Una reina en el estrado (45 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
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—¿Creéis que es mejor cara a cara? —Una risa incrédula—. Mi señor, diré, vine para ahorraros una conmoción…, vuestra hija Jane pronto será viuda, porque su marido va a ser decapitado por incesto.

—No, la cuestión del incesto se la dejamos a los sacerdotes. Es por traición por lo que morirá. Y no sabemos si el rey elegirá decapitación.

—No creo que yo pueda hacerlo.

—Pero yo sí. Tengo una gran fe en vos. Consideradlo una misión diplomática. Habéis realizado algunas. Aunque no sé muy bien cómo.

—Sobrio —dice Francis Bryan—. Necesitaré beber algo para ésta. Y, sabéis, le tengo miedo a lord Morley. Siempre anda sacando algún manuscrito antiguo y diciendo: «¡Mira esto, Francis!». Y riéndose cordialmente de los chistes que hay allí. Y bueno, mi latín, cualquier escolar se avergonzaría de él.

—Dejad las zalamerías —dice él—. Ensillad el caballo. Pero antes de partir para Essex, hacedme un servicio más. Id a ver a vuestro amigo Nicholas Carew. Decidle que estoy de acuerdo con sus demandas y que hablaré con Wyatt. Pero advertidle, decidle que no me presione porque no me dejaré presionar. Recordadle que va a haber más detenciones, aún no puedo decir de quién. O más bien, aunque pudiese, no estoy dispuesto. Entended, y haced entender a vuestros amigos, que yo he de tener una mano libre para negociar. No soy su criado.

—¿Tengo ya libertad para marcharme?

—Sois libre como el aire —dice él suavemente—. Pero ¿qué me decís de la cena?

—Podéis comeros vos la mía —dice Francis.

Aunque la cámara del rey es oscura, el rey dice:

—Debemos mirar en el espejo de la verdad. Yo creo que soy culpable, pues lo que suponía tener no lo tenía.

Enrique mira a Cranmer como diciendo: ahora es vuestro turno; yo confieso mi culpa, dadme pues la absolución. El arzobispo parece muy afectado; no sabe qué dirá Enrique a continuación, o si puede confiar en sí mismo para responder. No es una noche esta para la que le preparase nunca Cambridge.

—No fuisteis negligente —le dice al rey; lanza una mirada interrogante, como una larga aguja, hacia él, hacia Cromwell—. En estas cuestiones, la acusación no debería llegar, en realidad, antes de las pruebas.

—Debéis tener en cuenta —le dice él a Cranmer, pues él es suave y flexible y dispone de frases abundantes—, debéis tener en cuenta que no yo sino todo el consejo del rey examinó a los gentilhombres que ahora están acusados. Y el consejo del rey os convocó, os expuso la materia y no pusisteis reparos. Como vos mismo habéis dicho, mi señor arzobispo, no habríamos ido tan lejos en el asunto sin una seria consideración.

—Cuando miro hacia atrás —dice Enrique—, encajan tantas cosas en su sitio… Fui embaucado y traicionado. Tantos amigos perdidos, amigos y buenos servidores, perdidos, apartados, desterrados de la corte. Y peor…, pienso en Wolsey. La mujer a la que yo llamaba «mi esposa» utilizó contra él todo su ingenio, todas las armas de la astucia y el rencor.

¿Qué esposa sería ésa? Tanto Catalina como Ana trabajaron contra el cardenal.

—No sé cómo he podido estar tan engañado —dice Enrique—. Pero ¿no llama san Agustín al matrimonio «una vestidura mortal de esclavitud»?

—Crisóstomo —murmura Cranmer.

—Pero dejemos eso a un lado —dice rápidamente él, Cromwell—. Si este matrimonio se deshace, Majestad, el Parlamento os pedirá que volváis a casaros.

—Me atrevo a decir que sí que lo hará. ¿Cómo puede un hombre cumplir su deber al mismo tiempo con su reino y con Dios? Pecamos incluso en el propio acto de la generación. Debemos tener descendientes, y los reyes en especial, y sin embargo se nos advierte contra la lujuria; incluso en el matrimonio, hay algunas autoridades que dicen que amar a la esposa desmedidamente es una especie de adulterio, ¿verdad?

