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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

Una reina en el estrado (30 page)

BOOK: Una reina en el estrado
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De todos modos, si sus colegas del Parlamento están preocupados por sus ingresos, él está boyante con los suyos. Aunque las casas monásticas más pequeñas tienen que disolverse, pueden solicitar exenciones, y todas esas solicitudes llegan a él, acompañadas de una retribución o una pensión. El rey mantendrá todas sus nuevas tierras a su nombre, pero las alquilará, así que él recibe solicitudes continuas, por este sitio o aquél, por señoríos, granjas, pastos; cada solicitante le ofrece su pequeño algo, un pago sólo o una anualidad, anualidad que pasará en su momento a Gregory. Es así como se han hecho siempre las cosas, favores, sobornos, una transferencia oportuna de fondos para asegurar la atención, o una promesa de acelerar los trámites: en este momento justo hay tanta actividad, tantas transacciones, tantas ofertas que él difícilmente puede, por cortesía, rechazar. Ningún hombre de Inglaterra trabaja más de lo que trabaja él. Puedes decir lo que quieras sobre Thomas Cromwell, pero ofrece un buen precio por lo que toma. Y está siempre dispuesto a prestar: William Fitzwilliam, sir Nicholas Carew, el envejecido, tuerto y réprobo Francis Bryan.

Coge aparte a sir Francis y lo emborracha. Él, Cromwell, puede confiar en sí mismo; cuando era joven, aprendió a beber con los alemanes. Hace ya un año que Francis Bryan se peleó con George Bolena: de eso Francis apenas se acuerda, pero el rencor persiste, y mientras no pierda el control de las piernas es capaz de ejecutar las partes más floridas de la pelea, poniéndose de pie y braceando. De su prima Ana dice: «A uno le gusta saber cómo son las cosas con una mujer. ¿Es una puta, o una dama? Ana quiere que la trates como a la virgen María, pero también quiere que pongas el dinero en la mesa, hagas el asunto y te largues».

Sir Francis es intermitentemente piadoso, como tienden a serlo los pecadores señalados. Ha llegado Cuaresma: «Es hora de que os entreguéis a vuestro frenesí de penitencia anual, ¿no?».

Francis alza el trapo que le tapa el ojo tuerto y se rasca el tejido cicatricial; pica, explica.

—Por supuesto —dice—, Wyatt se ha acostado con ella.

Él, Thomas Cromwell, espera.

Pero entonces Francis apoya la cabeza en la mesa y empieza a roncar.

—El vicario del Infierno —dice él, pensativo; llama para que acudan los criados—. Llevad a sir Francis a casa, con su gente. Pero tapadlo bien, podemos necesitar su testimonio en el futuro.

Se pregunta cuánto habría que dejar en la mesa exactamente, para Ana. A Enrique le ha costado su honor, su tranquilidad mental. Para él, Cromwell, ella es sólo otro comerciante. Admira cómo dispone sus artículos. Él personalmente no quiere comprar; pero hay bastantes clientes.

Edward Seymour es ascendido a la cámara privada del rey, una muestra de favor singular. Y el rey le dice: «Creo que debería tener entre mis mozos de establo al joven Rafe Sadler. Es un gentilhombre nato, y un joven agradable para tenerlo cerca de mí, y creo que eso os ayudaría, Cromwell, ¿no es cierto? Sólo que no debe estar poniéndome siempre papeles delante de las narices».

Helen, la mujer de Rafe, rompe a llorar cuando se entera de la noticia.

—Estará fuera, en la corte —dice—, durante semanas.

Él se sienta con ella en el salón de Brick Place, consolándola lo mejor que puede.

—Ésta es la mejor cosa que le ha sucedido nunca a Rafe, lo sé —dice ella—. Soy una tonta por llorar por eso. Pero no puedo soportar estar separada de él, ni él de mí. Cuando llega tarde, mando hombres a que lo busquen por el camino. Querría que pudiésemos estar todas las noches bajo el mismo techo, toda la vida.

