cosa más o menos, o eso al menos opinaban ellos. Hacienda no estaba de acuerdo, eso habían podido comprobarlo.
A lo que iban: a algo grande. El asunto mayúsculo en la capa más selecta del mundo bandido. Las sagas de éxito abundaban en el cemento: el golpe de Hallunda, el de Arlanda, el robo del helicóptero. Y todo el mundo sabía que no eran muchos los que dominaban la planificación, que solo unos pocos tenían las recetas. Pero Jorge había conseguido una puerta de entrada.
Y era a uno de ellos al que iban a ver ahora. Uno que sabía cómo había que manejar las cosas. Un cerebrito.
Había empezado a llover, el invierno estaba empezando a ceder el control.
Mahmud apagó la calefacción de su asiento.
—Se me cuecen las pelotas. Te puedes quedar estéril, ¿sabes?
—¿Qué pasa, tenías previsto ser padre o qué? ¿A quién vas a embarazar? ¿A Beatrice?
Mahmud giró la cabeza.
—A Beatrice se le da bien vender
latte
, pero seguro que será una madre inútil.
—Tampoco se le da bien vender
latte
, joder. Deberíamos contratar a otra.
—Vale, pero que no esté demasiado buena, lo paso muy mal.
Dejarón atrás Ikea en el lado izquierdo de la carretera. Jorge pensó en su hermana. A Paola le encantaba Ikea. Estaba tratando de decorar su casa. Atornillar y colocar estanterías con instrucciones que tardabas cien años en comprender, clavar marcos con pósteres en las paredes de enlucido en las que los ganchos siempre se soltaban al cabo de unas horas. Construir una vida. Adaptarse. Pero ¿adónde creía que le llevaría todo eso? No se convertiría en sueca solo por tratar de ser vikinga.
Era inocente. Aunque Jorge la quería a ella y a Jorgito más de lo recomendable.
Mahmud parloteaba sobre la fiesta de Babak de la noche anterior. Cuál de las estríperes estaba más buena. Quién de Robert y Tom había conseguido puntuar. Quién de Babak y Peppe levantaba más pasta. Jorge no tenía ganas de escucharlo; demasiada idolatría hacia el iraní.
Fuera de la ventanilla: la estación del tren de cercanías de Tumba. Sobre la carretera colgaba una señal: Alby.
Mahmud le miró de nuevo.
—Mis
hoods
[4]
están por ahí. Eso lo sabes, ¿no?
—¿Estás de guasa o qué? Si llevas la palabra Alby y la línea roja tatuadas por todo el cuerpo. Claro que lo sé.
—Y ahora vamos a Södertälje, eso también casi cuenta como mis
hoods
.
—¿Y? Has estado allí antes.
—¿Qué pasa si conozco a ese tío al que vamos a ver?
—No creo que lo conozcas. Denny lo llama el Finlandés. ¿No conocerás a más Finlandeses aparte de Tompa Lehtimäki?
—Vale, pero puede que no sea finlandés. Puede que sea de los barrios del sur. Ya sabes, hubo un follón de la hostia hace unos años. La guerra de bandas contra Eddie Ljublic y su gente. Así que si el Finlandés es de aquí, es posible que estuviera metido en aquello. Y si es así, hay una posibilidad del cincuenta por ciento de que estuviera en el lado equivocado. Que estuviera en el lado de los maricas.
—¿Como que cincuenta por ciento? El riesgo es mucho menor.
—Sí pero no. O estaba con los maricones o no lo estaba. Hay dos alternativas. Una cosa o la otra, eso es cincuenta-cincuenta. Así que creo que se puede decir que es del cincuenta por ciento.
Jorge sonrió.
—Eres un personaje.
Al mismo tiempo: las preguntas se le amontonaban en la cabeza. ¿A quién iban a ver, en realidad? ¿Cómo podían saber que no era un infiltrado de la policía? ¿Iba a haber negocio con él? Y si no, ¿qué iban a hacer con Hacienda y los yugoslavos? El estado sueco y el estado de los yugoslavos estaban a punto de reventar la cafetería.
