Una reina en el estrado (33 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
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El propio rey dirige a Chapuys una sonrisa, una palabra amable. Él, Enrique, se encamina a su cuarto privado de arriba. Chapuys se sitúa en medio de los parásitos de George. «
Judica me, Deus
», entona el sacerdote. «Juzgadme, oh, Dios, y separad mi causa de la de los gentiles que son impíos: libradme del hombre inicuo y engañoso».

Chapuys se gira en redondo ahora y le clava una mirada. Él sonríe. «¿Por qué estás triste, oh, alma mía?», pregunta el sacerdote: en latín, por supuesto.

Cuando el embajador se dirige arrastrando los pies hacia el altar para recibir la sagrada hostia, los gentilhombres que le rodean, limpiamente, como bailarines experimentados, retroceden medio paso y se colocan detrás de él. Chapuys vacila; los amigos de George le han rodeado. Lanza una mirada por encima del hombro: ¿dónde estoy?, ¿qué debería hacer?

En ese momento, y exactamente en su línea de visión, desciende de su propio espacio privado de galería Ana, la reina: la cabeza alta, terciopelo y armiño, rubíes al cuello. Chapuys vacila. No puede seguir adelante, porque tiene miedo a interponerse en el camino de ella. No puede volver atrás, porque se lo impiden George y sus acólitos. Ana vuelve la cabeza. Una sonrisa hiriente: y para el enemigo, ella hace una reverencia, una graciosa inclinación de su cuello enjoyado. Chapuys hace de tripas corazón y se inclina ante la concubina.

¡Después de todos estos años! Todos estos años eligiendo el camino que seguir para no encontrarse nunca, nunca, cara a cara con ella, no verse nunca ante ese dilema terrible, ante esa condenable cortesía. Pero ¿qué otra cosa podría hacer? Pronto se propagará la noticia. Llegará al emperador. Alberguemos la esperanza de que Carlos lo entenderá y recemos por ello.

Todo esto es visible en la cara del embajador. Él, Cremuel, se arrodilla y toma la comunión. Dios se convierte en pasta en su lengua. Mientras ese proceso se produce, es reverente cerrar los ojos; pero en esta ocasión singular Dios le perdonará por mirar a su alrededor. Ve a George Bolena, ruboroso de placer. Ve a Chapuys, pálido de humillación. Ve a Enrique, deslumbrante de oro, que desciende, majestuoso, de la galería. El rey camina con deliberación, su paso es lento; su rostro resplandece de triunfo solemne.

Pese a los mejores esfuerzos del perlado George, cuando abandonan la capilla se le escapa el embajador. Se escurre hacia él, luego su mano le aprieta en una presa de terrier.

—¡Cremuel! Sabíais que esto estaba planeado. ¿Cómo pudisteis ponerme en una situación tan embarazosa?

—Todo irá mejor así, os lo aseguro. —Luego añade, sombrío, pensativo—: ¿De que valdríais como diplomático, Eustache, si no comprendieseis el carácter de los príncipes? No piensan como piensan los demás hombres. Para la mente de un hombre del común, como nosotros, Enrique parece perverso.

Al embajador se le iluminan los ojos. «Ahh», emite un largo suspiro. Comprende, en aquel preciso instante, por qué Enrique le ha forzado a hacer una reverencia en público a una reina a la que él ya no quiere. Enrique posee una voluntad tenaz, es obstinado. Ha conseguido ya su propósito: su segundo matrimonio ha sido reconocido. Ahora, si quiere, puede prescindir de él.

Chapuys se arropa, como si sintiese una corriente que viniese del futuro. Cuchichea: «¿Debo realmente cenar con su hermano?».

—Oh, sí. Os resultará un anfitrión encantador. Después de todo —alza la mano para ocultar una sonrisa—, ¿no acaba de disfrutar de un triunfo? ¿Él y toda su familia?

Chapuys se arrima más a él.

