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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

Una reina en el estrado (22 page)

BOOK: Una reina en el estrado
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Lady Rochford dice:

—Enrique tiene un corazón tierno, ¿verdad? Le gustan todos los niños, por supuesto. Le he visto besar al bebé de un desconocido casi del mismo modo.

A la primera señal de rebeldía se llevan a la niña, bien envuelta en pieles. Los ojos de Ana la siguen. Enrique dice, como si recordara sus buenos modales:

—Debemos aceptar que el país llora a la viuda Catalina.

Ana dice:

—No la conocían. ¿Cómo pueden llorarla? ¿Qué era para ellos? Una extranjera.

—Supongo que es lo adecuado —dice el rey, renuente—. Pues se le dio una vez el título de reina.

—Equivocadamente —dice Ana. Es implacable.

Los músicos empiezan a tocar. El rey saca a bailar a Mary Shelton. Mary se ríe. Ha estado ausente esta última media hora, y tiene las mejillas ruborosas, los ojos brillantes; es evidente lo que ha estado haciendo. Él piensa: si el viejo obispo Fisher pudiese ver este escándalo, pensaría que había llegado el Anticristo. Se sorprende al descubrir, aunque sólo un momento, que está viendo el mundo a través de los ojos del obispo Fisher.

En el puente de Londres, después de la ejecución, la cabeza de Fisher se mantuvo en tal estado de conservación que los londinenses empezaron a hablar de un milagro. Finalmente le había mandado al encargado del puente que la retirara y la tirara al Támesis en un saco lastrado.

En Kimbolton, el cuerpo de Catalina ha sido entregado a los embalsamadores. Él imagina un murmullo en la oscuridad, un suspiro, mientras la nación se prepara para rezar.

—Ella me envió una carta —dice Enrique. La saca de los pliegues de su chaqueta amarilla—. No la quiero. Tomad, Cromwell, lleváosla.

Cuando la dobla mira: «Y por último hago este voto, que mis ojos os desean por encima de todas las cosas».

Ana le llama después del baile. Su actitud es sombría, seca, vigilante: toda sentido práctico.

—Deseo que lady María, la hija del rey, sepa lo que pienso. —Él se da cuenta de la denominación respetuosa. No es «la princesa María». Pero tampoco es «la bastarda española»—. Ahora que su madre no está y no puede influir en ella, debemos esperar que se obstine menos en mantenerse en sus errores. Yo no tengo ninguna necesidad de reconciliarme con ella, bien lo sabe Dios. Pero creo que si fuese capaz de poner fin al resentimiento entre el rey y María, él me lo agradecería.

—Os estaría agradecido, sí,
madame
. Y sería un acto de caridad.

—Deseo ser su madre. —Se ruboriza; no resulta impropio—. No espero que ella me llame «mi señora madre», pero espero que me llame Su Alteza. Si se reconciliase con su padre me complacería tenerla en la corte. Disfrutaría de un puesto honroso, y no muy por debajo del mío. No esperaré de ella una profunda reverencia, sino la forma ordinaria de cortesía que las personas reales usan entre ellas, dentro de sus familias, los más jóvenes con los mayores. Aseguradle que no la haré llevarme la cola. No tendrá que sentarse en la mesa con su hermana, la princesa Elizabeth, así que no se planteará el asunto de su rango inferior. Yo creo que es una oferta justa.

Él espera.

—Si me muestra el respeto debido, no andaré delante de ella en las ocasiones ordinarias, sino que iremos cogidas de la mano.

Para alguien tan celoso de sus prerrogativas como la reina Ana, es una serie de concesiones sin paralelo. Pero él imagina la cara de María cuando se le plantee. Se alegra de que no estará allí para verlo en persona.

