No abras los ojos

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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

BOOK: No abras los ojos
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David Gurney se sentía casi invencible? hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse. Ha pasado un año desde que el ex detective de la policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín y ese es un reto al que es imposible resistirse. Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas llevadas por un sádico...

John Verdon

No abras los ojos

ePUB v1.3

betatron
05.09.11

Para Naomi

Título original:
Shut Your Eyes Tight
© 2011, John Verdon

Primera edición: junio de 2011

© de la traducción: Javier Guerrero
© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S.L.
Marquès de la Argentera, 17, Pral. 1
a
08003 Barcelona
[email protected]
www.rocaeditorial.com

ISBN: 978-84-9918-348-0

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.

Prólogo
La solución perfecta

D
e pie ante el espejo, sonrió satisfecho a su propio reflejo sonriente. En ese momento no podía sentirse más a gusto consigo mismo, con su vida, con su inteligencia; no, era algo más que eso, era más que simple inteligencia. Se podría decir que tenía un profundo conocimiento de todo. De eso se trataba, de un profundo conocimiento de todo, algo que iba mucho más allá de los límites normales de la sabiduría humana. La sonrisa de su rostro en el espejo se ensanchó aún más. Eso era lo que pasaba, la expresión justa. Internamente, podía sentir lo sagaz que era. Externamente, el curso de los acontecimientos era prueba de ello
.

Para empezar, y por decirlo en los términos más simples, no lo habían atrapado. Habían transcurrido veinticuatro horas, casi exactas, y en ese tiempo su seguridad no había hecho sino aumentar. Claro que eso era previsible; se había asegurado de que no hubiera rastro que seguir ni lógica que pudiera conducir a nadie hasta él. Y, de hecho, nadie había venido. Nadie lo había descubierto. Por lo tanto, era razonable concluir que acabar con la zorra impertinente había sido un éxito rotundo
.

Todo había salido según lo previsto, sin adversidades, de manera irrebatible; sí, «irrebatible» era una palabra excelente para definirlo. Todo ocurrió según lo previsto, sin contratiempos, sin sorpresas…, a excepción de ese sonido. ¿Cartílago? Eso tuvo que ser. Si no, ¿qué
?

No tenía sentido que un detalle nimio provocara una impresión sensorial tan duradera. Aunque tal vez la fuerza, la perseverancia de la impresión era simplemente el producto lógico de su sensibilidad sobrenatural. Un precio que pagar por la agudeza
.

A buen seguro que ese pequeño crujido algún día sería tan débil en su memoria como la imagen de toda esa sangre, que ya comenzaba a desvanecerse. Era importante mantener las cosas en perspectiva, recordar que todo acaba pasando. Cualquier onda en el estanque termina por desaparecer
.

PRIMERA PARTE

El jardinero mexicano

1
Vida en el campo

L
a quietud en el aire de la mañana de septiembre era como el silencio en el corazón de un submarino a la deriva, con los motores apagados para eludir el sónar del enemigo. Todo el paisaje permanecía inmóvil en las garras invisibles de una inmensa calma, la calma que precede a una tormenta, una calma tan profunda e impredecible como el océano.

Había sido un verano extrañamente suave; un clima que rayaba en la sequía poco a poco iba extinguiendo la vida de pastos y árboles. Las hojas ya habían pasado del verde al marrón y comenzaban a caer en silencio desde las ramas de arces y hayas, lo que dejaba escasas perspectivas de un otoño colorido.

Dave Gurney estaba junto a la puerta cristalera de su cocina de estilo rústico, mirando al jardín y al césped recién cortado que separaba la casa de labranza del prado, demasiado alto, que descendía hasta el estanque y el viejo granero rojo. Se sentía vagamente incómodo y distraído; su atención iba pasando de las esparragueras de un extremo del jardín a la pequeña excavadora amarilla aparcada junto al granero. Tomó un sorbo de su café de la mañana, que ya se estaba enfriando por el aire seco.

Abonar o no abonar, esa era la cuestión con los espárragos. O por lo menos fue lo primero que se preguntó. En caso de respuesta afirmativa, se plantearía un segundo interrogante: ¿directamente desde el camión o en sacos? La clave del éxito con los espárragos, según se había informado en varias páginas web a las que lo había dirigido Madeleine, estaba en el fertilizante. Ahora bien, no le quedaba del todo claro si tenía que complementar el abono de la última primavera con más estiércol.

En sus dos años en los Catskills había tratado de enfrascarse, aunque con cierta desgana, en estas cuestiones de casa y jardín en las que Madeleine se había implicado con un entusiasmo instantáneo. Sin embargo, las inquietantes termitas del arrepentimiento del comprador no dejaban de carcomer sus esfuerzos. No era tanto la compra de esa casa en concreto, con sus veinte hectáreas de terreno, pues seguía considerándola una buena inversión, sino la decisión que había cambiado su vida: abandonar el Departamento de Policía de Nueva York y retirarse a los cuarenta y seis años. La pregunta recurrente era si había cambiado demasiado pronto su placa de detective de primera clase por las tareas de horticultura de un aspirante a hacendado.

Ciertos sucesos de mal agüero sugerían que sí. Desde su traslado al paraíso bucólico le había aparecido un tic esporádico en el párpado izquierdo. Para su desgracia y la angustia de Madeleine, había empezado a fumar de nuevo de manera ocasional después de quince años de abstinencia. Y, por supuesto, estaba el problema imposible de ocultar: haber tomado la decisión de zambullirse en el dantesco caso del asesinato de Mellery, que le había ocupado el otoño anterior, un año después de su jubilación.

