Una reina en el estrado (48 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
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Él abre las manos.

—Yo no pido nada. Sólo señalo que algunos lo verían como la forma de salir adelante. No sé si el rey se inclinaría por la clemencia. Podría dejaros vivir en el extranjero, o podría ser clemente en cuanto a la forma de vuestra muerte. O no. La pena por traición, como sabéis, es temible y pública: el traidor muere con gran dolor y humillación. Veo que lo sabéis, que lo habéis presenciado.

Bolena se pliega sobre sí mismo: se encoge, los brazos cruzados sobre el cuerpo, como para protegerse las vísceras del cuchillo del carnicero, y se desploma en un taburete; él piensa, deberíais haber hecho eso antes, os dije que os sentaseis, ¿veis cómo, sin tocaros, os he hecho sentaros? Le dice suavemente:

—Vos profesáis el Evangelio, mi señor, y pensáis que estáis salvado. Pero vuestras acciones no sugieren que lo estéis.

—Debéis apartar vuestros dedos de mi alma —dice George—. Yo esos asuntos los discuto con mis capellanes.

—Sí, eso me dicen. Creo que habéis pasado a sentiros demasiado seguro del perdón, creyendo que tenéis años por delante para pecar, y aunque Dios lo vea todo debe ser paciente, como los criados, y vos le haréis caso al final, y responderéis a su demanda, sólo debe esperar a que seáis viejo. ¿Es ése vuestro caso?

—Hablaré con mi confesor sobre eso.

—Yo soy vuestro confesor ahora. ¿Dijisteis, ante otros que lo oían, que el rey era impotente?

George se ríe de él.

—Puede hacerlo si el tiempo es bueno.

—Al decir eso, pusisteis en entredicho la paternidad de la princesa Elizabeth. Supongo que os dais cuenta de que eso es traición, considerando su condición de heredera del trono de Inglaterra.


Faute de mieux
, por lo que se refiere a vos.

—El rey ahora cree que no podría tener un hijo de este matrimonio, porque no fue legítimo. Cree que había impedimentos ocultos y que vuestra hermana no fue sincera sobre su pasado. Así que se propone un nuevo matrimonio, que será limpio.

—Me maravilla que os expliquéis —dice George—. Nunca lo hicisteis antes.

—Lo hago por una razón, para que podáis comprender vuestra situación y no albergar falsas esperanzas. Esos capellanes de los que habláis, os los enviaré. Son compañía adecuada para vos ahora.

—Dios otorga hijos a cualquier mendigo —dice George—. Los otorga a la unión ilícita, así como a la bendecida, a la puta y también a la reina. Me asombra que el rey pueda ser tan simple.

—Es una santa simplicidad —dice él—. Se trata de un soberano ungido, y por tanto muy próximo a Dios.

Bolena escruta su expresión, buscando frivolidad o desdén: pero él sabe que su cara no dice nada, puede confiar en ella. Podrías mirar hacia atrás hacia la trayectoria de Bolena y decir: «Ahí erró, y ahí». Fue demasiado orgulloso, demasiado peculiar, no quiso contener sus caprichos ni hacerse útil. Necesita aprender a doblarse con la brisa, como su padre; pero su tiempo para aprender algo se está agotando rápidamente. Hay un tiempo para mantener firme tu dignidad, pero hay un tiempo para abandonarla en interés de tu seguridad. Hay un tiempo para sonreír detrás de la mano de cartas que te han tocado y hay un tiempo para arrojar la bolsa en la mesa y decir: «Thomas Cromwell, habéis ganado».

George Bolena, pata delantera derecha.

Cuando llega a Francis Weston (pata trasera derecha) la familia del joven se ha puesto ya en contacto con él y ha ofrecido una gran cantidad de dinero. Él lo ha rechazado educadamente; piensa que haría lo mismo en sus circunstancias, aunque es difícil imaginar a Gregory o a cualquier otro miembro de su casa siendo tan necio como ha sido ese joven.

