—Cuando recuerdo lo que hice por la reina actual, cómo la elevé de la condición de simple hija de un caballero… No puedo entender ya por qué lo hice. —Mira como diciendo: ¿lo sabéis vos, doctor Chramuel?—. Me parece —tantea, perplejo, buscando las frases correctas—, me parece que se me condujo a este matrimonio de un modo un tanto deshonesto.
Él, Cromwell, mira a la otra mitad de sí mismo, como a través de un espejo: Cranmer parece dispararse.
—¿Cómo que deshonesto? —pregunta.
—Estoy seguro de que en aquel momento yo no tenía la mente serena. No como la tengo ahora.
—Pero, señor —dice Cranmer—. Majestad. Disculpadme, señor, no podéis tener la mente serena. Habéis sufrido una gran pérdida.
Dos, en realidad, piensa él: hoy vuestro hijo nació muerto y fue enterrada vuestra primera esposa. No tiene nada de extraño que tembléis.
—A mí me parece que fui seducido —dice Enrique—, es decir, se aprovecharon de mí, quizá con encantamientos, quizá con hechizos. Las mujeres se valen de esas cosas. Y si fuese así, entonces el matrimonio sería nulo, ¿verdad?
Cranmer alza las manos, como un hombre que intentase hacer retroceder la marea. Ve a su reina desvaneciéndose en el aire sutil: su reina, que ha hecho tanto por la verdadera religión.
—Señor, señor… Majestad…
—¡Oh, paz! —dice Enrique, como si quien hubiese empezado aquello hubiese sido Cranmer—. Cromwell, cuando vos erais soldado, ¿oísteis alguna vez hablar de algo que curase una pierna como la mía? He vuelto a darme un golpe en ella y los cirujanos dicen que deben salir los humores malsanos. Temen que la podredumbre haya llegado hasta el hueso. Pero no se lo digáis a nadie. No me gustaría que esto se difundiese en el extranjero. ¿Querréis enviar un paje a buscar a Thomas Vicary? Creo que ha de sangrarme. Necesito un alivio. Os deseo buenas noches, señores —añade, casi en un murmullo—, porque supongo que hasta este día debe acabarse.
El doctor Chramuel se va. En una antecámara, uno de ellos se vuelve al otro.
—Estará de un humor distinto mañana —dice el arzobispo.
—Sí. Un hombre con dolores puede decir cualquier cosa.
—No deberíamos tenerlo en cuenta.
—No.
Son como dos hombres cruzando sobre una delgada capa de hielo; se apoyan uno en otro, dan pasos pequeños y tímidos. Como si eso sirviese de algo, cuando empiezan a oírse crujidos por todas partes.
—El dolor por el niño le trastorna —dice Cranmer sin convicción—. ¿Cómo iba a esperar tanto por Ana, para tirarlo todo por la borda tan rápido? Pronto volverán a ser amigos perfectos.
—Además —dice él—. No es hombre que acepte haberse equivocado. Él puede tener dudas sobre su matrimonio, pero si las plantea algún otro, que Dios se apiade de él.
—Debemos acabar con esas dudas —dice Cranmer—. Debemos hacerlo entre los dos.
—Le gustaría ser amigo del emperador. Ahora que ya no está Catalina para provocar rencor entre ellos. Así que debemos afrontar el hecho de que la reina actual es… —duda si decir «superflua»; duda si decir «un obstáculo para la paz».
—Ella se interpone en su camino —dice sin rodeos Cranmer—. Pero no la sacrificará, ¿verdad? Seguro que no lo hará por complacer al emperador Carlos ni a ningún otro hombre. No tienen por qué pensar eso. Roma no tiene por qué pensarlo. Él nunca se volverá atrás.
—No. Hay que tener cierta fe en que nuestro buen soberano respaldará a la Iglesia.
Cranmer oye las palabras que él ha evitado decir: el rey no necesita a Ana para ayudarle a hacer eso.