—Es un hombre afortunado —dice él—. Y no lo digo sólo por que disfrute del favor del rey. Sois afortunados los dos. Por amaros tanto.

Enrique solía cantar una canción, en sus tiempos con Catalina:

No hago daño a nadie, no hago ningún mal
.

A mi esposa quiero, la amo de verdad
.

Rafe dice:

—Hace falta tener los nervios bien templados para estar siempre con Enrique.

—Tú tienes los nervios bien templados, Rafe.

Él podría aconsejarle. Extractos de El Libro Llamado Enrique. De niño, de joven, alabado por la dulzura de su carácter y su bella apostura, Enrique creció pensando que todo el mundo era amigo suyo y que todos querían que él fuese feliz. Así que cualquier dolor, cualquier demora, frustración o golpe de mala suerte, le parecía una anomalía, un ultraje. Cualquier actividad que le resulte tediosa o desagradable, intentará, sin tapujos, convertirla en diversión, y si no puede hallar algún hilo de placer la evitará; a él esto le parece razonable y natural. Tiene consejeros a su servicio para que se estrujen los sesos por él, y si está de mal humor lo más probable es que la culpa la tengan ellos; no deberían ponerle obstáculos ni provocarle. No quiere gente que diga: «No, pero…». Quiere gente que diga: «Sí, y…». No le gustan los hombres pesimistas y escépticos, que ponen mal gesto y calculan al coste de sus brillantes proyectos con unos garabatos en el margen de sus papeles. Así que haz las sumas dentro de tu cabeza, donde nadie pueda verlas. No esperes de él coherencia. Enrique se enorgullece de entender a sus consejeros, sus opiniones y deseos secretos, pero está decidido a que ninguno de ellos lo entienda a él. Recela de cualquier plan que no proceda de una iniciativa suya, o lo parezca. Puedes discutir con él pero debes ser cuidadoso sobre cómo y cuándo. Es mejor que cedas en todos los puntos posibles hasta que llegue el que es vital, y que aparentes ser alguien que necesita guía e instrucción, en vez de mantener una opinión fija desde el principio y hacerle pensar que crees que sabes más que él. Sé sinuoso en la discusión y déjale siempre escapes: no le acorrales, no le pongas contra la pared. Recuerda que su estado de ánimo depende de otra gente, así que piensa en quién ha estado con él desde que lo estuviste tú por última vez. Recuerda que él no sólo quiere que se le indique que puede hacer algo, quiere que se le diga que tiene razón. Él nunca se equivoca. Son siempre los demás los que cometen errores en su nombre o lo engañan con información falsa. Quiere que le digan que se está portando bien, a la vista de Dios y del hombre. «Cromwell —dice—, ¿sabéis lo que deberíamos intentar hacer? Cromwell, ¿no resultaría honroso para mí que yo…? Cromwell, ¿no confundiría a mis enemigos que…?» Y son todas ideas que tú le has propuesto la semana anterior. No importa. Tú no quieres el mérito. Tú sólo quieres que se haga.

Pero no hay ninguna necesidad de esas lecciones. Rafe ha estado adiestrándose para eso toda su vida. Es un muchacho flacucho, que no tiene nada de atleta, nunca podría haberse ejercitado en justas ni torneos, una brisa esporádica le habría arrancado de la silla. Pero tiene el temple preciso para esto. Sabe observar. Sabe escuchar. Sabe enviar un mensaje en clave, o un mensaje tan secreto que no parece haber allí ningún mensaje; un trozo de información tan sólido que su significado parece estar troquelado en la tierra, sin embargo su forma es tan frágil que parece transmitido por ángeles. Rafe conoce a su señor; su señor es Enrique. Pero Cromwell es su padre y su amigo.

Puedes ser alegre con el rey, puedes compartir un chiste con él. Pero, como solía decir Thomas Moro, es como jugar con un león domesticado. Le acaricias la melena y le tiras de las orejas, pero estás pensando todo el tiempo: esas garras, esas garras, esas garras.