La familia Weston va más allá: van a ver al propio rey. Harán una oferta, harán una caridad, harán una donación grande e incondicional al Tesoro del rey. Él lo discute con Fitzwilliam: «No puedo aconsejar a Su Majestad. Es posible que se puedan hacer acusaciones menores. Depende de hasta qué punto considere Su Majestad que se vea afectado su honor».

Pero el rey no se siente inclinado a la clemencia. Fitzwilliam dice torvamente: «Si yo fuese la familia de Weston, pagaría de todos modos. Para asegurar el favor. Después».

Ése es el mismo enfoque que ha hecho él, pensando en la familia Bolena (los que sobrevivan) y en los Howard. Él sacudirá los robles ancestrales y caerán monedas de oro en cada estación.

Antes incluso de que llegue a la habitación donde está encerrado Weston, el joven sabe lo que puede esperar; sabe quién está preso con él; se sabe o tiene una idea bastante exacta de las acusaciones; sus carceleros deben haber hablado, porque él, Cromwell, ha cortado la comunicación entre los cuatro presos. Un carcelero charlatán puede ser útil; puede empujar a un preso a la cooperación, a la aceptación, a la desesperación. Weston debe suponer que la iniciativa de su familia ha fracasado. Miras a Cromwell y piensas: si el soborno no sirve, ninguna otra cosa servirá. Es inútil protestar o negar o contradecir. Someterse podría resultar, merece un intento.

—Me burlé de vos, señor —dice Francis—. Os menosprecié. Siento haberlo hecho. Sois el servidor del rey y yo tendría que haberos respetado.

—Bueno, es una bonita disculpa —dice él—. Aunque deberíais pedir perdón al rey y a nuestro Señor Jesucristo.

Francis dice:

—Sabéis que llevo muy poco tiempo casado.

—Y tenéis a vuestra esposa en casa en el campo. Por razones obvias.

—¿Puedo escribirle? Tengo un hijo. Aún no tiene un año. —Un silencio—. Deseo que se rece por mi alma después de mi muerte.

Él había pensado que Dios podría tomar sus propias decisiones, pero Weston cree que el Creador necesita que le empujen y le persuadan con ruegos y tal vez que le sobornen un poco. Weston, como si siguiese su pensamiento, dice:

—Tengo deudas, señor secretario. Por la cuantía de un millar de libras. Lo lamento ahora.

—Nadie espera que un joven y galante gentilhombre como vos ande haciendo economías. —Su tono es amable, y Weston alza la vista—. Por supuesto, esas deudas son más de lo que vos podríais razonablemente pagar, e, incluso teniendo en cuenta los bienes que recibáis cuando fallezca vuestro padre, son una pesada carga. Así que vuestra prodigalidad hace pensar a la gente: ¿qué expectativas tenía el joven Weston?

El joven le mira en principio con una expresión estúpida y rebelde, como si no entendiese por qué debería alegarse eso contra él: ¿qué tenían que ver sus deudas? No entiende adónde lleva eso. Luego lo entiende. Él, Cromwell, extiende una mano para cogerle por la ropa, para impedir que caiga a causa de la conmoción.

—Un jurado comprenderá el asunto fácilmente. Sabemos que la reina os dio dinero. ¿Cómo podríais vivir, si no, cómo vivíais? Es fácil de ver. Para vos mil libras no son nada, si esperabais casaros con ella después de que hubieseis urdido la muerte del rey.

Cuando está seguro de que Weston puede sostenerse derecho sentado, abre el puño y suelta la presa. El muchacho se yergue mecánicamente y se estira la ropa, endereza la golilla del cuello de la camisa.

—Se velará por vuestra esposa —le dice él—. No os preocupéis por eso. El rey nunca extiende su animosidad a las viudas. Se velará por ella mejor, me atrevo a decir, de lo que nunca habéis velado por ella vos.

Weston alza la vista.

