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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

Una reina en el estrado (42 page)

BOOK: Una reina en el estrado
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—Pero escuchadme Cromwell —dice Norfolk—. Yo no estoy dispuesto a que ese saco de huesos sea la ruina de mi noble casa. Si ella se ha conducido mal, eso no debe recaer sobre los Howard, sólo sobre los Bolena. Y no necesito acabar con Wiltshire. Sólo quiero que se le quite ese título estúpido. Monseñor, por favor… —El duque enseña los dientes, alegre—. Yo quiero verle rebajado, después de su orgullo de estos últimos años. Recordaréis que yo nunca promoví este matrimonio. No, Cromwell, fuisteis vos. Yo siempre previne a Enrique Tudor sobre el carácter de ella. Puede que esto le enseñe que en el futuro debería escucharme.

—Mi señor —dice él—, ¿tenéis la orden?

Norfolk enarbola un pergamino. Cuando entran en las habitaciones de Ana, los gentilhombres que la sirven están enrollando en ese momento el gran mantel, y ella está aún sentada bajo el palio regio. Viste un terciopelo carmesí y vuelve (el saco de huesos) el óvalo marfileño perfecto de su rostro. No ha debido de comer nada; hay un silencio temeroso en la habitación, tensión visible en todas las caras. Ellos, los consejeros, deben esperar hasta que se acabe de recoger el mantel, hasta que se doble todo y se retire, y se hagan las reverencias precisas.

—Así que estáis ahí, tío —dice ella; su voz es pequeña; los reconoce uno a uno—. Lord Canciller. Señor tesorero.

Están entrando otros consejeros tras ellos. Mucha gente, parece, ha soñado con este momento; han soñado que Ana les suplicaría de rodillas.

—Mi señor Oxford —dice—. Y William Sandys. ¿Cómo estáis, sir William? —Es como si le resultase tranquilizador, nombrarlos a todos—. Y vos, Cremuel. —Se inclina hacia delante—. Sabéis, yo os creé.

—Y él os creó a vos,
madame
—replica Norfolk—. Y seguro que se arrepiente de ello.

—Pero yo lo lamenté primero —dice Ana; se ríe—. Y lo lamento más.

—¿Dispuesta para ir? —dice Norfolk.

—No sé cómo estar dispuesta —dice ella simplemente.

—Sólo tenéis que venir con nosotros —dice él: él, Cromwell. Extiende una mano.

—Yo preferiría no ir a la Torre —la misma voz pequeña, vacía de todo salvo cortesía—. Preferiría ir a ver al rey. ¿No puedo permanecer en Whitehall?

Ella conoce la respuesta. Enrique nunca dice adiós. Una vez, un día de verano de calor quieto, se alejó a caballo de Windsor y dejó atrás a Catalina; nunca volvió a verla.

—Supongo, señores —dice ella—, que no querrán llevarme de este modo, tal como estoy… No tengo ninguna cosa necesaria, ni una muda de ropa, y debería tener conmigo a mis mujeres.

—Ya se os llevarán vuestras ropas —dice él—. Y mujeres para serviros.

—Preferiría tener mis propias damas, las de mi cámara privada.

Se intercambian miradas. Ella parece no saber que son esas mujeres las que han dado testimonio contra ella, esas mujeres que se agrupan en torno al señor secretario por todos los sitios a los que va, deseosas de contarle cualquier cosa que quiera, desesperadas por protegerse.

—Bueno, si no puedo elegir yo…, al menos algunas personas de mi casa. Para que pueda mantener adecuadamente mi condición.

Fitz carraspea.


Madame
, vuestra casa será disuelta.

Ella se encoge.

—Cremuel les encontrará puestos —dice alegremente—. Él es bueno con los sirvientes.

Norfolk da un codazo al Lord Canciller.

—Porque creció con ellos, ¿eh? —Audley aparta la cara: él es siempre un hombre de Cromwell.

