—Oportunidades perdidas. Comprendo.
Semilla desperdiciada, que se ha derramado por alguna grieta de su cuerpo o garganta abajo. Cuando él podría haberla depositado a la honrada manera inglesa.
—Él dice que es una forma sucia de obrar. Pero Enrique, Dios lo ampare, no sabe dónde empieza la suciedad. Mi marido George está siempre con Ana. Pero ya os lo he dicho antes.
—Él es su hermano, supongo que es natural.
—¿Natural? ¿Así es como lo llamáis?
—Mi señora, sé que os gustaría que fuese un crimen ser un hermano amoroso y un marido frío. Pero no hay ninguna ley que diga eso, y no hay ningún precedente que os ayude —vacila—. No creáis que no siento simpatía hacia vos.
Porque ¿qué puede hacer una mujer como Jane Rochford cuando las circunstancias están en contra suya? Una viuda bien provista puede ser algo en el mundo. La esposa de un mercader puede, con diligencia y buen juicio, tomar en sus manos los asuntos del negocio, y atesorar un acopio de oro. Una mujer laboriosa mal usada por un marido puede alistar amigos robustos, que se plantarán fuera de su casa toda la noche y darán golpes en las contras hasta que el patán sin afeitar salga en camisa tras ellos, y ellos le levanten la camisa y se burlen de su miembro. Pero una mujer noble y joven no tiene ningún medio de socorrerse. No tiene más poder del que tiene un asno: su única esperanza reside en que tenga un amo que escatime el látigo.
—Habéis de saber —dice él— que vuestro padre, lord Morley, es un erudito al que yo tengo en gran estima. ¿Nunca habéis buscado su consejo?
—¿De qué vale eso? —dice, burlona—. Cuando nos casamos él dijo que estaba haciendo lo que era mejor para mí. Es lo que dicen los padres. Prestó menos atención a casarme con un Bolena de la que habría prestado para vender el cachorro de un sabueso. Si pensáis que hay una perrera caliente y un plato con restos de carne, ¿qué más necesitáis saber? No le preguntáis al animal lo que quiere.
—¿Nunca habéis pensado entonces en que podríais liberaros de vuestro matrimonio?
—No, señor Cromwell. Mi padre lo preparó todo muy bien. Todo lo bien que podríais esperar de un amigo vuestro. Ninguna promesa previa, ningún contrato previo, ni sombra siquiera de uno. Ni siquiera vos y Cranmer podríais, entre los dos, conseguir una anulación. El día de la boda nos sentamos a cenar con nuestros amigos y George me dijo: sólo estoy haciendo esto porque mi padre me dice que debo. Una cosa agradable de oír, estaréis de acuerdo, para una chica de veinte años que albergaba esperanzas de amor. Y yo lo desafié, le respondí lo mismo: si mi padre no me obligase, estaría lejos de vos, señor. Y luego se apagó la luz y nos metimos en la cama. Él estiró la mano y me tocó el pecho y dijo: he visto muchos de éstos, y mucho mejores. Dijo: tumbaos, abrid el cuerpo, cumplamos con nuestro deber y hagamos a mi padre abuelo, y luego si tenemos un hijo podremos vivir separados. Yo le dije: entonces hacedlo si creéis que podéis, quiera Dios que seáis capaz de plantar la semilla esta noche, y entonces podréis retirar vuestro plantador y yo no tendré necesidad de volver a verlo nunca más. —Una risita—. Pero soy estéril, como veis. O eso debo creer. Puede ser que la semilla de mi marido sea mala o débil. Dios sabe, él la gasta en ciertos lugares dudosos. Oh, él es un evangelista, George es eso, sí, que san Mateo lo guíe y que san Lucas lo proteja. Ningún hombre tan piadoso como George, la única falta que le encuentra a Dios es que hizo a la gente con demasiados pocos orificios. Si George pudiese encontrar una mujer con un coñito en el sobaco, exclamaría: «Bendito sea Dios» y le pondría una casa y la visitaría todos los días, hasta que dejase de ser una novedad. Para George nada está prohibido, sabéis. Sería capaz de hacerlo con una perra si le menease el rabo y dijese guau, guau.