El aire caliente del coche chorreaba ruido. Los limpiaparabrisas chirriaban.
Quizá: camino del asunto más gordo de toda su vida.
Quizá: camino de una nueva vida.
Veinte minutos después. Södertälje. La ciudad satélite a la que ellos se turnaban para ir cada dos mañanas. El sitio donde la gente de extrema izquierda quemaba tiendas de alimentación, donde los chicos de Ronna abrían fuego a la comisaría con rifles automáticos, donde el X-team estaba en guerra contra la hermandad siria y las panaderías industriales hacían el
ciabatta
más jugoso al norte de Italia. La ciudad desde la cual Suryoyo TV y Suryoyo Sat emitían programas de televisión por todo el mundo, el lugar que en realidad se llamaba la Pequeña Bagdad.
Södertälje: el sitio en el que se decía que se planificaban más de la mitad de todos los robos a furgones blindados en Suecia.
Aparcaron en un parking cubierto detrás de la calle peatonal del centro.
Mahmud sacó un dispositivo antirrobo para el volante.
—¿Qué haces? —preguntó Jorge.
—Ya sabes, esto es Södertälje, de cada dos niños que nacen, uno es jugador de fútbol profesional y el otro, ladrón de coches.
—Venimos aquí todos los días, tío.
—Ya, pero justo aquí no. No al centro.
Jorge soltó otra sonrisa socarrona.
—Creo que estás un pelín majareta. Estamos en un parking.
Salieron del coche. Caminaron hasta la calle Storgatan. El tiempo seguía aburrido.
Alrededor: sobre todo pensionistas, adolescentes y señores con bigote que estaban tomando cafés en las cafeterías.
Mahmud señaló a los ancianos.
—Esta es justo la pinta que tiene mi viejo. ¿A que sí?
Jorge asintió con la cabeza. Sabía: si Mahmud arrancaba en serio, podía pasar horas parloteando sobre cómo la Suecia vikinga había traicionado a su padre. Cómo Beshar primero no había encontrado trabajo, cómo había vivido de los servicios sociales para después encontrar curro, un curro que le había jodido la espalda hasta tal punto que tuvieron que darle una baja médica de por vida. Y su colega tenía razón, pero Jorge no tenía ganas de escuchar.
Abandonaron la calle Storgatan por una calle perpendicular.
Sonó el móvil de Jorge.
Paola.
—Soy yo. ¿Qué haces?
Jorge pensó: «¿Le digo la verdad?».
—Estoy en Södertälje —dijo.
—¿En alguna panadería?
Paola: J-boy la quería. Aun así, no tenía fuerzas.
—Sí, claro, dónde voy a estar. Hablamos luego, estoy con las manos llenas de magdalenas —dijo.
Colgaron.
Mahmud lo miró de reojo.
El sitio al que iban, un poco más adelante: la pizzería de Gabbes.
Sonó el tintineo de una campanilla cuando abrieron la puerta. Una pizzería de barrio chungo de principio a fin. Una pared de ladrillo crudo; en la otra pared, un cartel descolorido: «Novedad, pizza taco mejicana». Jorge pensó: «Meganovedad, esa publicidad llevará allí desde los noventa o algo así».
En las mesas había viejas revistas para señoras y suplementos de
Aftonbladet
.
Eran las cuatro. La pizzería estaba vacía.
Un tipo salió de la cocina. Delantal manchado de harina, camiseta con letras rojas: «Gabbes lo hace mejor». Alrededor del cuello colgaban dos gruesas cadenas de oro.
Jorge guiñó un ojo al pizzero.
—Vadúr me ha enviado.
El tío los miró fijamente. Mahmud se movió nerviosamente detrás de Jorge. El pizzero volvió a entrar en la habitación detrás del mostrador. Habló con alguien en voz baja, o quizá por teléfono. Volvió a salir. Asintió con la cabeza.
Salieron por la parte trasera. Un Opel negro. Jorge echó un rápido vistazo al coche.