—No puedo poner objeciones a vuestro razonamiento. Veo el peso que tendrá cuando se exponga como prueba. He sido un necio y vos habéis permanecido a un lado y lo habéis visto todo. Sé que he sido yo la causa de mi ruina. No puedo culparos además de vuestra conducta, porque yo os habría hecho daño si hubiese podido. Y sé que no he vivido una buena…, no he vivido…, bueno, pensé que dispondría de otros veinte años o más para vivir como lo he hecho, y luego, cuando fuese viejo, a los cuarenta y cinco o cincuenta, daría dinero a los hospitales y dotaría una capellanía, y Dios vería que estaba arrepentido.

Él asiente.

—Bueno, Francis —dice—. Nunca sabemos cuándo va a llegar la hora, ¿verdad?

—Pero, señor secretario, vos sabéis que, haya hecho todo lo malo que haya hecho, no soy culpable de este asunto de la reina. Veo por vuestra expresión que lo sabéis, y toda la gente lo sabrá también cuando me lleven a morir, y el rey lo sabrá y pensará en ello cuando se quede solo. Así que se me recordará. Como se recuerda al inocente.

Habría sido cruel desbaratar esa creencia; espera que su muerte le dé mayor fama de la que le ha dado su vida. Todos los años que se extendían ante él, y no hay razón alguna para creer que se propusiese hacer mejor uso de ellos del que había hecho de los primeros veinticinco; lo dice él mismo. Criado bajo el ala de su soberano, cortesano desde que era niño, de familia de cortesanos: nunca dudó de su lugar en el mundo, nunca tuvo un momento de angustia, nunca un momento de agradecimiento por el gran privilegio de haber nacido como Francis Weston, en el seno de la fortuna, nacido para servir a un gran rey y una gran nación: no dejará nada más que sus deudas, y un nombre manchado, y un hijo; y cualquiera puede engendrar un hijo, se dice él: hasta que recuerda por qué estamos aquí y de qué va todo este asunto.

—Vuestra esposa —dice— ha escrito en favor vuestro al rey. Pidiendo clemencia. Tenéis muchos amigos.

—De mucho me valdrán.

—No creo que comprendáis que en esta tesitura, muchos hombres se encontrarían solos. Debería alegraros. No deberíais amargaros, Francis. La fortuna es voluble, todo joven aventurero lo sabe. Resignaos. Mirad a Norris. No siente ninguna amargura.

—Quizá —replica el joven—, quizá Norris piense que no tiene ningún motivo para la amargura. Tal vez sus pesares sean sinceros, y necesarios. Tal vez él merezca morir, pero yo no.

—Pensáis que él se lo merece, por entrometerse con la reina.

—Siempre estaba con ella. Y no para hablar del Evangelio.

Está, quizá, al borde de una denuncia. Norris había empezado a admitir cosas con William Fitzwilliam, pero luego se había vuelto atrás. ¿Aflorarán quizá ahora los hechos? Espera. Ve que el muchacho hunde la cabeza en las manos; luego, él, impelido por algo, no sabe por qué, se levanta, dice:

—Francis, perdonadme. —Y sale de la habitación.

Fuera está esperando Wriothesley, con gentilhombres de su casa. Están apoyados en la pared, compartiendo algún chiste. Se yerguen al verlo, miran, expectantes.

—¿Hemos acabado? —dice Wriothesley—. ¿Ha confesado?

Él lo niega con un gesto.

—Cada hombre dará buena cuenta de sí mismo, pero no absolverá a sus compañeros. Además, todos dirán: «Yo soy inocente», pero no dirán: «Ella es inocente». No son capaces. Puede que ella lo sea, pero ninguno de ellos lo dirá.

Es exactamente como una vez que le explicó Wyatt: «Lo peor del asunto —había dicho— es lo que ella me insinúa, alardeando casi, que me dice, no a mí, pero sí a otros».

—Bueno, no tenéis ninguna confesión —dice Wriothesley—. ¿Queréis que las consigamos nosotros?