Por una vez él se queda callado. Sabe que nunca podrá borrar de su mente la imagen de George en un peludo abrazo con una perrita ratonera.
Ella dice:
—Temo que me haya transmitido una enfermedad y que sea por eso por lo que no he concebido nunca un niño. Creo que hay algo que está destruyéndome por dentro. Creo que podría morir de ello un día.
Ella le había pedido una vez: si muriese de pronto, que abran mi cadáver para mirar dentro. Por entonces pensaba que Rochford podría envenenarla; ahora está segura de que lo ha hecho. Él murmura:
—Mi señora, habéis soportado mucho. —Alza la vista—. Pero ésa no es la cuestión. Si George sabe algo sobre la reina que debería decirse al rey, puedo llamarle para que atestigüe, pero no puedo saber si hablará. Difícilmente puedo forzar a un hermano contra su hermana.
Ella dice:
—No estoy hablando de que él actúe como testigo. Estoy hablándoos de que él pasa tiempo en la cámara de ella. Sólo con ella. Y la puerta cerrada.
—¿En conversación?
—He estado en la puerta y no he oído ninguna voz.
—Quizá —dice él— estén juntos en oración silenciosa.
—Les he visto besarse.
—Un hermano puede besar a su hermana.
—No puede, no de aquel modo.
Él coge la pluma.
—Lady Rochford, yo no puedo escribir: «Él la besó de aquel modo».
—La lengua de él en la boca de ella. Y la de ella en la de él.
—¿Queréis que anote eso?
—Si teméis no recordarlo.
Él piensa: si esto se dijese ante un tribunal de justicia habría un alboroto en la ciudad, si se mencionase en el Parlamento los obispos se agitarían en sus bancos. Espera, con la pluma dispuesta.
—¿Por qué haría ella eso, un crimen tal contra natura?
—Para reinar mejor. ¿Es que no os dais cuenta? Ella tiene suerte con Elizabeth, la niña es como ella. Pero imaginad que tiene un hijo y que sale con la cara larga de Weston… o que se parece a Will Brereton, ¿qué podría decir a eso el rey? Pero no pueden llamarlo bastardo si parece un Bolena.
Brereton también. Toma nota. Recuerda que Brereton bromeó en una ocasión con él diciendo que podría estar en dos sitios a la vez: un chiste estremecedor, un chiste hostil, y ahora, piensa él, ahora por fin río yo. Lady Rochford dice:
—¿Por qué sonreís?
—He oído que en las habitaciones de la reina, entre sus amantes, se hablaba de la muerte del rey. ¿Se unió George alguna vez a eso?
—Si Enrique supiese cómo se ríen de él, bastaría eso para matarle. Cómo se habla de su miembro.
—Quiero que lo penséis bien —dice él—. Que estéis segura de lo que estáis haciendo. Si prestáis testimonio contra vuestro marido, en un tribunal de justicia o ante el consejo del rey, podréis veros luego en los años futuros como una mujer muy sola.
El rostro de ella dice: ¿tan rica en amistades soy ahora?
—No se me hará responsable a mí —dice—. Se os hará a vos, señor secretario. Se me considera una mujer de no mucho ingenio ni penetración. Y vos sois lo que sois, un hombre de recursos que no ahorra ninguno. Se pensará que vos me sacasteis la verdad, quisiese yo decirla o no.
A él le parece que poco más necesita decirse.
—Con el fin de apoyar esta idea, será necesario que contengáis vuestra satisfacción y finjáis pesar. Una vez que sea detenido George, deberíais solicitar clemencia para él.
—Eso puedo hacerlo. —Jane Rochford saca la punta de la lengua, como si el momento estuviese azucarado y pudiese gustarlo—. Estoy segura, pues el rey no hará ningún caso, puedo garantizarlo.