—No creo que vaya a ir con nadie más —dice ella— que con William Paulet, si a él le place escoltarme, porque esta mañana, en el consejo del rey, todos me ofendisteis, pero Paulet fue muy gentil conmigo.

—Dios Santo —dice Norfolk, riendo entre dientes—. Ir con Paulet, ¿eso es lo que queréis? Yo os cogeré debajo del brazo y os llevaré hasta la barca con el culo en el aire. ¿Es eso lo que queréis?

Los consejeros se vuelven y le miran furiosos, de común acuerdo.


Madame
—dice Audley—, no os preocupéis, seréis conducida como corresponde a vuestra condición.

Ella se levanta. Recoge sus faldas carmesí, las alza, melindrosa, como si no tocase ya el suelo común.

—¿Dónde está mi señor hermano?

La última vez se le vio en Whitehall, le dicen: lo que es cierto, aunque ahora deben de haber ido ya los guardias a por él.

—¿Y mi padre, monseñor? Eso es lo que no comprendo —dice ella—. ¿Por qué no está monseñor aquí conmigo? ¿Por qué no se sienta con ustedes, caballeros, y soluciona esto?

—Habrá sin duda una resolución después —el Lord Canciller casi lo ronronea—. Se dispondrá todo lo necesario para vuestro confort. Está previsto.

—Pero ¿previsto para cuánto tiempo?

Nadie le responde. Fuera de la cámara, la espera William Kingston, el condestable de la Torre. Kingston es un hombre inmenso, de una corpulencia parecida a la del rey; se comporta noblemente, pero su oficio y su apariencia han infundido terror en los corazones de los hombres más fuertes. Él recuerda a Wolsey, cuando Kingston se trasladó fuera de Londres para detenerlo: al cardenal le fallaron las piernas y tuvo que sentarse en un baúl para recuperarse. Deberíamos haber dejado a Kingston en casa, le cuchichea a Audley, y llevarla nosotros. Audley murmura: «Podríamos haberlo hecho, ciertamente; pero ¿no creéis, señor secretario, que estáis asustando bastante por vuestra propia cuenta?».

Le asombra la ligereza del Lord Canciller cuando salen al aire libre. En el embarcadero del rey, las cabezas de animales de piedra nadan en el agua, y también lo hacen sus propias formas, las formas de los gentilhombres, sus formas rotas por las olas, y la reina invertida, temblequeando con una llama en un espejo: alrededor de ellos, la danza de la suave claridad del sol de la tarde, y una inundación de cantos de pájaros. Le da la mano a Ana para subir a la barca, pues Audley parece reacio a tocarla, y ella huye de Norfolk; y como si pescara pensamientos en su mente, ella murmura: «Cremuel, vos nunca me perdonasteis lo de Wolsey».

Fitzwilliam le lanza una mirada a él, murmura algo que él no capta. Fitz era uno de los favoritos del cardenal en su época, y tal vez estén compartiendo un pensamiento: ahora Ana Bolena sabe lo que es que te saquen de tu casa y te lleven al río, toda tu vida alejándose a cada golpe de los remos.

Norfolk, que ocupa un lugar opuesto al de su sobrina, parpadea y se exclama:

—¿Lo veis? ¡Lo veis ahora,
madame
! ¿Veis lo que pasa cuando se desdeña a la propia familia?

—Yo no creo que «desdeñar» sea la palabra —dice Audley—. Ella no hizo precisamente eso.

Él lanza una mirada sombría a Audley. Ha pedido discreción sobre las acusaciones contra el hermano, George. No quiere que Ana empiece a agitarse violentamente y lance a alguien fuera de la barca. Se retira dentro de sí mismo. Observa el agua. Su escolta es una compañía de alabarderos, y admira cada delicado filo de hacha, el brillo agudo sobre las hojas. Desde el punto de vista de un armero, las alabardas son sorprendentemente baratas de fabricar. Pero es probable que, como arma de guerra, hayan tenido ya su época. Piensa en Italia, el campo de batalla, el empuje hacia delante de la pica. Hay un polvorín en la Torre y le gusta ir allí a hablar con los artesanos que hacen la pólvora. Pero tal vez eso sea asunto de otro día.