Da un respetuoso buenas noches, pero Ana le llama de nuevo. Dice con voz grave:

—Cremuel, ésa es mi oferta, no iré más allá. Estoy decidida a hacerlo y a que luego no se me pueda culpar. Pero no creo que ella lo acepte, y, si es así, lo lamentaremos las dos, porque estamos condenadas a luchar hasta el último aliento. Ella es mi muerte y yo soy la suya. Así que decídselo, me aseguraré de que no viva para reírse de mí después de que yo me haya ido.

Él va a casa de Chapuys a expresar sus condolencias. El embajador viste de negro riguroso. Recorre las habitaciones una corriente que parece soplar directamente desde el río, y el embajador está atribulado por el remordimiento.

—¡Ojalá no la hubiese dejado! Pero parecía haberse recuperado. Se incorporó en la cama aquella mañana y le arreglaron el pelo. La había visto comer un poco de pan, un bocado o dos, pensé que era un progreso. Me fui lleno de esperanza y al cabo de unas horas había recaído.

—No debéis culparos. Vuestro señor comprenderá que hicisteis todo lo que podíais. Después de todo, os enviaron aquí a vigilar al rey, no podéis estar demasiado tiempo fuera de Londres en el invierno.

Él piensa: yo he estado al corriente del asunto desde que empezaron los juicios de Catalina: un centenar de eruditos, un millar de abogados, diez mil horas de debate. Casi desde que se dijo la primera palabra contra su matrimonio, porque el cardenal me mantuvo informado; de noche, tarde con un vaso de vino, hablaba sobre el gran asunto del rey y cómo pensaba él que acabaría.

Mal, dijo él.

—Oh, este fuego… —dice Chapuys—. ¿Y llamáis a esto un fuego? ¿Llamáis a esto un clima? —El humo de la leña pasa ante ellos—. ¡Echa humo, huele y no da ningún calor!

—Conseguid una estufa. Yo tengo estufas.

—Oh, sí —dice el embajador—, pero luego los criados las llenan de basura y explotan. O se desmoronan las chimeneas y tienes que enviar recado al otro lado del mar para que venga un hombre que las arregle. Sé todo lo que hay que saber sobre estufas. —Se frota las manos azules—. Le dije al capellán, sabéis. Cuando ella estaba en el lecho de muerte, dije: preguntadle si el príncipe Arthur la dejó virgen o no. Todo el mundo tiene que creer una declaración hecha por una moribunda. Pero es un anciano. En su dolor y su tribulación se le olvidó hacerle esa pregunta. Así que ahora nunca estaremos ya seguros.

Eso es una gran confesión, piensa él; que la verdad puede ser diferente de lo que nos contó Catalina todos estos años.

—Pero, sabéis —dice Chapuys—, antes de que la dejase, ella me dijo una cosa turbadora. Dijo: «Podría ser todo culpa mía. Porque me enfrenté al rey, cuando podría haber aceptado una retirada honorable y dejarle casarse otra vez». Yo le dije: «
Madame
… —porque estaba asombrado—…,
madame
, pero qué estáis pensando, tenéis la razón de vuestra parte, el gran peso de la opinión, tanto seglar como eclesiástica». «Ay, pero —me dijo ella— los abogados tenían dudas en el caso. Y si yo erré, empujé al rey, que no tolera la oposición a actuar de acuerdo con sus peores inclinaciones, y en consecuencia comparto en parte la culpa de su pecado». Yo le dije: «Buena señora, sólo la autoridad más severa diría eso; dejad que el rey cargue con sus pecados, dejadle responder por ellos. Pero ella movió la cabeza. —Chapuys mueve la suya, turbado, perplejo—. Todas aquellas muertes, el buen obispo Fisher, Thomas Moro, los santos monjes de la Cartuja… «Me voy de este mundo —dijo— arrastrando sus cadáveres».

Él guarda silencio. Chapuys cruza la habitación hasta su escritorio y abre una pequeña caja taraceada.

—¿Sabéis qué es esto?

Él coge la flor de seda, cuidadosamente, por si se convierte en polvo entre sus dedos.