—Seguid mi consejo. No habléis con nadie.
—Seguid mi consejo. Hablad con Mark Smeaton.
Él le dice:
—Voy a ir a mi casa de Stepney. He dicho a Mark que vaya a cenar.
—¿Por qué no recibirlo aquí?
—Ya ha habido bastante alboroto, ¿no creéis?
—¿Alboroto? Oh, ya entiendo —dice ella.
Observa cómo se va. Antes de que se cierre la puerta están en la habitación con él Rafe y Llamadme Risley. Pálidos y decididos, serenos los dos: eso le indica que no han estado escuchando.
—El rey desea que se inicien las indagaciones —dice Wriothesley—. Máxima discreción, pero toda la rapidez posible. No puede ignorar ya lo que se dice, después del incidente. La pelea. No ha hablado con Norris.
—No —dice Rafe—. Los gentilhombres de la cámara privada piensan que ya ha pasado todo. La reina se ha calmado, según todas las referencias. Las justas siguen adelante mañana como siempre.
—Me pregunto —dice él—… ¿Irías tú, Rafe, a ver a Richard Sampson, y a decirle,
entre nous
, que las cosas se nos han escapado de las manos? Tal vez no sea necesaria una demanda por nulidad después de todo. O al menos yo creo que la reina estará dispuesta a acceder a cualquier cosa que el rey requiera de ella. No le quedan muchas posibilidades de negociación. Creo que tenemos a Henry Norris a tiro de flecha. A Weston. Oh, y a Brereton también.
Rafe Sadler enarca las cejas.
—Yo habría dicho que la reina apenas lo conocía.
—Parece ser que tiene la costumbre de entrar en el momento inapropiado.
—Parecéis muy tranquilo, señor —dice Llamadme.
—Sí. Aprended de mí.
—¿Qué dice lady Rochford?
Él frunce el ceño.
—Rafe, antes de que vayas a ver a Sampson, siéntate ahí, en la cabecera de la mesa. Finge que somos el consejo del rey, reunido en sesión privada.
—¿Todos ellos, señor?
—Norfolk y Fitzwilliam y todos. Ahora, Llamadme, vos sois una dama de la cámara del lecho de la reina. A vuestros pies. ¿Debemos hacer una reverencia? Gracias. Ahora, yo soy un paje que os lleva un taburete. Y un cojín en él. Sentaos y dirigid una sonrisa a los consejeros.
—Si os place —dice Rafe, inseguro; pero luego el espíritu del asunto se apodera de él. Se echa hacia delante y acaricia a Llamadme bajo la barbilla—. ¿Qué tenéis que contarnos, delicada
madame
? Hablad, os lo ruego, moved vuestros labios de rubí.
—Esta bella dama alega —dice él, Cromwell, con un gesto de la mano— que la reina es de liviana condición. Que su conducta da lugar a sospechas de que obra mal, de que desobedece las leyes de Dios, aunque nadie haya presenciado actos contrarios a las normas.
Rafe carraspea.
—Alguien podría preguntar,
madame
, por qué no hablasteis de esto antes.
—Porque era traición hablar contra la reina. —El señor Wriothesley es hombre muy dispuesto y fluyen de él excusas doncelliles—. No teníamos más opción que protegerla. ¿Qué podíamos hacer más que razonar con ella, y persuadirla de que abandonase su liviana conducta? Y sin embargo no pudimos. Nos mantenía asustadas. Tiene celos de cualquiera que tenga un admirador. Quiere cogerlo para ella. Amenaza a cualquiera que piense que ha errado sin ningún escrúpulo, sea matrona o doncella, y puede destruir de ese modo a una mujer, mirad a Elizabeth Worcester.
—¿Así que ahora ya nada os impide hablar?
—Ahora romped a llorar, Wriothesley —le instruye él.
—Consideradlo hecho. —Llamadme se enjuga la mejilla.