De todos modos, le dice a Cranmer, cuesta recordar al rey antes de Ana; cuesta imaginarle sin ella. Revolotea en torno a él. Lee por encima de su hombro. Penetra en sus sueños. Hasta cuando está echada a su lado no está lo suficientemente cerca para ella.
—Os diré lo que haremos —dice él, y aprieta el brazo de Cranmer—. ¿Qué os parece si preparamos una cena e invitamos al duque de Norfolk?
Cranmer se encoge.
—¿Norfolk? ¿Por qué?
—Para una reconciliación —dice él tranquilamente—. Me temo que el día del accidente del rey yo tal vez fui un poco desdeñoso con sus pretensiones. En la tienda. Cuando él entró corriendo. Pretensiones bien fundadas —añade respetuosamente—. Porque ¿acaso no es él nuestro primer par? Compadezco al duque desde el fondo de mi corazón.
—¿Qué hicisteis, Cromwell? —El arzobispo se ha puesto pálido—. ¿Qué hicisteis en aquella tienda? ¿Le pusisteis las manos encima con violencia, como he oído que hicisteis recientemente con el duque de Suffolk?
—¿A quién?, ¿a Brandon? Sólo quería que se apartase.
—Cuando él no quería hacerlo.
—Fue por su propio bien. Si lo hubiese dejado allí en presencia del rey, se habría encerrado con sus propias palabras en la Torre. Estaba difamando a la reina, ¿comprendéis?
Y cualquier difamación, cualquier duda, piensa él, debe proceder de Enrique, de su propia boca, y no de la mía, ni de la de cualquier otro hombre.
—Por favor, por favor —dice—, hagamos una cena. Debéis ser vos quien la hagáis, en Lambeth. Norfolk no vendrá a mi casa, pensará que me propongo echarle un narcótico en el clarete y trasladarle a bordo de un barco para que le vendan como esclavo. Pero a vuestra casa le agradará ir. Yo aportaré el venado. Y habrá jaleas con la forma de los principales castillos del duque. No os costará nada. Y no será ningún problema para vuestros cocineros.
Cranmer se ríe. Se ríe por fin. Ha sido una campaña dura, conseguir que sonría.
—De acuerdo, Thomas. Haremos esa cena.
El arzobispo le posa las manos en los brazos, le besa a derecha e izquierda. El beso de la paz. Él no se siente suavizado ni apaciguado, mientras vuelve a sus habitaciones cruzando un palacio anormalmente silencioso: ninguna música de habitaciones lejanas, tal vez un murmullo de oración. Intenta imaginar al niño perdido, el maniquí, sus miembros germinando, su rostro viejo y sabio.
Pocos hombres han visto una cosa así. Él no, ciertamente. En Italia, una vez, estuvo sosteniendo una luz para un cirujano, mientras en una habitación sellada, envuelta en sombras, troceaba a un hombre muerto para ver qué le hacía funcionar. Fue una noche temible, el hedor de tripas y sangre obstruía la garganta y los pintores, que se habían dado empujones unos a otros y habían sobornado para conseguir un puesto, intentaban desplazarle a codazos: pero él se mantuvo firme, pues había dado garantías de hacerlo, había dicho que sostendría la luz. Y figuró así entre los elegidos de aquel grupo, las luminarias, que vieron cómo se desnudaban los huesos de músculos. Pero nunca ha visto por dentro una mujer, y aún menos un cadáver grávido; ningún cirujano, ni incluso por dinero, realizaría ese trabajo para un público.
Piensa en Catalina, embalsamada y enterrada. Su espíritu quedó libre y fue en busca de su primer marido: deambula ahora, gritando su nombre. ¿Se sentirá sobrecogido Arthur al verla, una vieja gorda, y él aún un niño flaco?
El rey Arthur, de bendita memoria, no pudo tener un hijo. ¿Y qué pasó después de Arthur? No sabemos. Pero sabemos que su gloria se esfumó de este mundo.
Piensa en el lema elegido por Ana, pintado en su escudo de armas: «La Más Feliz».
