Una vida de lujo (3 page)

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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

BOOK: Una vida de lujo
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Jorge asintió con la cabeza sin decir nada. No estaba seguro de haberlo comprendido todo.

—Vosotros podríais ser las personas adecuadas. Podríais constituir las piezas que conforman la totalidad.

Jorge y Mahmud no se atrevieron a interrumpir.

El tío continuó chasqueando la lengua.

—Quiero que encontréis a cinco chicos de confianza. Y no pueden ser unos idiotas. Luego quiero que me deis una lista con sus nombres y números de identificación. Escrita a mano.

Jorge estaba esperando para ver si iba a haber más. El Finlandés estaba callado.

—No hay problemas, lo conseguiremos —dijo Jorge, al final.

—Y eso no es suficiente. ¿Sabéis qué más se necesita?

Otra vez silencio. Jorge no sabía qué contestar. Todo el asunto: raro. No era como había pensado que iba a ser. Se había esperado un tío como él, quizá unos años más mayor: un chorbo del cemento que había tenido éxito. Uno que se había colocado a sí mismo en la cima. Uno que podía relajarse, dejando que los demás hicieran el trabajo sucio. Pero eso del pasamontañas y la dicción pija; vale que la gente quería esconderse, pero esto se parecía más a una película de Beck
[6]
que a la realidad.

Al mismo tiempo, Jorge lo sabía: era auténtico. Había oído las historias en el trullo, en Sollentuna, de colegas y colegas de colegas: los que poseían las recetas eran serios. Meticulosos. Exageradamente cautelosos.

Mahmud miró a Jorge. Ahora le tocaba decir algo.

—Hacen falta muchas cosas —contestó—. Hace falta una buena planificación. Hace falta una buena organización.

El Finlandés le devolvió la pelota inmediatamente.

—Es cierto. Pero ahora escuchad y aprended. Aquí va mi primer consejo. Ningún golpe a gran escala ha tenido nunca éxito sin contar con una persona que esté dentro. Hace falta un
insider
, esta es la parte fundamental de cada golpe. Alguien que sepa todo sobre el furgón blindado en cuestión y, a poder ser, que tenga acceso a él. Y yo llevo años colocando a ese tipo de gente.

Jorge solo pudo decir una cosa:

—Joder.

—Es una manera de decirlo. La persona que mejor conozco lleva más de siete años en el sector de la vigilancia. Confían en él para cualquier tarea. Así que, si vamos a hacer algo, lo vamos a hacer a lo grande.

En su interior: Jorge no podía dejar de sonreír. Esto era algo muy grande. Esto era el principio del fin del curro como propietario de una cafetería. El principio del fin del pobretón extorsionado. La muerte de las magdalenas.

Vio imágenes en la cabeza. Pasamontañas. Oscuros maletines de dinero. Fajos de billetes de quinientas.

Vio dinero fácil.

Capítulo 2

E
l inspector de investigación criminal Martin Hägerström bajaba por la calle Sturegatan hacia Stureplan. La gente trajeada caminaba hacia sus bancos y bufetes de abogados. Iban adecuadamente vestidos, bien peinados, suficientemente estresados. Algunos iban ligeramente inclinados hacia delante, como si estuvieran cazando algo en la vida y necesitaran estirarse para alcanzarlo. Al mismo tiempo, Hägerström era consciente de que estaba generalizando; conocía personalmente a demasiada gente trajeada como para pensar que sus vidas se reducían solo a una carrera por la pasta. Su hermano Carl, tres años más joven que él, trabajaba a cien metros de allí. Su futuro cuñado trabajaba allí. Muchos de sus viejos amigos andaban por esos barrios.

Sin embargo, la mañana no era un buen momento para pensamientos profundos, así que Hägerström se regaló el derecho a simplificar la existencia.

No resultaba difícil caer en pensamientos oscuros a estas horas del día. Y no era difícil prever qué dos direcciones tomarían estos pensamientos oscuros.

Sólo habían pasado dos meses desde el entierro de su padre, Göran, y siete meses desde que había enfermado.

Y había pasado un año, tres meses y catorce días desde que le habían quitado a Pravat. Contaba cada hora como un reloj atómico. Las imágenes en la cabeza eran tan nítidas como si hubiera ocurrido esa misma mañana. Cómo Anna cerraba la puerta de golpe y salía con Pravat cogido de la mano. Cómo Hägerström se había puesto furioso, pero no había querido que Pravat viera cómo perdía el control. La tranquilidad total de ella.

Con una mirada retrospectiva, la manera tan estructurada con la que ella había actuado casi daba miedo. Él había esperado en el piso durante dos horas, tratando de tranquilizarse. Luego empezó a llamar. Pero ella no contestó, ni volvió. Había telefoneado a la guardería y a su hermana. Había llamado a su amiga de Saltis. Pero no les sacó nada sobre su paradero. De adónde había llevado a Pravat. Más tarde, casi una semana después, consiguió algo de información. Pravat estaba en un piso en Lidingö. Anna lo había alquilado secretamente hacía ya dos meses. Pravat tomaría sus meriendas en Lidingö, dormiría en su camita en Lidingö y, al parecer, ya tenía plaza en una guardería en la Lidingö de los cojones.