—Jerónimo —cuchichea Cranmer: como si inmediatamente repudiara al santo—. Pero hay muchas otras doctrinas que son más cómodas, y que alaban el estado marital.

—Rosas arrancadas de las espinas —dice él—. La Iglesia no ofrece mucho consuelo al hombre casado, aunque Pablo diga que deberíamos amar a nuestras esposas. Es difícil, Majestad, no pensar que el matrimonio es intrínsecamente pecaminoso, dado que los célibes se han pasado muchos siglos diciendo que ellos están mejor que nosotros. Pero no están mejor. La repetición de doctrinas falsas no las hace ciertas. ¿Vos estáis de acuerdo, Cranmer?

Que me maten ahora mismo, dice la cara del arzobispo. Él, contra todas las leyes del rey y de la Iglesia, es un hombre casado; se casó en Alemania cuando estaba entre los reformadores, tiene a
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Grete escondida, la oculta en sus casas de campo. ¿Lo sabe Enrique? Debe saberlo. ¿Lo dirá? No, porque está pensando en su propio problema.

—Ahora no puedo entender por qué pude tenerla alguna vez —dice el rey—. Por eso es por lo que creo que ella ha utilizado conmigo hechizos y encantamientos. Asegura que me ama. Catalina proclamaba que me amaba. Ellas dicen amor y quieren decir lo contrario. Yo creo que Ana ha intentado minarme continuamente. Siempre era antinatural. Pensad en cómo se burlaba de su tío, mi señor de Norfolk. Pensad con qué desdén trataba a su padre. Presumía de censurar mi propia conducta, y se empeñaba en aconsejarme sobre cuestiones que quedaban muy fuera del alcance de su comprensión, y me decía cosas que ningún pobre estaría dispuesto a aguantar que se las dijese su mujer.

—Era atrevida, cierto. Sabía que era un defecto e intentaba controlarse.

—Ahora se controlará, vive Dios. —El tono de Enrique es feroz; pero en el instante siguiente lo ha modulado, con los tonos quejumbrosos de la víctima; abre su caja de escribir de nogal.

—¿Veis este librito? —No es un libro en realidad, o no lo es aún, sólo una colección de hojas sueltas atadas; no hay página del título, sólo una hoja blanca con la laboriosa escritura del propio Enrique.

—Es un libro en elaboración. Lo he escrito yo. Es una obra de teatro. Una tragedia. Es mi propio caso —lo ofrece.

—Guardadlo, señor —dice él—, hasta que tengamos más tiempo de ocio para hacerle justicia.

—Pero debéis saber —insiste el rey—. Conocer el carácter de ella. Lo mal que se ha portado conmigo, cuando yo se lo di todo. Todos los hombres deberían saberlo y estar advertidos sobre lo que son las mujeres. Sus apetitos no tienen límites. Ella ha cometido adulterio, creo yo, con un centenar de hombres.

Enrique parece de pronto una criatura cazada: acosada por el deseo de las mujeres, arrastrada y despedazada.

—Pero ¿su hermano? —dice Cranmer; él aparta la vista, no quiere mirar al rey—. ¿Es posible eso?

—Dudo que ella pudiera resistirse —dice Enrique—. ¿Por qué privarse? ¿Por qué no apurar la copa hasta las sucias heces? Y mientras ella se entregaba a sus deseos, estaba matando los míos. Cuando me acercaba a ella, sólo para cumplir con mi deber, me lanzaba una mirada que era como para desalentar a cualquier hombre. Ahora sé por qué lo hacía. Quería estar fresca para sus amantes.

El rey se sienta. Empieza a hablar, a divagar. Ana lo cogió de la mano, diez años atrás y más. Lo llevó al bosque y en el selvático lindero de él, donde la amplia luz del día se astilla y se filtra en el verdor, él dejó su buen juicio, su inocencia. Ella lo arrastró, cautivo, todo el día, hasta que estaba ya temblando, exhausto, pero no podía pararse siquiera a tomar aliento, no podía volver atrás, no conocía el camino. Así lo torturaba todo el día, hasta que se apagaba la luz, y él la seguía a la luz de las antorchas: entonces ella se volvía y apagaba las antorchas y lo dejaba solo en la oscuridad.

