Una reina en el estrado (29 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
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—¿Hicisteis vos eso, señor secretario?—pregunta Jane.

Él vacila.

—¿Y bien? —dice Tom Seymour—. Nos gustaría saberlo.

—Es probable que lo hiciese. Cuando era joven. Os lo digo por si vuestros hermanos no se sienten capaces de decirlo. No es una cosa bonita para un hombre tener que confesar eso a su hermana.

—Así que ya sabéis —insta Edward—. No debéis ceder ante el rey.

Jane dice:

—¿Por qué iba yo a querer hacer eso?

—Sus melosas palabras… —empieza Edward.

—¿Sus qué?

El embajador del emperador ha estado cavilando, ceñudo, en su casa, sin querer salir a encontrarse con Thomas Cromwell. No subió a Peterborough para el funeral de Catalina porque no se la enterraba como una reina, y ahora dice que tiene que observar un periodo de luto. Finalmente, se concierta un encuentro: el embajador volverá casualmente de oír misa en la iglesia de Austin Friars, mientras Thomas Cromwell, que ahora reside en Rolls House, en Chancery Lane, ha hecho una breve visita para inspeccionar su obra en construcción, las ampliaciones de su cercana casa principal. «¡Embajador!», grita, como si estuviese terriblemente sorprendido.

Los ladrillos preparados para utilizar hoy se seleccionaron el verano pasado, cuando el rey estaba aún en su recorrido por los condados del oeste; la arcilla para ellos se excavó el invierno anterior, y la escarcha estuvo rompiendo los terrones mientras él, Cromwell, intentaba romper la resistencia de Thomas Moro. A la espera de la aparición de Chapuys, ha estado arengando al jefe de los albañiles sobre una posible filtración de agua, que él claramente no desea. Ahora se hace cargo del embajador y le aleja del ruido y el polvo del aserradero. Eustache hierve de preguntas; puede sentirlas, saltan y se agitan en los músculos de su brazo, zumban en el tejido de su ropa.

—Es esa muchacha Semer…

Es un día oscuro, quieto, de aire gélido.

—Hoy sería un buen día para pescar lucios —dice él.

El embajador pugna por dominar su abatimiento.

—Seguro que vuestros criados…, si queréis conseguir ese pescado…

—Ah, Eustache, veo que no comprendéis lo que es el deporte. No temáis, yo os enseñaré. ¿Qué podría haber mejor para la salud que estar al aire libre desde el amanecer hasta el oscurecer, horas y horas en la cenagosa ribera, los árboles goteando encima, contemplando vuestro propio aliento en el aire, solo o con una buena compañía?

Dentro de la cabeza del embajador se debaten diversas ideas. Por una parte, horas y horas con Cromwell, durante las cuales podría bajar la guardia, decir alguna cosa. Por otra parte, ¿qué bien puedo hacer a mi señor imperial si se me traban las rodillas del todo y tienen que llevarme a la corte en una litera?

—¿No podríamos pescarlo en el verano? —pregunta, sin mucha esperanza.

—No podría poner en peligro a vuestra persona. Un lucio podría arrastraros al agua en el verano. —Se ablanda—. La dama a la que os referís se llama Seymour. Aunque hay gente que lo pronuncia Semer.

—No hago ningún progreso en esta lengua —se queja el embajador—. Cada uno puede decir su nombre de la forma que guste, y un día de una manera y otro día de otra. Lo que he oído decir es que la familia es antigua, y la mujer no demasiado joven.

—Sirvió a la princesa viuda, ¿sabéis?, quería mucho a Catalina. Lamentó su desgracia. Y estaba atribulada por lady María, y dice que le ha enviado mensajes para animarla. Si el rey continúa favoreciéndola, es posible que pueda hacerle algún bien a María.

—Hum. —El embajador parece escéptico—. He oído eso, y también que tiene un carácter muy modesto y que es piadosa. Pero me temo que pueda haber un escorpión acechando debajo de la miel. Me gustaría ver a la señora Semer, ¿podéis arreglar eso? No para conocerla. Para verla.

—Me sorprende que os toméis tanto interés. Yo pensaba que estaríais más interesado por saber con qué infanta francesa se casará Enrique si disuelve su actual matrimonio.

Ahora el embajador se estira, tenso en la escalerilla del terror. ¿Mejor el diablo conocido? ¿Mejor Ana Bolena que una nueva amenaza, un nuevo tratado, una nueva alianza de Francia e Inglaterra?

—¡Pero eso no puede ser! —explota—. ¡Cremuel, vos me explicasteis que eso era un cuento de hadas! Vos os habéis declarado amigo de mi señor, no podéis ver con buenos ojos un enlace francés.

—Calmaos, embajador, calmaos. Yo no pretendo poder controlar a Enrique. Y después de todo, él puede decidir continuar con su matrimonio actual, o incluso vivir castamente.

—¡Os burláis de mí! —le acusa el embajador—. ¡Cremuel! Os estáis riendo por detrás de esa mano.