Ana dice:

—¿Dónde está Charles Brandon? Estoy segura de que lamenta no haber visto esto.

—Está con el rey, supongo —dice Audley; se vuelve hacia él y murmura—: Envenenando su mente contra vuestro amigo Wyatt. Ahí tenéis paralizado vuestro trabajo, señor secretario.

Él tiene los ojos fijos en la orilla lejana.

—Wyatt es un hombre demasiado bueno para perderlo.

El Lord Canciller resopla.

—Los versos no le salvarán. Le condenarán, más bien. Sabemos que escribe en acertijos. Pero yo pienso que tal vez el rey pensará que han sido aclarados.

Él piensa que no. Hay códigos tan sutiles que cambian por completo su sentido en medio verso, una sílaba, o en una pausa, una cesura. Él se ha enorgullecido, se enorgullecerá siempre, de no hacer a Wyatt ninguna pregunta que le fuerce a mentir, aunque deba disimular. Ana debería haber disimulado, le ha explicado a él lady Rochford: en su primera noche con el rey, ella debería haber representado el papel de la virgen, yaciendo rígida y llorando.

—Pero, lady Rochford —había objetado él—, enfrentado con ese temor, cualquier hombre podría haber flaqueado. El rey no es un violador.

—Oh, bueno, entonces —había dicho lady Rochford—. Ella debería al menos haberle halagado. Debería haber actuado como una mujer que estuviese recibiendo una feliz sorpresa.

Él no apreció mucho esos comentarios; percibió en el tono de Jane Rochford la crueldad peculiar de las mujeres. Luchan con las pobres armas que Dios les ha otorgado (despecho, culpa, habilidad para engañar) y es probable que en conversaciones entre ellas penetren en lugares donde un hombre nunca se atrevería a poner el pie. El cuerpo del rey carece de fronteras, es fluido, como su reino: es una isla que se construye a sí misma o se erosiona, su sustancia se la llevan las aguas saladas y frescas; tiene sus costas de pólderes, sus extensiones de pantanos, sus márgenes rehabilitados; tiene mareas, emisiones y efusiones de agua, ciénagas que aparecen y desaparecen en la conversación de las inglesas, y barrizales oscuros donde sólo deberían adentrarse sacerdotes con velas de junco en la mano.

En el río, la brisa es fría; el verano aún queda a semanas de distancia. Ana está observando el agua. Alza la vista y dice:

—¿Dónde está el arzobispo? Cranmer me defenderá y lo mismo harán todos mis obispos, me deben a mí su ascenso. Traed a Cranmer y él jurará que soy una mujer buena.

Norfolk se inclina hacia delante y le dicen a la cara:

—Un obispo os escupiría, sobrina.

—Yo soy la reina y si me hacéis daño, caerá sobre vos una maldición. No caerá una gota de lluvia hasta que se me deje en libertad.

Un suave gruñido de Fitzwilliam. El Lord Canciller dice:


Madame
, es esa charla necia de maldiciones y hechizos la que os ha traído aquí.

—¿Ah, sí? Yo creí que decíais que era una esposa falsa, ¿estáis diciendo ahora que soy también una hechicera?

Fitzwilliam dice:

—No fuimos nosotros los que sacamos a colación el tema de las maldiciones.

—No podéis hacer nada contra mí. Declararé bajo juramento que digo la verdad y el rey me escuchará. No podéis presentar ningún testigo. Ni siquiera sabéis cómo acusarme.

—¿Acusaros? —dice Norfolk—. Por qué acusaros, me pregunto. Nos ahorraría problemas si os tirásemos de la barca y os ahogaseis.

Ana se encoge en sí misma. Acurrucada todo lo lejos que puede de su tío, parece tener el tamaño de un niño.