Se abre la puerta suavemente: alza la vista y allí está Rafe, donde antes habría estado Weston, quizá.

—Majestad, mi señor de Richmond está aquí para daros las buenas noches. ¿Puede entrar?

Enrique se interrumpe.

—Fitzroy. Por supuesto.

El bastardo de Enrique es ahora un principito de dieciséis años, aunque su piel delicada, su mirada franca, le hace parecer más joven de esa edad. Tiene el cabello entre dorado y pelirrojo de la estirpe del rey Eduardo IV; tiene también un aire del príncipe Arthur, el hermano mayor de Enrique que murió. Se muestra vacilante al enfrentarse al toro de su padre, deteniéndose por si se le rechaza. Pero Enrique se levanta y abraza al muchacho, la cara húmeda de lágrimas. «Mi hijito —dice, a un niño que pronto medirá uno ochenta—. Mi único hijo». El rey llora tanto que tiene que secarse la cara con la manga. «Ella os habría envenenado —gime—. Gracias a Dios que por la astucia del señor secretario se descubrió a tiempo la conjura».

—Gracias, señor secretario —dice, muy serio, el muchacho—. Por descubrir la conjura.

—Ella os habría envenenado a vos y a vuestra hermana María, a los dos, y habría hecho heredera de Inglaterra a ese granito que engendró. O mi trono habría pasado al mocoso al que engendrase después, Dios me valga, si conseguía vivir. Dudo que un hijo suyo pudiese vivir. Era demasiado malvada. Dios la abandonó. Rezad por vuestro padre, rezad para que Dios no me abandone. He pecado, tengo que haber pecado. El matrimonio era ilícito.

—¿Qué, éste? —dice el muchacho—. ¿Éste también?

—Ilícito y maldito —Enrique balancea al muchacho adelante y atrás, apretándolo ferozmente en su abrazo, los puños cerrados a su espalda: tal vez un oso apriete así a sus crías—. El matrimonio estaba fuera de la ley de Dios. Nada podría hacerlo legítimo. Ninguna de ellas fue mi esposa, ni ésta ni la otra, que gracias a Dios está ya en la tumba, y no tengo que escuchar sus gimoteos y sus rezos y sus ruegos, ni soportar que se inmiscuya en mis asuntos. No me digáis que hubo dispensas, no quiero oírlo, ningún papa puede dispensarnos de la ley del Cielo. ¿Cómo fue que llegó a acercarse a mí ella, Ana Bolena? ¿Por qué llegué yo a fijarme en ella? ¿Por qué me cegó? Hay tantas mujeres en el mundo, tantas mujeres lozanas y jóvenes y virtuosas, tantas mujeres buenas y amables. ¿Por qué he estado maldecido yo con mujeres que destruyen a los niños en sus vientres?

Suelta al muchacho tan bruscamente que éste se tambalea.

Enrique resopla.

—Ahora idos, hijo. A vuestro lecho inocente. Y vos, señor secretario, al vuestro…, volved con vuestra gente. —El rey se seca la cara con su pañuelo—. Estoy demasiado cansado para confesar esta noche, mi señor arzobispo. Podéis idos a casa también. Pero venid de nuevo, y absolvedme.

Parece una idea cómoda. Cranmer vacila: pero no es alguien que presione para descubrir secretos. Cuando salen de la cámara, Enrique coge su pequeño libro; pasa las páginas y se pone a leer su propia historia.

Fuera de la cámara del rey, él hará la señal a los gentilhombres que están esperando. «Entrad y ved si quiere algo». Lentos, renuentes, los sirvientes de cámara se dirigen hacia el cubil de Enrique: inseguros de cómo van a ser recibidos, inseguros de todo. Pasar el tiempo en buena compañía; pero ¿dónde está ya la compañía? Está encogida contra la pared.