—Sí. El regalo que le hizo Enrique. El regalo que le hizo cuando nació el príncipe de Año Nuevo.

—Muestra un aspecto bueno del rey. Yo no le habría creído tan tierno. Estoy seguro de que a mí no se me habría ocurrido hacerlo.

—Vos sois un viejo soltero y triste, Eustache.

—Y vos un viudo triste y viejo. ¿Qué le regalasteis a vuestra esposa cuando nació vuestro encantador Gregory?

—Oh, supongo que… un plato de oro. Un cáliz de oro. Algo que pudiera poner en su estantería. —Devuelve la flor de seda—. Una esposa de ciudad quiere un regalo que pueda pesar.

—Catalina me dio esta rosa cuando nos despedimos —dice Chapuys—. Dijo: «Es todo lo que puedo dejaros. Elegid una flor del cofre y partid». Le besé la mano y me puse en marcha.

Suspira. Deja caer la flor sobre el escritorio y se tapa las manos con las mangas.

—Me cuentan que la concubina está consultando a adivinos para que le digan el sexo de su hijo, aunque ya hizo eso antes y todos le dijeron que era un niño. Bueno, la muerte de la reina ha modificado su posición. Pero tal vez no del modo que a ella le gustaría.

Él deja pasar eso. Espera. Chapuys dice:

—Me han informado de que Enrique presentó a su pequeña bastarda a la corte cuando se enteró de la noticia.

—Elizabeth es una niña adelantada —le explica al embajador. Pero luego debe recordar que, cuando tenía poco más de un año de los que su hija tiene ahora, el pequeño Enrique cabalgó por Londres, encaramado en la silla de un caballo de guerra, a seis pies del suelo y agarrado con sus gordos puños infantiles al arzón de la silla—. No deberíais desdeñarla —le dice a Chapuys— sólo porque sea pequeña. Los Tudor son guerreros desde la cuna.

—Oh, claro, sí. —Chapuys se sacude una brizna de ceniza de la manga—. Suponiendo que sea una Tudor. Lo que hay gente que duda. Y el pelo no demuestra nada, Cremuel. Considerando que yo podría salir a la calle y encontrar media docena de pelirrojos sin problema.

—Así que entonces —dice él, riendo—, ¿consideráis que la hija de Ana podría haber sido engendrada por cualquier transeúnte?

El embajador vacila. No le gusta confesar que ha estado escuchando rumores franceses.

—De todos modos —replica—, aunque sea hija de Enrique, sigue siendo una bastarda.

—Debo dejaros. —Se levanta—. Oh. Tendría que haberos traído vuestro sombrero de Navidad.

—Podéis seguir teniéndolo en custodia. —Chapuys se encoge de frío—. Estaré de luto un tiempo. Pero no os lo pongáis, Thomas. Me lo ensancharíais.

Llamadme Risley llega directo de ver al rey, con noticias sobre los preparativos para el funeral.

—Yo le dije, Majestad, ¿llevaréis el cadáver a san Pablo? Él dijo: se la puede dejar que descanse en Peterborough, que es un lugar antiguo y honorable y costará menos. Yo me quedé asombrado. Insistí; le dije: esas cosas se hacen de acuerdo con los precedentes. Mary, la hermana de Su Majestad, la esposa del duque de Suffolk, fue llevada a la catedral de san Pablo para que permaneciera allí de cuerpo presente. Y ¿vos no llamáis a Catalina hermana vuestra? Y él dijo: ah, pero mi hermana Mary era una dama real, había estado casada con el rey de Francia. —Wriothesley frunce el ceño—. Y Catalina no es de sangre real, según él, aunque sus padres fueran soberanos. Tendrá, dijo, todo lo que tiene derecho a tener como princesa viuda de Gales. Dijo: ¿dónde está el baldaquino que se puso sobre el coche fúnebre cuando murió Arthur? Tiene que estar en alguna parte del guardarropa. Se puede usar otra vez.