Había sobrevivido por poco a aquello. Al implicarse, incluso había puesto en peligro a Madeleine. Gracias a ese momento de clarividencia que sigue a enfrentarse cara a cara con la muerte, durante un tiempo se había consagrado de lleno a los placeres sencillos de su nueva vida campestre. Pero hay algo curioso en la imagen cristalina que te dice cómo debes vivir. Si no te aferras a ella todos los días, la visión pronto se desvanece. Un momento de gracia es solo un momento de gracia. Si no se aprovecha, enseguida se convierte en una especie de fantasma, en una imagen pálida e inasible que retrocede como el recuerdo de un sueño hasta quedar reducido a una simple nota discordante en el trasfondo de tu vida.

Gurney había descubierto que comprender aquello no proporcionaba una clave mágica para revertirlo; así pues, su actitud hacia esa vida bucólica era una especie de tibieza. Y esa actitud le hacía perder el paso con su esposa. También le llevaba a preguntarse si alguien podía cambiar de verdad alguna vez o, más concretamente, si alguna vez podría cambiar él. En sus momentos más sombríos le desalentaba la rigidez artrítica de su propia manera de pensar; o en un sentido más profundo, de su manera de ser.

La cuestión de la excavadora era un buen ejemplo. Seis meses antes había comprado una pequeña y usada; se la había descrito a Madeleine como la máquina adecuada para unos propietarios de veinte hectáreas de bosques y prados, así como de un camino de tierra de cuatrocientos metros de largo. La veía como un medio para llevar a cabo las reparaciones de jardinería necesarias y hacer mejoras objetivas: algo bueno y útil. En cambio, al parecer Madeleine la vio desde el principio no como un vehículo que prometía una mayor participación de su marido en su nueva vida, sino como el símbolo ruidoso y con olor a gasóleo de su descontento, de su insatisfacción con el entorno, de su fastidio con el traslado de la ciudad a las montañas, de la enfermiza obsesión por el control que lo empujaba a demoler un mundo nuevo e inaceptable para adaptarlo a la forma de su propio cerebro. Solo se lo había dicho una vez, lacónica: «¿Por qué no puedes aceptar todo esto que nos rodea como un don, como un regalo fastuoso, en lugar de tratar de arreglarlo?».

Mientras permanecía de pie tras la puerta cristalera, recordando con incomodidad el comentario de su mujer, percibiendo el tono de suave exasperación en su mente, la voz real de Madeleine sonó a sus espaldas como una intrusión.

—¿Hay alguna posibilidad de que revises los frenos de mi bicicleta antes de mañana?

—Ya te dije que lo haría.

Dave tomó otro sorbo de café y esbozó una mueca. Estaba desagradablemente frío. Miró el viejo reloj de péndulo que colgaba sobre la encimera de pino. Disponía de casi una hora libre antes de salir a impartir una de sus ocasionales clases en la Academia de Policía estatal de Albany.

—Deberías venir conmigo un día de estos —comentó Madeleine, como si la idea se le acabara de ocurrir.

—Lo haré—dijo él.

Solía responder así cuando su mujer le pedía que la acompañara a pasear en bicicleta a través de las onduladas tierras de labranza y los bosques que ocupaban la mayor parte de los Catskills occidentales. Se volvió hacia Madeleine, que estaba de pie junto a la puerta del comedor con unas mallas gastadas, una sudadera holgada y una gorra de béisbol manchada de pintura. De repente, Dave no pudo evitar sonreír.

—¿Qué?—dijo ella, ladeando la cabeza.

—Nada.

En ocasiones, la presencia de su mujer era tan encantadora que inmediatamente dejaba de lado cualquier pensamiento negativo. Madeleine era esa criatura excepcional: una mujer hermosa a la que parecía importarle muy poco su aspecto. Se le acercó y se puso a su lado, examinando el paisaje.

—El ciervo le ha estado dando al alpiste—dijo en tono más divertido que molesto.

Al otro lado del césped se veían los tres comederos para pinzones, que colgaban completamente torcidos. Al mirarlos, Gurney se dio cuenta de que compartía, al menos hasta cierto punto, los sentimientos bondadosos de Madeleine por el ciervo, pese a los daños, menores, que este había causado; y no dejaba de ser curioso, porque lo que sentían respecto a los estragos que causaban las ardillas, que en ese mismo momento consumían las semillas que el ciervo no había logrado extraer del fondo de los comederos, era muy distinto. Nerviosas, rápidas, agresivas en sus movimientos, parecían movidas por un hambre obsesiva propia de roedores, un deseo avaricioso por consumir hasta la última partícula de alimento disponible.

La sonrisa de Gurney se fue desvaneciendo mientras las observaba con una pizca de tensión nerviosa. Sospechaba que esa tensión se estaba convirtiendo en su reacción refleja a demasiadas cosas: un nerviosismo que surgía de las grietas de su matrimonio y que contribuía a ensancharlas. Madeleine describiría las ardillas como fascinantes, inteligentes, ingeniosas, imponentes en su energía y determinación. Parecía amarlas igual que amaba la mayoría de las cosas de la vida. Él, en cambio, deseaba pegarles un tiro.

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