Y así es. Los constructores trajinan alrededor de ellos, dejándoles espacio, son duros artesanos de Londres con herramientas embutidas en los cinturones. Arrepentido, él dice:

—No abriguéis demasiadas esperanzas. Cuando el rey y su esposa tienen una de sus reconciliaciones, las cosas se ponen difíciles para los que se han puesto antes en contra de ella.

—¿Vos la apoyaríais? ¿La sostendríais? —El cuerpo del embajador se ha quedado rígido, como si hubiese estado realmente todo el día en la orilla del río—. Debe de ser correligionaria vuestra…

—¿Qué? —Abre mucho los ojos—. ¿Correligionaria mía? Yo, como mi señor el rey, soy un hijo fiel de la Santa Iglesia Católica. Sólo que en este momento no estamos en comunión con el papa.

—Permitidme que lo exprese de otro modo —dice Chapuys; alza la vista hacia el cielo gris de Londres, como si buscase ayuda de lo alto—. Digamos que vuestros vínculos con ella son materiales, no espirituales. Comprendo que habéis recibido ayuda suya. Soy consciente de eso.

—No os equivoquéis conmigo. Yo no le debo nada a Ana. Estoy en deuda con el rey, con nadie más.

—A veces la habéis llamado «vuestra querida amiga». Recuerdo ocasiones.

—Os he llamado a vos también «mi querido amigo». Pero no lo sois, ¿verdad?

Chapuys digiere el comentario.

—No hay nada que yo desee más —dice— que el que haya paz entre nuestras naciones. ¿Qué mejor muestra de éxito en su cargo para un embajador que un nuevo acercamiento después de tantos años problemáticos? Y ahora tenemos la oportunidad.

—Ahora que Catalina ya no está.

Chapuys no discute eso. Se limita a envolverse más en su capa.

—El rey no ha conseguido nada bueno con la concubina, y tampoco lo conseguirá ahora. Ninguna potencia de Europa reconoce su matrimonio. Ni siquiera los herejes lo reconocen, aunque ella ha hecho todo lo posible para conseguir su amistad. ¿Qué provecho se puede sacar en vuestra opinión, de mantener las cosas como están: el rey desdichado, el Parlamento preocupado, la nobleza rebelde, todo el país revuelto por las pretensiones de esa mujer?

Han empezado a caer lentas gotas de lluvia: potentes, gélidas. Chapuys alza la vista, de nuevo irritado, como si Dios no estuviese ayudándole en aquel momento crucial. Él, asiendo una vez más al embajador, le arrastra por el terreno accidentado en busca de cobijo. Los constructores han instalado un dosel, y los echa de debajo de él, diciendo: «Dennos un minuto, muchachos, ¿quieren?». Chapuys se acurruca junto al brasero, y se tranquiliza.

—He oído que el rey habla de brujería —cuchichea—. Dice que le indujeron a casarse valiéndose de ciertos encantamientos y prácticas engañosas. Veo que no confía en vos. Pero sí le ha hablado de ello a su confesor. Si eso es así, si contrajo matrimonio en un estado de enajenación, entonces podría considerar que no está casado, que dispone de libertad para tomar una nueva esposa.

Él mira por encima del hombro del embajador. Mira, dice, así es como será: en un año esos espacios húmedos y congelados serán espacios habitados. Su mano esboza la línea de las plantas superiores muradas, de los entrepaños vidriados.

Inventarios para este proyecto: cal y arena, maderas de roble y cementos especiales, picos y palas, cestos y cuerdas, tachuelas, puntas, clavos de techo, tubos de plomo; mosaicos amarillos y mosaicos azules, cierres de ventanas, aldabas, goznes y pasadores, pomos de puertas de hierro en forma de rosas; dorados, pintura, dos libras de incienso para perfumar las nuevas habitaciones; seis peniques al día por trabajador y el coste de las velas para trabajar durante la noche.

—Amigo mío —dice Chapuys—. Ana está desesperada y es peligrosa. Golpead primero, antes de que lo haga ella. Recordad cómo acabó con Wolsey.

Su pasado yace a su alrededor como una casa ardiendo. Ha estado construyendo, construyendo, pero le ha llevado años barrer la basura.

En Rolls House, encuentra a su hijo, que está haciendo el equipaje porque se va para la fase siguiente de su educación.

—Gregory, ¿te acuerdas de san Desembarazo? Decías que las mujeres le rezaban para que las librara de sus maridos. Ahora dime: ¿hay algún santo al que puedan rezar los hombres si quieren deshacerse de sus mujeres?

—Yo no lo creo. —Gregory está asombrado—. Las mujeres rezan porque no tienen otra solución. Un hombre puede consultar a un clérigo para ver por qué el matrimonio no es lícito. O puede echarla a ella y darle dinero para que viva en otra casa. Como hace el duque de Norfolk con su mujer.

Él asiente.

—Eso es de mucha ayuda, Gregory.

Ana Bolena sube hasta Whitehall para celebrar con el rey la fiesta de san Matías. Ha cambiado, en sólo una estación. Parece liviana, desnutrida, como parecía en su periodo de espera, aquellos años fútiles de negociaciones antes de que él, Thomas Cromwell, fuera y cortara el nudo. Su vivacidad extravagante ha quedado reducida a algo austero, estrecho, casi monjil. Pero no tiene la compostura de una monja. Sus dedos juegan con las joyas de la faja, tiran de las mangas, tocan y retocan las joyas del cuello.