—Me ha dejado impresionado. Nunca la había visto tan cerca. Parece una vieja flaca. ¿Es ésa la señora Seymour, la de las mangas con dorados? Es muy vulgar. ¿Qué ve Enrique en ella?

—Piensa que es tonta. Y eso no resulta tranquilizador.

—Está enamorado, es evidente. Tiene que haber algo en ella que no sea apreciable a la vista por un extranjero. —El embajador ríe entre dientes—. No hay duda de que tiene un
enigme
muy delicado.

—Nadie lo diría —dice él en un tono inexpresivo—. Es virgen.

—¿Después de tanto tiempo en vuestra corte? Enrique debe de estar engañado, sin duda.

—Embajador, dejad eso para más tarde. Aquí está vuestro anfitrión.

Chapuys posa las manos sobre el corazón. Hace una rápida inclinación a George, lord Rochford. Éste hace lo mismo. Se alejan, cogidos del brazo. Da la impresión de que lord Rochford esté recitando versos en honor de la primavera.

—Hum —dice lord Audley—: Qué representación.

La débil luz del sol brilla desde la cadena de su cargo de Lord Canciller.

—Venid, hijo mío, vayamos y mordisqueemos una corteza de pan. —Audley ríe entre dientes—. El pobre embajador. Parece que le lleven a la costa de Berbería para venderlo como esclavo. No sabe en qué país despertará mañana.

Ni yo tampoco, piensa él. Se puede confiar en la jovialidad de Audley. Él cierra los ojos. Le ha llegado algún indicio, alguna insinuación, de que ha disfrutado de lo mejor del día, aunque no sean más que las diez. «¿Crumb?», dice el Lord Canciller.

Es poco después de comer cuando todo empieza a desmoronarse, y del peor modo posible. Ha dejado a Enrique y al embajador juntos en el alféizar de una ventana, acariciándose mutuamente con palabras, gorjeando sobre una alianza, haciéndose mutuamente proposiciones deshonestas. Es el cambio de color del rey lo que advierte primero. De blanco y rosado a rojo. Luego oye la voz de Enrique, aguda, cortante:

—Creo que dais por supuesto demasiado, Chapuys. Decís que yo reconozco el derecho de vuestro señor a reinar en Milán, pero tal vez el rey de Francia tenga tanto derecho, o incluso más. No supongáis que conocéis mi política, embajador.

Chapuys da un salto atrás. Él piensa en la pregunta de Jane Seymour: señor secretario, ¿habéis visto alguna vez un gato escaldado?

El embajador habla: dice alguna cosa en tono bajo y suplicante. Enrique le replica:

—¿Queréis decir que lo que yo tomé como una cortesía, de un príncipe cristiano a otro, es en realidad una posición de trato? ¿Accedéis a inclinaros ante mi esposa, la reina, y luego pretendéis cobrarlo?

Él, Cromwell, ve que Chapuys alza una mano aplacadora. El embajador está intentando interrumpir, limitar el daño, pero Enrique habla por encima de él, con voz audible en toda la estancia, por todos los boquiabiertos presentes, y por los que presionan atrás.

—¿No se acuerda vuestro señor de lo que hice por él al principio, cuando tenía problemas? ¿Cuando sus súbditos españoles se sublevaron contra él? Yo mantuve abierto el mar para él. Yo le presté dinero. ¿Y qué recibo a cambio?

Una pausa. Chapuys tiene que desplazar el pensamiento hacia atrás, hacia la época en que él no estaba ocupando aquel cargo.

—¿El dinero? —sugiere débilmente.

—Nada más que promesas rotas. Recordad, si queréis, cómo le ayudé contra los franceses. Me prometió territorios. Y la primera noticia que tuve fue que estaba haciendo un tratado con Francisco. ¿Por qué debería yo confiar en lo que dice?

Chapuys se yergue todo lo que puede un hombrecito como él.

—Un gallito de pelea —le dice al oído Audley.

Pero él, Cromwell, no se deja distraer. Su mirada está clavada en el rey. Oye decir a Chapuys:

—Majestad. Ésa no es una pregunta que deba hacerle un príncipe a otro.