En la nueva iglesia de Enrique, Cuaresma es tan cruda y fría como lo fue siempre bajo el papa. Días desdichados sin carne que debilitan el aguante de un hombre. Cuando Enrique habla de Jane, parpadea, le brotan las lágrimas. «Sus manitas, Crumb. Sus zarpitas, como las de un niño. No hay en ella la menor culpa. No habla. Y si lo hace tengo que inclinar la cabeza para oír lo que dice. Y en la pausa puedo oír mi corazón. Sus trocitos de bordado, sus retazos de seda, sus mangas con dorados, que hizo con tela que le dio una vez un admirador, algún pobre muchacho herido de amor por ella…, y sin embargo, ella no ha sucumbido nunca. Sus manguitas, su collar de aljófar… Ella no tiene nada…, no espera nada…» Y del ojo de Enrique culebrea finalmente una lágrima, rueda mejilla abajo y desaparece en el gris y jengibre moteado de su barba.

Fijaos cómo habla de Jane: con qué humildad, con qué timidez. Hasta el arzobispo Cranmer tiene que reconocer el retrato, el negro reverso de la reina actual. Todas las riquezas del Nuevo Mundo no la satisfarían; mientras que Jane está contenta con una sonrisa.

Voy a escribir una carta a Jane, dice Enrique. Le envía una bolsa, porque necesitará dinero para ella, ahora que la han retirado de la cámara de la reina.

Se acercan a su mano papel y plumas. Se sienta y suspira, y se apresta a ello. La letra del rey es rígida, es la que aprendió de niño de su madre. Nunca ha adquirido velocidad; cuanto más se esfuerza en ello más parecen girar hacia atrás sobre sí mismas las letras. A él le da lástima: «Señor, ¿no preferiríais dictar, y que escribiese yo?».

No sería la primera vez que escribiese una carta de amor para Enrique. Por encima de la cabeza inclinada de su soberano, Cranmer alza la vista y se encuentra con su mirada llena de acusación.

—Echad un vistazo —dice Enrique; no se la ofrece a Cranmer—. Comprenderá que la quiero, ¿verdad?

Él lee, intentando ponerse en el lugar de una joven dama. Alza la vista.

—Está expresado muy delicadamente, señor. Y ella es muy inocente.

Enrique coge otra vez la carta y escribe unas cuantas frases de refuerzo.

Es el final de marzo. La señora Seymour, llena de pánico, pide una entrevista con el señor secretario; la concierta sir Nicholas Carew, aunque el propio sir Nicholas está ausente, no está dispuesto aún a comprometerse con charlas. Está con ella su hermana viuda. Bess le dirige una mirada escrutadora; luego baja sus brillantes ojos.

—Éste es mi problema —dice Jane. Le mira, enloquecida; él piensa: tal vez sea eso todo lo que se propone decir: éste es mi problema.

Ella dice: «No puedes… Su Gracia, Su Majestad, no puedes olvidar en ningún momento quién es él, aunque te pida que lo hagas. Cuanto más dice él: “Jane, no soy más que vuestro humilde pretendiente”, menos humilde sabes que es. Y no paras de pensar: ¿y si deja de hablar y he de decir algo yo? Tengo la sensación de estar sentada encima de un alfiletero, con los alfileres apuntando hacia mí. Pienso constantemente: la próxima vez lo haré mejor, pero cuando viene, “Jane, Jane…” soy como un gato escaldado. Aunque ¿habéis visto vos, señor secretario, alguna vez un gato escaldado? Yo no. Pero creo que si después de este breve periodo me da tanto miedo él…»

—Él quiere que la gente esté asustada. —Con las palabras llega la verdad. Pero Jane está demasiado atenta a sus propias cuitas para oír lo que ha dicho él.

—… si me da miedo él ahora, ¿cómo será verle todos los días? —se interrumpe—. Oh. Imagino que vos sabéis. Vos le veis, señor secretario, casi todos los días. De todos modos. No es lo mismo, me imagino.