Lanza a Llamadme una mirada que le hace retroceder, de manera que pisa en un pie a Richard Riche.

—Qué, Wriothesley, ¿pensáis que soy demasiado blando con el joven?

Riche se frota el pie.

—¿Haremos acusaciones concretas?

—Cuantas más mejor. Perdonadme, necesito un momento…

Riche supone que ha ido a orinar. Él no sabe qué le ha hecho dejar a Weston y salir de la habitación. Puede que fuese cuando el muchacho dijo «cuarenta y cinco o cincuenta». Como si, después de media vida, hubiese una segunda infancia, una nueva fase de inocencia. Le conmovió, quizá, la simplicidad de ello. O tal vez sólo necesitó aire. Digamos que estás en una habitación, las ventanas completamente cerradas, tienes conciencia de la proximidad de otros cuerpos, de la luz menguante. En la habitación te planteas supuestos, juegas partidas, mueves a tu personal por allí: cuerpos imaginarios, duros como marfil, negros como ébano, empujados en sus caminos a través de los cuadrados. Luego dices: no puedo soportar esto más, tengo que respirar; sales rápidamente de la habitación y entras en un jardín selvático donde los culpables están colgados de los árboles, no marfil ya, no ébano ya, carne; y sus fieras lenguas plañideras proclaman su culpabilidad mientras mueren. En este asunto, la causa ha estado precedida por el efecto. Lo que tú soñaste se ha representado. Buscas un puñal pero la sangre ya está derramada. Los corderos se han matado y comido ellos mismos. Han llevado cuchillos a la mesa, se han trinchado y han dejado limpios sus propios huesos.

Mayo está floreciendo hasta en las calles de la ciudad. Él lleva flores a las damas de la Torre. Es Christophe quien porta los ramos. El muchacho está engordando y parece un buey adornado para el sacrificio. Él se pregunta qué harían con sus sacrificios, los paganos y los judíos del Antiguo Testamento; no desperdiciarían seguramente carne fresca, pero ¿la darían a los pobres?

Ana está alojada en las habitaciones que se redecoraron para su coronación. Él mismo había supervisado la tarea, y observado cómo florecían en las paredes diosas, con sus ojos oscuros suaves y brillantes. Toman el sol en jardines, bajo cipreses; una cierva blanca atisba entre el follaje, mientras los cazadores se desvían en otra dirección y los perros brincan delante de ellos, con su música canina.

Lady Kingston se levanta para recibirle, y él dice:

—Sentaos, mi querida señora… ¿Dónde está Ana? No aquí en su cámara de presencia.

—Está rezando —dice una de las tías Bolena—. Así que la dejamos hacerlo.

—Ya lleva un rato —dice la otra tía—. No sabemos si tendrá un hombre allí dentro.

Las tías ríen entre dientes; él no se une a ellas; lady Kingston les lanza una mirada dura.

La reina sale del pequeño oratorio; ha oído la voz de él. La luz del sol golpea en su rostro. Es cierto lo que dice lady Rochford, empiezan a marcársele las arrugas. Si no supieses que es una mujer que ha tenido en la mano el corazón de un rey, la tomarías por una persona muy normal. Él supone que siempre habrá en ella una levedad tensa, una astucia bien adiestrada. Será una de esas mujeres que a los cincuenta piensan que aún están en el candelero: una de esas viejas cansadas duchas en insinuaciones, mujeres que sonríen bobaliconamente como doncellas y que te ponen la mano en el brazo, que intercambian miradas con otras mujeres cuando surge en el horizonte un buen partido como Tom Seymour.

Pero, por supuesto, ella nunca tendrá cincuenta años. Él se pregunta si será ésta la última vez que la vea, antes del juicio. Está sentada, en la sombra, en medio de las mujeres. La Torre siempre resulta húmeda por el río y hasta en esas habitaciones nuevas y alegres hay una atmósfera húmeda y pegajosa. Le pregunta si quiere que le traigan pieles, y ella dice:

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