Un año, tres meses, catorce días.

Le dijeron que él se lo había buscado. Al principio, él se lo había pedido de rodillas, «Vuelve, vuelve a casa, por favor». Ella pasaba de él. Desconectaba el teléfono cuando llamaba, no contestaba a sus SMS, correos electrónicos o mensajes en Facebook. Pasó otra semana más antes de que le diera la gana contestar. Para entonces, Pravat ya había empezado con los días de adaptación en la nueva guardería.

Empezó la guerra del papeleo. Abogados, reuniones de mediación, documentos del tribunal. Esfuerzos inútiles por tratar de que ella le comprendiera. No puedes separar a un hijo de su padre sin
justificación
. Un niño necesita a sus dos padres. A ella le daba igual;

que había justificación, escribía su abogado. Había gente que no era apta para tener hijos. Gente que nunca debería haber obtenido permiso para adoptar a un niño. Según el abogado, Hägerström había actuado de manera profundamente irresponsable al participar en una misión policial con Pravat en el asiento trasero. Hägerström sabía que se había comportado como un idiota. Pero seguía siendo un buen padre. Y su hijo todavía debería tener derecho a verle más que unos pocos días al mes.

Aparcó en la comisaría de Kungsholmen. Delante de la entrada principal había un montón de motos. Los moteros estaban en mayoría absoluta entre los policías de Estocolmo.

Kronoberg: la sede de la policía de Estocolmo. Un edificio grande; había más pasillos, salas de interrogatorio y espacios para tomar café de los que él había oído hablar siquiera. Saludó con la cabeza al guardia de la entrada principal, al tiempo que deslizaba su tarjeta de identificación por el lector y se acoplaba al movimiento de la puerta giratoria automática para entrar. Su oficina estaba en el quinto piso.

Eran las ocho. Dentro del ascensor se miró en el espejo. Su pelo, peinado hacia un lado, estaba un poco revuelto y tenía la cara pálida. Le parecía que las arrugas de las mejillas se habían extendido un poco solo desde ayer.

Despacho 547: su mundo. Estaba desordenado como siempre, pero para Hägerström había un orden interno que no era visible para los demás. Su excolega Thomas Andrén solía decir que se podría esconder una moto allí dentro y ni los técnicos del SKL
[7]
serían capaces de encontrarla. Quizá había algo de razón en lo que decía. Una moto no, pero sí posiblemente una bicicleta de montaña. Hägerström sonrió en su interior; lo extraño era que en su casa él mantenía un estricto orden alemán.

A lo largo de una de las paredes había una estantería con libros, revistas y, sobre todo, carpetas. Junto a la estantería había carpetas de expedientes amontonadas. El resto del suelo estaba cubierto de investigaciones preliminares, informes de sucesos, protocolos de apropiación, material de información, informes de vigilancia, con o sin bolsillos de plástico. El escritorio estaba sobrecargado de cosas parecidas. Además estaba lleno de tazas de café, botellines de agua Ramlösa medio acabadas y notas post-it. Delante de la pantalla del ordenador había una treintena de bolígrafos amontonados. En medio del caos había una foto enmarcada de Pravat y, junto a ella, otra fotografía que Hägerström había colocado allí poco antes. Era de su padre, con camisa de verano, pantalones de lino y mocasines sin calcetines, tomada hacía diez años en Avesjö.

Los bolis y las fotos eran los pilares sobre los que descansaba su trabajo. Necesitaba sus bolis; los repasos repetidos era su método. Marcar el material, subrayar, indicar con flechas y anotar en el margen. Ir añadiendo una pieza tras otra al puzle.

Y las fotos: estaba pensando en Pravat todo el tiempo. La foto le daba fuerzas. El hecho de que pensara tan poco en su padre le preocupaba. La fotografía tal vez pudiera servir para que lo recordara más a menudo.

Tocaba pausa para el café en la sala de cafés. Hägerström oía las distantes voces de los colegas. Micke contaba chistes sobre maricones como siempre. Isak se reía demasiado alto como siempre. Pensó en lo que solía decir su padre sobre los descansos para el café: «Pausa para tomar, porque se dice tomar en el sector estatal, ¿no? Más que trabajar, lo que hacéis es tomar café, ¿no?».

Su padre había sido un enemigo acérrimo del «sector estatotal», como lo llamaba él. Pero ni siquiera él pensaba que se debería privatizar la policía. Y además, Hägerström estaba convencido de que seguirían tomando las mismas cantidades de café aun en el caso de que algún capitalista de riesgo se hiciera con todo. Eso de tomar café estaba en los genes de los maderos.

Tal vez estuviera más influido por la actitud de su padre de lo que desearía, porque solía saltarse el café. Ya de por sí le costaba llegar a todo con el poco tiempo del que disponía.