—No, no es lo mismo —dice él.

Ve que Bess, comprensiva, alza los ojos hacia su hermana.

—Pero, señor Cromwell —dice Bess—, no puede ser siempre leyes del Parlamento y despachos para embajadores, y rentas y Gales y monjes y piratas, y maquinaciones traidoras y biblias, y juramentos y fideicomisos, y tutelas y arriendos, y el precio de la lana y si deberíamos rezar por los muertos. A veces debe haber otros temas.

A él le impresiona la visión que ella tiene de su situación. Es como si hubiese entendido lo que es su vida. Se siente impulsado a cogerla de la mano y pedirle que se case con él; aunque no llegaran a acostarse nunca, ella parece tener un don para resumir del que carecen la mayoría de sus empleados.

—¿Bueno? —dice Jane—. ¿Los hay? ¿Otros temas?

Él no puede pensar. Aplasta su blando sombrero entre las manos.

—Caballos —dice—. A Enrique le gusta saber de oficios y trabajos, cosas simples. Yo, en mi juventud, aprendí a herrar caballos, a él le gusta saber sobre eso, cuál es la herradura adecuada, para poder asombrar así a los herreros con sus conocimientos secretos. El arzobispo es también un hombre capaz de montar en cualquier caballo que le pongan delante, es hombre timorato pero le gustan los caballos, aprendió a manejarlos de joven. Cuando está cansado de Dios y de los hombres hablamos de esos asuntos con el rey.

—¿Y? —dice Bess—. Estáis juntos muchas horas.

—Perros, a veces. Perros de caza, su cría y sus virtudes. Fortalezas. Cómo se construyen. Artillería. El alcance de las piezas. Cómo se funden. Dios Santo. —Se pasa una mano por el pelo—. A veces decimos: saldremos un día juntos, iremos cabalgando hasta Kent, a los bosques, a ver a los que forjan hierro allí, a estudiar sus operaciones y proponerles nuevas formas de fundir cañones. Pero nunca lo hacemos. Siempre hay algo que lo impide.

Se siente irremediablemente triste. Como si hubiese estado sumergido en el luto. Y al mismo tiempo siente que si alguien extendiese un lecho de plumas en la habitación (cosa improbable) tiraría a Bess en él, y lo haría con ella.

—Bueno, ya está —dice Jane, en tono resignado—. Yo no podría encontrar un cañón para salvar mi vida. Perdonadme, señor secretario, por haber ocupado vuestro tiempo. Será mejor que volváis a Gales.

Él sabe lo que ella quiere decir.

Al día siguiente, la carta de amor del rey es llevada a Jane con una pesada bolsa. Es una escena que se desarrolla ante testigos. «Debo devolver esta bolsa», dice Jane. (Pero no lo dice hasta después de haberla sopesado, acariciado, en su manita.) «He de suplicar al rey que, si quiere hacerme un regalo de dinero, que lo envíe otra vez después de que yo haya contraído un honorable matrimonio».

Cuando le dan la carta del rey, proclama que será mejor que no la abra. Pues conoce bien el corazón de él, su galante y ardiente corazón. En cuanto a ella, su única posesión es su honor femenil, su doncellez. Así que…, en realidad no…, era mejor que no rompiese el sello.

Y luego, antes de devolvérsela al mensajero, la coge en sus dos manos, y deposita en el sello un casto beso.

—¡Lo besó! —grita Tom Seymour—. ¿Qué genio la poseyó? Primero su sello. Luego —ríe entre dientes—, ¡su cetro!

En un arrebato de alegría, le tira a su hermano Edward el sombrero de la cabeza. Lleva veinte años o más gastando esa broma, y a Edward nunca le ha divertido. Pero, justamente esta vez, esboza una sonrisa.

Cuando el rey recibe la carta devuelta de Jane, escucha atentamente lo que tiene que contarle su mensajero y se le ilumina la cara.

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