Se despide de Cranmer abrazándolo y susurrando:

—Todo saldrá bien.

El joven Richmond le toca en el brazo:

—Señor secretario, hay algo que debo contaros.

Él está cansado. Se levantó al amanecer a escribir cartas a Europa.

—¿Es urgente, mi señor?

—No. Pero es importante.

Dónde buscar un maestro que conozca la diferencia.

—Adelante, mi señor, soy todo oídos.

—Quiero contaros que he tenido ya una mujer.

—Espero que ella fuese todo lo que deseabais.

El muchacho se ríe, inseguro.

—En realidad no. Era una puta. Lo arregló mi hermano Surrey. —Se refiere al hijo de Norfolk; a la luz de un candelabro de pared, la cara del muchacho titila, de oro a negro, a oro cuadriculado de nuevo, como si estuviese sumergida en sombras—. Pero después de eso, soy ya un hombre y creo que Norfolk debería dejarme vivir con mi mujer.

Richmond ha sido casado ya, con la hija de Norfolk, la pequeña Mary Howard. Norfolk ha mantenido separados a los chicos por razones propias: si Ana le hubiese dado un hijo a Enrique en su matrimonio, el bastardo no valdría nada ya para el rey, y Norfolk había considerado en sus cálculos que, en ese caso, si su hija era aún virgen, tal vez pudiese casarla en otra parte con mayor provecho.

Pero todos estos cálculos son inútiles ya.

—Hablaré con el duque en favor vuestro —dice él—. Creo que ahora se mostrará propicio a ceder a vuestros deseos.

Richmond se ruboriza: ¿placer, embarazo? El muchacho no es tonto y conoce su situación, que en unos cuantos días ha mejorado inmensamente. Él, Cromwell, puede oír la voz de Norfolk, tan clara como si estuviese razonando en el consejo del rey: la hija de Catalina ha sido convertida ya en bastarda, la hija de Ana la seguirá, así que todos los tres hijos de Enrique son ilegítimos. Y, en ese caso, ¿por qué no preferir el varón a la hembra?

—Señor secretario —dice el chico—, los criados de mi casa andan diciendo que Elizabeth no es siquiera hija de la reina. Dicen que fue introducida en secreto en la cámara de la reina en un cesto y que se sacó de allí al hijo muerto que ella había tenido.

—¿Por qué iba a hacer eso ella? —siempre siente curiosidad por los razonamientos de los criados domésticos.

—Es todo porque, para ser reina, hizo un pacto con el diablo. Pero el diablo siempre te engaña. La dejó ser reina, pero no la dejaba tener un hijo vivo.

—Sin embargo, lo más normal sería pensar que el demonio hubiese aguzado su ingenio. Si iba a introducir en secreto un bebé en un cesto, ¿no sería más lógico que hubiese elegido un niño?

Richmond consigue esbozar una triste sonrisa.

—Tal vez fuese el único recién nacido con el que consiguió hacerse. Después de todo, la gente no los deja en la calle.

Lo hacen, sin embargo. Él va a introducir una nueva ley en el Parlamento para proporcionar amparo a los niños huérfanos de Londres. Su idea es: vela por los niños huérfanos y ellos velarán por las niñas.

—A veces —dice el chico—, pienso en el cardenal. ¿Vos pensáis alguna vez en él?

Se agacha para sentarse en un baúl; y él, Cromwell, se sienta a su lado.

—Cuando yo era muy pequeño, y muy tonto, como son los niños, solía pensar que el cardenal era mi padre.

—El cardenal era vuestro padrino.

—Sí, pero yo pensaba… Porque era tan bueno conmigo. Me visitaba y me llevaba por ahí y, aunque me hizo grandes regalos de cubertería y vajilla de oro, me regaló también una pelota de seda y también una muñeca, cosas que, como sabéis, les gustan a los niños… —baja la cabeza— cuando son pequeños, y yo estoy hablando de cuando vestía aún una túnica. Sabía que había un secreto sobre mí, y pensaba que era ése, que yo era hijo de un sacerdote. Cuando vino el rey era un desconocido para mí. Me regaló una espada.

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