—¿No lo es? —replica Enrique—. En el pasado, nunca habría tenido yo que hacerla. Considero que todo príncipe hermano ha de ser honorable, lo mismo que yo soy honorable. Pero a veces,
monsieur
, he de deciros que nuestras afectuosas suposiciones naturales deben dejar paso a la amarga experiencia. Decidme, ¿es que vuestro señor me toma por tonto?

La voz de Enrique se eleva aún más; se dobla por la cintura y sus dedos hacen pequeños movimientos como de remar sobre las rodillas, como si estuviese intentando seducir a un niño o a un perrillo.

—¡Enrique! —chilla—. ¡Carlos os llama, venid! ¡Os llama vuestro buen señor!

Se endereza, casi escupiendo de rabia.

—El emperador me trata como a un niño pequeño. Primero me azota, luego me mima, luego vuelve a azotarme. Decidle que yo no soy un niño. Decidle que yo soy un emperador en mi propio reino, y un hombre, y un padre. Decidle que no intervenga en mis asuntos familiares. He soportado su intromisión durante demasiado tiempo. Primero pretende decirme con quién puedo casarme. Luego quiere mostrarme cómo debo tratar a mi hija. Decidle que trataré a María como me parezca adecuado, como un padre trata a una niña desobediente. No importa quién sea su madre.

La mano del rey (en realidad, Dios Santo, su puño) hace brusco contacto con el hombro del embajador. Despejado el camino, Enrique sale con paso sonoro. Una actuación imperial. Salvo porque arrastra la pierna. Grita por encima del hombro:

—¡Exijo una disculpa pública y franca!

Él, Cromwell, lanza un suspiro. El embajador cruza la estancia, bufando y farfullando. Se aferra al brazo de él, aturullado.

—Cremuel, no sé por qué tengo que disculparme. Yo vine aquí de buena fe, se me engaña poniéndome cara a cara con esa criatura, me veo obligado a intercambiar cumplidos con su hermano durante toda la comida, y luego Enrique me ataca. Él quiere a mi señor, necesita a mi señor, sólo está jugando el juego de siempre, intentar venderse caro, fingir que podría enviar tropas al rey Francisco para combatir en Italia… ¿Dónde están esas tropas? Yo no las veo, yo tengo ojos, yo no veo su ejército.

—Paz, paz —dice apaciguador Audley—. Nosotros nos disculparemos,
monsieur
. Dejadle que se aplaque. No temáis. No enviéis hoy un despacho a vuestro buen señor, no escribáis esta noche. Nosotros mantendremos las conversaciones en marcha.

Él ve, por encima del hombro de Audley, a Edward Seymour, deslizándose entre la multitud.

—Ah, embajador —dice, con una suave seguridad que no siente—. Aquí está una oportunidad para que conozcáis…

Edward salta hacia delante: «
Mon cher ami
…».

Miradas sombrías de los Bolena. Edward en la brecha, armado de un seguro francés. Barriendo a un lado a Chapuys: en el momento justo. Un revuelo en la puerta. Vuelve el rey, brota en medio de los gentilhombres.

—¡Cromwell! —Enrique se detiene ante él; respira con dificultad—. Hacédselo entender. No se trata de que el emperador me ponga condiciones. Se trata de que el emperador se disculpe, por amenazarme con la guerra. —Se le congestiona la cara—. Cromwell, sé muy bien lo que habéis hecho. Habéis ido demasiado lejos en este asunto. ¿Qué le habéis prometido? Sea lo que sea, no tenéis ninguna autoridad. Habéis puesto mi honor en peligro. Pero ¿qué podía esperar yo? ¿Cómo puede un hombre como vos comprender el honor de los príncipes? Habéis dicho: «Oh, estoy seguro de Enrique, tengo al rey en el bolsillo». No lo neguéis, Cromwell, puedo oíros diciéndolo. Os proponéis adiestrarme, ¿verdad? ¿Como a vuestros muchachos de Austin Friars? ¿Que cuando bajéis por la mañana me toque el sombrero y diga «¿Qué tal, señor?». ¿Que vaya por Whitehall medio paso por detrás de vos? ¿Que lleve vuestros folios, vuestro cuerno de tinta y vuestro sello? ¿Y por qué no una corona, eh, que la lleve detrás de vos en una bolsa de cuero? —Enrique está convulso de cólera—. Creo realmente, Cromwell, que creéis que el rey sois vos y yo el hijo del herrero.