Lady Rochford dice: «Ella pensaba que cuando fuese reina, disfrutaría recordando los días de su coronación, hora a hora. Pero dice que los ha olvidado. Cuando intenta recordar, es como si le hubiese sucedido a otra persona, y ella no estuviese allí. Eso no me lo dijo a mí, claro. Se lo dijo a su hermano George».

Llega un despacho de las habitaciones de la reina: una profetisa le ha dicho que Enrique no le dará un hijo mientras su hija María esté viva.

Hay que admitirlo, le dice él a su sobrino. Está a la ofensiva. Es como una serpiente, no sabes cuándo atacará.

Él siempre ha considerado a Ana una gran estratega. Nunca ha creído que fuese una mujer apasionada y espontánea. Todo lo que hace está calculado, como todo lo que hace él. Se da cuenta, como lo ha hecho durante todos estos años, del despliegue cuidadoso de sus ojos chispeantes. Se pregunta qué haría falta para que llegase a tener miedo.

El rey canta:

Mi mano puede alcanzar mi más ansiado deseo
,

a mi alcance tengo ya aquello que más anhelo
.

Por lo que yo más estimo ya no tendré que implorar
,

a aquella a quien otorgué poder para en mí reinar
.

Eso piensa él. Puede implorar e implorar, pero eso no tiene ningún efecto en Jane.

Hay que seguir atendiendo los asuntos del país, y así es como lo hace. Una ley para que Gales tenga representantes en el Parlamento, para convertir el inglés en el idioma de los tribunales de justicia y para privar a los señores de Gales de los poderes de que disfrutan. Una ley para clausurar los monasterios pequeños, los que producen menos de doscientas libras al año. Una ley para crear un Tribunal de Anexiones, un nuevo organismo que se haga cargo de los ingresos procedentes de esos monasterios: su canciller debe ser Richard Riche.

En marzo, el Parlamento rechaza su nueva ley de pobres. Era demasiado para que los Comunes lo digiriesen, el que los ricos pudiesen tener algún deber con los pobres; el que si te enriqueces, como hacen los gentilhombres de Inglaterra, con el comercio de la lana, tengas alguna responsabilidad con los hombres expulsados de la tierra, los trabajadores sin trabajo, los sembradores sin tierra que sembrar. Inglaterra necesita caminos, fuertes, puertos, puentes. Los hombres necesitan trabajo. Es una vergüenza verles mendigar el pan, cuando el trabajo honrado podría mantener seguro el reino. ¿No podemos juntarlos, los brazos y la tarea?

Pero el Parlamento no es capaz de aceptar que crear trabajo sea tarea del Estado. ¿No son cosas esas que están en manos de Dios, y no son la pobreza y el desamparo parte de su orden eterno? Para todo hay una estación: hay una época de hambre y una época de robar. Si cae la lluvia durante seis meses seguidos y pudre el grano en los campos, tiene que ser obra de la providencia; porque Dios sabe lo que hace. Es un ultraje para los ricos y los emprendedores, sugerir que deberían pagar un impuesto sobre la renta, sólo para poner pan en las bocas de los perezosos. Y si el secretario Cromwell aduce que el hambre provoca criminalidad: bueno, ¿no hay acaso verdugos suficientes?

El propio rey acude a los Comunes para hablar en favor de la ley. Quiere ser Enrique el Estimado, el padre de su pueblo, el pastor del rebaño. Pero le miran todos con rostro inexpresivo desde sus bancos y no le hacen caso. El fracaso de la medida es comprensible. «Ha acabado como una ley para la flagelación de los mendigos —dice Richard Riche—. Es más contra los pobres que a su favor».

—Quizá podamos proponerla de nuevo —dice Enrique—. En un año mejor. No os desaniméis, señor secretario.

Sí, habrá años mejores, ¿verdad? Él seguirá intentándolo; conseguirá sortearlos cuando no estén en guardia. Poner en marcha la medida en la Cámara de los Lores y afrontar la oposición… Hay medios y medios con el Parlamento, pero a veces él desearía poder echar a patadas a sus miembros de nuevo a sus tierras, porque conseguiría ir mucho más deprisa sin ellos.

—Si yo fuese rey —dice—, no me lo tomaría tan tranquilamente. Les haría temblar en sus zapatos.

Richard Riche es el portavoz de este Parlamento, y dice, nervioso:

—No encolericéis al rey, señor. Ya sabéis lo que solía decir Moro: «Si el león conociese su propia fuerza, sería difícil controlarle».

—Gracias —dice él—. Eso me consuela mucho, señor Bolsa, una frase enviada desde la tumba por aquel hipócrita empapado de sangre. ¿Tiene él algo más que decir sobre la situación? Porque si es así, iré a quitarle su cabeza a su hija y la haré correr por todo Whitehall a patadas hasta que se calle de una vez por todas. —Rompe a reír—. Los Comunes. Dios los confunda. Tienen las cabezas huecas. No piensan más que en su dinero.

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