Alguien llamó a la puerta.

Cecilia Lennartsdotter metió la cabeza.

—Martin, ¿no vas a venir a tomar café?

Hägerström la miró. Llevaba la funda y la pistola de servicio a pesar de que estuvieran en la comisaría. Además, había enganchado otro cargador en el cinturón. Él se preguntó por centésima vez si Cecilia pensaba que saltaría la alarma de asalto allí, en el quinto piso…, ¿por si a alguno de los secretarios policiales le diera por asaltar el frigorífico?

Siempre había colegas que sobreactuaban. Por otro lado: quizá todos sobreactuaban en este lugar. Lennartsdotter no le caía mal. En realidad, le gustaba.

—Lo siento, hoy no tengo tiempo —dijo.

—¿Como siempre, entonces? Cuando los demás nos lo pasamos bien, tú te aburres.

—Sí, como siempre.

Ella le guiñó un ojo.

Hägerström miró hacia su escritorio de nuevo. Fingió no entender que estaba bromeando.

Las horas pasaban. Hägerström estaba con una investigación preliminar acerca de un grave delito de tráfico de drogas. Anfetaminas transportadas desde Estonia en furgonetas con un suelo añadido soldado. Siete sospechosos que llevaban cinco meses arrestados. Habían sido interrogados un total de cuatrocientas horas. Quedaban miles de páginas por repasar. Algunos conducían las furgonetas, otros eran camellos y uno era el cerebro que estaba detrás de todo. El asunto era averiguar quién era quién.

Sonó el teléfono. Era un número de la policía que Hägerström no reconocía.

—Buenos días, soy el comisario Lennart Torsfjäll.

Hägerström saltó inmediatamente al oír el nombre. El comisario de la policía criminal Torsfjäll era un pez gordo. Un madero mayúsculo. Una leyenda entre los polis, conocido por varias operaciones gigantescas. Sin embargo, según los rumores, los métodos de Torsfjäll no siempre eran del todo ortodoxos. Al parecer, le habían trasladado a otro sitio debido a desavenencias con el jefe de la policía regional relativas a determinadas acciones. El comisario no solo daba órdenes acerca de dónde y cómo sus fuerzas deberían actuar, también había remitido órdenes sobre la cantidad de violencia a utilizar. Y en la mayoría de las ocasiones las órdenes eran claras: detener a los sospechosos con el máximo grado de severidad.

Hoy en día se dedicaba a otra cosa. Hägerström no sabía exactamente a qué.

Una hora después estaba en la puerta de la oficina de Torsfjäll. El comisario le había pedido que acudiera inmediatamente a hablar con él.

Torsfjäll no estaba en la calle Polhemsgatan, donde todos los demás peces gordos tenían sus oficinas. Tampoco estaba en ninguna otra comisaría ordinaria de la provincia. La oficina estaba ubicada en unos aposentos decididamente más modestos; Torsfjäll campaba en los locales de la unidad de comunicación de la calle Norrtullsgatan. Comunicación: después de la unidad de embargos, era lo más aburrido y menos sexi que un policía podría hacer. Sin embargo, Hägerström sospechaba que el comisario, en realidad, se dedicaba a actividades más sofisticadas.

No tenía ni idea de lo que Torsfjäll quería de él. Pero no estaba allí por una petición. Había sido una orden clara y concisa.

Llamó a la puerta y entró.

El despacho del comisario Torsfjäll parecía un museo, o más bien una galería de arte kitsch. Había enmarcado y pegado en la pared cada diploma, título y certificado que había recibido a lo largo de su vida. Tenía el título de la Academia de Policía del año 1980, certificados de pruebas de tiro, un escudo de las fuerzas de asalto de Norrmalm, fechado en 1988, un diploma de veinte créditos de criminología en la Universidad de Estocolmo, cursos de búsqueda de ADN y tecnología de escucha, liderazgo, los cursos para la policía de la autoridad fiscal, niveles uno a cinco, certificados de cursos de colaboración con la Interpol, State Police Department de Texas y las diferentes unidades policiales de la Unión Europea.

A Hägerström solo se le ocurrió una expresión para describir el despacho: poco policial. Se preguntó de dónde había sacado Torsfjäll tiempo para trabajar durante los últimos veinticinco años. Además, el comisario había pegado tantas fotos de hijos y nietos en las paredes que uno podría pensar que era mormón.

Torsfjäll interrumpió su escrutinio.

—Bienvenido. Siéntate, por favor. Son guapos, ¿eh?

—Claro que sí. ¿Cuántos tienes? —Hägerström lo preguntó a pesar de haber calculado ya la respuesta.

—Son siete. Y además he hecho de canguro para todos.

—Qué bien.

Hägerström se sentó. El respaldo de la silla chirrió cuando se echó hacia atrás.

El escritorio de Torsfjäll estaba vacío salvo por un documento que se encontraba delante de él. Unos rayos de sol entraban por la ventana. Hägerström notó que no había ni una sola mota de polvo que destellara en la luz.

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