Nunca pretenderá, más tarde, que no le dio un vuelco el corazón. No es alguien que se ufane de una frialdad que ningún hombre razonable poseería. Enrique podría, en cualquier momento, hacer un gesto a sus guardias; él podría encontrarse con frío metal en las costillas y el final de sus días.

Pero retrocede; sabe que su rostro no muestra nada, ni arrepentimiento ni pesar ni miedo. Piensa: vos nunca podríais ser el hijo del herrero. Walter no os habría dejado entrar en su fragua. La fuerza muscular no basta. Con las llamas necesitas una cabeza fría, cuando las chispas vuelan hasta las vigas del techo tienes que estar pendiente de cuándo caen sobre ti y apartar el fuego con un golpe de tu endurecida palma: ahora, el rostro sudoroso de su monarca asediando el suyo, recuerda algo que le dijo su padre: si te quemas una mano, Tom, alza las dos y cruza las muñecas delante de ti y mantenlas así hasta que llegues al agua o al bálsamo: no sé a qué se debe, pero eso confunde al dolor de manera que, si dices una oración al mismo tiempo, puede que consigas no salir demasiado mal parado

Alza las palmas. Cruza las muñecas. Atrás, Enrique. Como confundido por el gesto (como casi aliviado de que le contuviesen), el rey deja de chillar: y se aparta un paso, desviando la cara y librándole así a él, a Cromwell, de aquella mirada inyectada de sangre, de la proximidad indecorosa de las azuladas escleróticas protuberantes de los ojos del rey.

—Dios os guarde, Majestad —le dice—. Y ahora, ¿me excusaréis?

Así, le excuse o no, él se va. Entra en la estancia siguiente. ¿Habéis oído la expresión «Me hervía la sangre»? Pues la sangre le hierve. Cruza las muñecas. Se sienta en un baúl y pide una bebida. Cuando se la traen toma en la mano derecha la fresca copa de peltre, rodeando con los dedos sus curvas: el vino es clarete fuerte, derrama una gota, la esparce con el índice y lo acaricia con la lengua, para limpiarlo, para que desaparezca. No puede estar seguro de si el truco ha aplacado el dolor, como decía Walter que haría. Pero se siente alegre por el hecho de que su padre esté con él. Alguien tiene que estar.

Levanta la vista. La cara de Chapuys se cierne sobre él: sonríe, una máscara pícara.

—Mi querido amigo. Creí que había llegado vuestra última hora. ¿Sabéis que pensé que no os controlaríais y le pegaríais?

Él alza la vista y sonríe.

—Yo siempre me controlo. Lo que hago, es porque quiero hacerlo.

—Aunque puede que no queráis decir lo que decís.

Él piensa: el embajador ha sufrido cruelmente, sólo por hacer su trabajo. Además, yo he herido sus sentimientos, me he burlado de su sombrero. Mañana le enviaré un regalo, un caballo, un caballo de cierta majestuosidad, un caballo para que lo monte él. Antes de que abandone mis establos, le alzaré un casco yo mismo y comprobaré las herraduras.

El consejo del rey se reúne al día siguiente. Wiltshire, o monseñor, está presente: los Bolena son gatos lustrosos, repantigados en sus asientos y mesándose las patillas. Su pariente, el duque de Norfolk, parece enfadado, nervioso; le para a él a la entrada (le para a él, a Cromwell): «¿Cómo estáis, hombre?».

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