Él le había dicho a Jane Rochford: «¿Cómo está mi señora la reina?».
Rochford había dicho: «Sentada en la cama, lamentándose».
Lo que él había querido decir era si había perdido mucha sangre.
Catalina no estaba libre de pecado, pero ahora sus pecados se han desprendido de ella. Están todos amontonados sobre Ana: la sombra que revolotea tras ella, la mujer envuelta en noche. La vieja reina habita en la irradiación de la presencia de Dios, sus hijos muertos envueltos en pañales a sus pies, pero Ana habita en este mundo pecador de abajo, marchitándose en el sudor del puerperio, en sus sábanas sucias. Pero tiene los pies y las manos fríos, y su corazón es como una piedra.
Aquí está, pues, el duque de Norfolk, esperando a ser alimentado. Viste sus mejores galas, o al menos lo que es suficientemente bueno para Lambeth Palace, y parece un trozo de cuerda mascado por un perro, o un pedazo de ternilla dejado a un lado por un trinchador. Ojos fieros, brillantes, bajo cejas rebeldes. El cabello, un rastrojo de hierro. Su persona es flaca, nervuda, y huele a caballos y a cuero, y al taller del armero y, misteriosamente, a hornos o quizá a ceniza enfriándose: seco y polvoriento, picante. No teme a nadie vivo salvo a Enrique Tudor, que podría, a su capricho, quitarle el ducado, pero teme a los muertos. Dicen que en cualquiera de sus casas al final del día se le puede oír cerrando a golpes los postigos y corriendo pestillos, por si el difunto cardenal Wolsey quiere penetrar por una ventana o deslizarse escaleras arriba. Si Wolsey quisiese a Norfolk se mantendría tendido en silencio en el tablero de una mesa, respirando por las vetas de la madera; se deslizaría por el ojo de la cerradura, o se dejaría caer por una chimenea con un remolineo suave como una paloma manchada de hollín.
Cuando Ana Bolena ascendió en el mundo, siendo una sobrina de su ilustre familia, el duque pensó que sus problemas se habían acabado. Porque tiene problemas; el primer noble del reino tiene sus rivales, tiene quien le quiere mal, quien le difama. Pero él creyó que, con Ana coronada a su debido tiempo, estaría siempre a la diestra del rey. Las cosas no han ido así, y el duque está resentido. El enlace no ha traído a los Howard las riquezas y honores que él esperaba. Ana ha tomado para sí las recompensas, y también las ha tomado para sí Thomas Cromwell. El duque piensa que Ana debería dejarse guiar por sus parientes masculinos, pero ella no se deja guiar; en realidad ha dejado claro que se ve a sí misma, y no al duque, como cabeza de la familia ahora. Lo que es antinatural, en opinión del duque: una mujer no puede ser cabeza de nada, su papel es la subordinación y la sumisión. Puede ser una reina y una mujer rica, pero de todos modos debería saber cuál es su sitio, o debería enseñársele. Howard rezonga a veces en público: no por Enrique, sino por Ana Bolena. Y ha considerado más conveniente pasar el tiempo en sus propias tierras, acosando a su duquesa, que escribe a menudo a Thomas Cromwell con quejas por el tratamiento que la dispensa. Como si él, Thomas Cromwell, pudiese convertir al duque en uno de los grandes amantes del mundo, o incluso en una semblanza de hombre razonable.
Pero luego, cuando se conoció el último embarazo de Ana, el duque empezó a acudir a la corte, flanqueado por sus criados de sonrisa engolada, y pronto se le unió su peculiar hijo. Surrey es un joven que tiene una gran opinión de sí mismo, se considera guapo, inteligente y afortunado. Pero tiene la cara torcida y no se hace ningún favor llevando el pelo cortado como si fuera un cuenco. Hans Holbein confiesa que es para él todo un reto. Surrey está aquí esta noche, en Lambeth, perdiéndose una velada de burdel. Sus ojos vagan por la estancia; tal vez piense que Cranmer guarda muchachas desnudas detrás del tapiz de Arras.