El asiento del copiloto y el asiento trasero estaban llenos de cartones de pizza. El tipo de las pizzas se puso al volante. Jorge y Mahmud tuvieron que sentarse entre los cartones del asiento trasero. Salieron del centro. Pasaron el centro comercial, el juzgado, los aparcamientos. En las afueras de la ciudad: los bloques del proyecto del millón se extendieron como cadenas montañosas, tan parecidas a su propio territorio.
Hasta el momento, el pizzero no les había dicho ni una sola palabra.
Mahmud se inclinó hacia Jorge, susurrándole al oído:
—Este tío corre el riesgo de morir ahogado, con todo el peso que lleva.
—¿Y eso? —le contestó Jorge, susurrando.
—Todo ese oro que lleva alrededor del cuello tiene que pesar más que una bola de
bowling
. Si el tío no se anda con cuidado la próxima vez que prepare salsa de tomate es muy posible que caiga para abajo y no vuelva a salir.
Jorge estuvo a punto de soltar una risita. Las bromas de Mahmud le relajaban, rompían la tensión un poco. En realidad, no había razón para preocuparse hoy. Si funcionaba, funcionaba, y si no, no.
Salieron del coche junto a una torre.
El pizzero pulsó el botón del ascensor. Esperaron. Las puertas metálicas chirriaron. Inscripciones con firmas de grafiteros, números de teléfono de supuestas putas, tacos en árabe.
Subieron. A Jorge le parecía que la sensación de la tripa era casi como la de los ascensores rápidos. Sexto piso. Salieron. El tío sacó unas llaves. Abrió una puerta. A Jorge le dio tiempo de ver el nombre en el buzón: Eden. Parecía una señal.
El piso tenía pinta de estar deshabitado. No había ropa, no había percheros, no había zapatos ni zapateros. No había alfombras, espejos ni cómodas en el vestíbulo. Solo una bombilla solitaria que colgaba del techo. El pizzero hizo un gesto con las manos: Tengo que cachearos.
Jorge miró a Mahmud. El tío ya no parecía estar de humor para bromas. Ahora simplemente había que
go with the flow
.
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Movimientos rápidos y ligeros: un profesional.
El pizzero hizo otro gesto: Podéis entrar.
Jorge iba primero. Pasos cortos, silenciosos. Un pasillo. Paredes grises. Pobre iluminación. Entraron en una habitación más grande. Había tres sillas colocadas en el medio.
El tío los dejó solos. Otro hombre entró en la habitación.
Llevaba vaqueros negros, una oscura sudadera con capucha y un pasamontañas sobre la cabeza.
—Bienvenidos, sentaos —dijo el hombre.
Las sillas crujieron. Jorge respiró hondo.
La persona hablaba un sueco perfecto.
—Podéis llamarme el Finlandés. Y tú, Jorge Salinas Barrio, pasaste tiempo con mi colega Denny Vadúr. Así que hay razones para confiar en ti. A Vadúr le conozco desde hace tiempo.
—Denny es un tío guay —dijo Jorge.
El otro se quedó callado un rato.
—Sí, es majo —dijo finalmente—. Pero no es guay, eso lo has dicho tú. Habla demasiado. Y metió la pata la última vez. Bueno, ya sabes dónde lo conociste. Quiso ir por libre. Y entonces eso es lo que pasa. Pero conmigo es diferente.
Sonaba como si el Finlandés estuviera comiendo algo, chasqueaba la lengua al final de cada frase.
Jorge esperó a que siguiera.
—Me habéis buscado porque queréis una receta —dijo el Finlandés.
—Así es.
—Y eso no es algo que vayas regalando por ahí sin más. Lo entendéis, ¿no?
—Sí, claro, eso cuesta.
—Eso es, cuesta. Pero no es solo eso. También tiene que haber una sensación adecuada. Tengo que confiar al cien por cien en todos los que estén metidos. Dejadme que lo diga de esta manera: soy un comerciante de la planificación. Vendo una estrategia. Una receta. Pero ninguna estrategia funciona, por buena que sea, si la gente que está metida no da la talla. Es una totalidad. ¿Lo entendéis?