Cuando la barca llegar a la Court Gate, él ve al ayudante de Kingston, Edmund Walsingham, oteando el río; en conversación con él, Richard Riche.

—Bolsa, ¿qué estás haciendo tú aquí?

—Pensé que podríais necesitarme, señor.

La reina pisa en tierra firme, se equilibra apoyándose en el brazo de Kingston. Walsingham se inclina ante ella. Parece nervioso; mira alrededor, preguntándose a qué consejero debería dirigirse.

—¿Tenemos que disparar el cañón?

—Es lo habitual —dice Norfolk—, ¿no es así? Cuando una persona de nota llega, porque al rey le place. Y ella es una persona de nota, supongo yo.

—Sí, pero una reina… —dice el hombre.

—Disparad el cañón —ordena Norfolk—. Los londinenses deben saber.

—Yo creo que lo saben ya —dice él—. ¿No les vio mi señor correr por las orillas?

Ana alza la vista, examina la mampostería que hay sobre su cabeza, las estrechas ventanas de lupa y los enrejados. No hay rostros humanos, sólo el batir del ala de un cuervo, y su ruido, que sobresalta porque parece una voz humana.

—¿Está Harry Norris aquí? —pregunta—. ¿No ha defendido mi inocencia?

—Temo que no —dice Kingston—. Ni la suya.

Algo le pasa a Ana entonces, que luego él no entenderá del todo. Parece disolverse y escurrirse de su presa, de las manos de Kingston y de las suyas, parece licuarse y eludirles, y cuando vuelve a adquirir una vez más una forma de mujer está con las rodillas y las manos apoyadas en el empedrado, la cabeza echada hacia atrás, gritando.

Fitzwilliam, el Lord Canciller, incluso su tío, retroceden; Kingston frunce el ceño, su ayudante mueve la cabeza, Richard Riche parece conmocionado. Él, Cromwell, la coge (porque ningún otro lo hará) y la pone de nuevo de pie. No pesa nada, y cuando la levanta, el grito cesa, como si su respiración se hubiese detenido. Silenciosa, se apoya contra el hombro de él, se sostiene en él: atenta, cómplice, dispuesta para la cosa siguiente que harán juntos, que será matarla.

Cuando ellos vuelven a la barca real, Norfolk aúlla:

—¿Señor secretario? Necesito ver al rey.

—Ay —dice él, como si el lamento fuese auténtico: ay, eso no será posible—. Su Majestad ha pedido paz y aislamiento. Seguramente, mi señor, vos haríais lo mismo dadas las circunstancias.

—¿Dadas las circunstancias? —repite Norfolk. El duque se queda mudo, al menos durante un minuto, mientras avanzan poco a poco hasta el canal central del Támesis: y frunce el ceño, pensando sin duda en su propia esposa mal usada y en las posibilidades de librarse de ella.

Un bufido de desdén es lo mejor, decide el duque:

—Os diré una cosa, señor secretario, sé que vos tenéis amistad con mi duquesa, así que ¿qué me decís? Cranmer nos lo puede anular, y luego no tenéis más que pedirla y es vuestra. Qué, ¿no la queréis? Con su ropa de cama y una mula de montar, y no come gran cosa. Digamos cuarenta chelines al año y cerramos el trato.

—Controlaos, mi señor —dice con fiereza Audley; luego hace uso del reproche de último recurso—: Recordad vuestro linaje.

—Es más de lo que puede hacer Cromwell —dice el duque con una risilla—. Ahora escuchadme, Crumb. Si yo digo que necesito ver al Tudor, ningún hijo de herrero me dirá no.

—Puede soldaros, mi señor —dice Richard Riche; no se han dado cuenta de que se ha deslizado a bordo—. Puede ocurrírsele machacaros la cabeza a martillazos para darle otra forma. El señor secretario tiene habilidades que nunca habéis imaginado.

Se ha apoderado de él una especie de vértigo, una reacción al horrible espectáculo que han dejado atrás en el muelle.

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