—Bueno, vamos a ver —dice el duque, frotándose las manos—. ¿Cuándo vais a bajar a verme a Kenninghall, Thomas Cromwell? Tenemos buena caza, vive Dios, tenemos algo a lo que tirar en todas las estaciones del año. Y podemos proporcionaros un calentador de cama si lo queréis, una mujer del común de las que os gustan a vos, tenemos ahora precisamente una doncella —el duque resopla—, tendríais que ver qué tetas tiene…
Toquetea el aire con sus nudosos dedos.
—Bueno, si es vuestra —murmura él—, no me gustaría privaros de ella.
El duque lanza una mirada a Cranmer. ¿Quizá no deberían hablar de mujeres? Pero bueno, Cranmer no es propiamente un arzobispo, al menos en opinión de Norfolk; es un pequeño empleado que Enrique encontró un año en los pantanos, que prometió hacer cualquier cosa que se le pidiese a cambio de una mitra y dos buenas comidas al día.
—Vive Dios, parecéis enfermo, Cranmer —dice el duque con lúgubre satisfacción—. Parece como si no pudieseis mantener la carne pegada a los huesos. Tampoco puedo yo. Mirad esto.
El duque se aparta de la mesa, dando un codazo a un pobre joven que estaba allí esperando con la jarra de vino. Se pone de pie y retira la ropa para mostrar una pantorrilla flaca.
—¿Qué os parece esto?
Horrible, concuerda él. ¿Es la humillación, seguramente, lo que desgasta a Thomas Howard hasta los huesos? Su sobrina le interrumpe en público y habla por encima de él. Se ríe de sus medallas santas y de las reliquias que lleva, algunas de ellas muy sagradas. En la mesa se inclina hacia él, dice: «Vamos tío, tomad un mendrugo de mi mano, os estáis consumiendo». «Y lo estoy», dice él.
—No sé cómo hacéis vos, Cromwell. Hay que ver, todo carne debajo de la tela, un ogro os comería asado.
—Bueno, sí —dice él sonriendo—, ése es el peligro que corro.
—Yo creo que vos tomáis algunos polvos que conseguisteis en Italia. Os mantienen lustroso. Supongo que no querréis compartir el secreto…
—Comed vuestra gelatina, mi señor —dice él pacientemente—. Si sé de algunos polvos, conseguiré una muestra para vos. Mi único secreto es que duermo de noche. Estoy en paz con mi Hacedor. Y, por supuesto —añade, retrepándose a placer—, no tengo ningún enemigo.
—¿Qué? —dice el duque. Se le clavan las cejas en el pelo. Se sirve un poco más de las almenas de gelatina de Thurston, escarlatas y pálidas, la piedra ligera y el ladrillo sangriento. Mientras les da vueltas en la boca opina sobre varios temas. Principalmente Wiltshire, el padre de la reina. Que debería haber educado a Ana apropiadamente y con más atención a la disciplina. Pero no, estaba demasiado ocupado ufanándose de ella en francés, presumiendo de lo que ella conseguiría.
—Bueno, lo consiguió —dice el joven Surrey—. ¿No es así, mi señor padre?
—Yo creo que es una llama que se está consumiendo —dice el duque—. Ella sabe todo lo que hay que saber sobre polvos. Dicen que tiene envenenadores en su casa. Ya sabéis lo que le hizo al viejo obispo Fisher.
—¿Qué le hizo? —dice el joven Surrey.
—¿Tú no sabes nada, hijo? Se pagó al cocinero de Fisher para que echara unos polvos en el caldo. Estuvo a punto de morir.
—No se habría perdido mucho —dice el muchacho—. Era un traidor.
—Sí —dice Norfolk—, pero por entonces su traición aún no había sido probada. Y esto no es Italia, muchacho. Nosotros tenemos tribunales de justicia. En fin, el pobre viejo salió de ésa, pero nunca volvió a estar bien ya. Enrique mandó que cocieran vivo al cocinero.