—Toda una obra de teatro —dice él, y suspira—. Ojalá pudiéramos ya todos quitarnos los disfraces e irnos a casa.
Él está pensando en Sion Madoc, un barquero del río en Windsor: «Ella se lo hace con su hermano».
Thurston, su cocinero: «Se ponen de pie en fila meneando el rabo».
Recuerda lo que le contó Thomas Wyatt: «Ésa es la táctica de Ana, ella dice que sí, sí, sí, luego dice no… Lo peor de todo es que me insinúa, ufanándose casi, que me dice no a mí, pero sí a otros».
Él le había preguntado a Wyatt: «¿Cuántos amantes creéis que tiene?». Y Wyatt había respondido: «¿Una docena? ¿O ninguno? ¿O un centenar?».
Él por su parte había considerado a Ana fría, una mujer que llevaba su himen al mercado y lo vendía por el mejor precio. Pero esa frialdad…, eso era antes de que se casara. Antes de que Enrique se le pusiera encima, y se fuera después, y ella se quedara, al regresar él a sus habitaciones, con los círculos balanceantes de la luz de las velas en el techo, los murmullos de sus mujeres, la jofaina con agua caliente y la ropa: y la voz de lady Rochford mientras ella se limpia: «Con cuidado,
madame
, no vayáis a derramar un príncipe de Gales». Pronto se queda sola en la oscuridad, con el olor a sudor masculino en la ropa de cama, y tal vez una doncella inútil dando vueltas y resollando en un lecho de paja: está sola con los pequeños sonidos del río y de palacio. Y habla, y nadie contesta, salvo la muchacha que murmura en su sueño: reza y nadie contesta; y se vuelve de costado y se pasa las manos por los muslos, se acaricia los pechos.
Así que ¿qué si un día es sí, sí, sí? ¿A cualquiera que dé la casualidad de que esté al lado cuando el hilo de su virtud se rompa? ¿Aunque se trate de su hermano?
Él les dice a Rafe y a Llamadme:
—He oído cosas hoy que nunca creí que oiría de un país cristiano.
Los jóvenes gentilhombres esperan: los ojos fijos en su rostro. Llamadme Risley dice:
—¿Soy aún una dama o he de tomar asiento y coger la pluma?
Él piensa: qué hacemos aquí en Inglaterra, enviamos a nuestros hijos a otras casas cuando son pequeños, y así no es raro que un hermano y una hermana se encuentren, cuando ya son mayores, como si lo hiciesen por primera vez. Piensa cómo debe de ser entonces: ese desconocido fascinante al que conoces, ese espejo de ti. Te enamoras, sólo un poco: por una hora, una tarde. Y luego haces broma de ello; el sedimento residual de ternura persiste. Es un sentimiento que civiliza a los hombres, y les hace comportarse mejor con las mujeres que dependen de ellos de lo que si no podrían hacerlo. Pero ir más allá, invadir carne prohibida, dar el gran salto de un pensamiento fugaz a la acción… Los sacerdotes te dirán que la tentación se convierte en pecado enseguida y que apenas si cabe un cabello entre ellos. Pero eso seguramente no es verdad. Besas la mejilla de la mujer, muy bien; ¿luego la muerdes en el cuello? Dices: «Dulce hermana», ¿y luego en el minuto siguiente la echas de espaldas y le alzas las faldas? Seguramente no. Hay un espacio que cruzar y botones que desabrochar. No te pones a hacerlo, sonámbulo. No fornicas sin darte cuenta. No dejas de ver a la otra parte, quién es. Ella no oculta la cara.
Pero, entonces, puede que Jane Rochford esté mintiendo. Tiene motivos para ello.
—No me quedo a menudo perplejo —dice— respecto a cómo debo proceder, pero lo cierto es que debo lidiar con un asunto del que casi no me atrevo a hablar. Sólo puedo describirlo parcialmente, así que no sé cómo redactar un pliego de cargos. Me siento como uno de esos hombres que exhiben un monstruo en una feria.