—Eso es razonable —dice él—. Las plumas del príncipe de Gales. No habría tiempo para hacer uno nuevo. A menos que la tengamos esperando sin enterrar.

—Parece que ella pidió quinientas misas por su alma —dice Wriothesley—. Pero yo no estaba dispuesto a decirle a Enrique eso, porque uno nunca sabe de un día para otro qué es lo que piensa él. De todos modos, tocaron las trompetas. Y él fue a misa. Y la reina con él. Y ella sonreía. Y él tenía una cadena de oro nueva.

El tono de Wriothesley sugiere que siente curiosidad: sólo eso. No emite ningún juicio sobre Enrique.

—Bueno —dice él—, si uno está muerto, Peterborough es un lugar tan bueno como cualquier otro.

Richard Riche está en Kimbolton haciendo un inventario, y ha iniciado una discusión con Enrique sobre los efectos de Catalina; no es que Riche amase a la vieja reina, pero ama la ley. Enrique quiere la plata y las pieles, pero Riche dice: Majestad, si nunca habéis estado casado con ella, era una
femme sole
, no una
femme covert
, si vos no erais su marido no tenéis ningún derecho a poner las manos en nada de su propiedad.

Él ha estado riéndose con esto.

—Enrique conseguirá las pieles —dice—. Riche le encontrará un medio de sortear el asunto, creedme. ¿Sabéis lo que debería haber hecho ella? Recogerlas y dárselas a Chapuys. Es un hombre muy sensible al frío.

Llega un mensaje para la reina Ana de lady María, en respuesta a su amable propuesta de ser una madre para ella. María dice que ha perdido a la mejor madre del mundo y que no tiene ninguna necesidad de una sustituta. En cuanto a relacionarse con la concubina de su padre, ella no piensa degradarse. No le daría la mano a nadie que haya estrechado las garras del diablo.

Él dice:

—Tal vez no fuese el momento. Tal vez se enterase de lo del baile. Y el vestido amarillo.

María dice que obedecerá a su padre, siempre que su honor y su conciencia se lo permitan. Pero que eso será todo lo que haga. No hará ninguna declaración ni ningún juramento que la obligue a reconocer que su madre no estaba casada con su padre, o a aceptar a un hijo de Ana Bolena como heredero de Inglaterra.

Ana dice:

—¿Cómo se atreve? ¿Cómo puede pensar que tiene posibilidad de negociar? Si tengo un niño, sé lo que le pasará a ella. Habría hecho mejor haciendo las paces con su padre ahora, para no tener que acudir llorando a él, pidiéndole perdón, cuando sea ya demasiado tarde.

—Es un buen consejo —dice él—. Dudo que ella lo siga.

—Entonces yo no puedo hacer nada más.

—Yo pienso sinceramente que no podéis.

Y él no ve qué más puede hacer por Ana Bolena. Está coronada, ha sido proclamada, su nombre está escrito en los estatutos, en los rollos: pero si el pueblo no la acepta como reina…

El funeral de Catalina está previsto para el 29 de enero. Llegan las primeras facturas, por las prendas de luto y las velas. El rey continúa entusiasmado. Está organizando diversiones cortesanas. Tiene que haber un torneo la tercera semana del mes, y Gregory va a participar en él. El muchacho está ya entregado a los preparativos. No hace más que llamar a su armero, despidiéndolo y haciéndole volver de nuevo; cambia de idea respecto al caballo.

—Padre, espero que no tenga que enfrentarme al rey —dice—. No es que lo tema. Pero será un asunto difícil, esforzarme por recordar que es él y procurar al mismo tiempo olvidar que es él, haciendo todo lo posible por conseguir darle un golpe, pero, Dios mío, por favor, no más de uno. ¿Os imagináis si tuviese la mala suerte de descabalgarlo? ¿Os imagináis que cayese frente a un novicio como yo?

—Yo no me preocuparía —dice él—. Enrique lleva justando desde antes de que tú pudieses andar.

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