Bueno, no exactamente pegarles un tiro. En realidad, no quería matarlas ni lisiarlas, pero tal vez sí dispararles con una pistola de aire comprimido para hacerlas caer de los comederos y que se fueran volando hacia el bosque al que pertenecían. Matar no era una solución que le hubiera atraído nunca. En todos sus años en la Policía de Nueva York, en todos sus años como detective de Homicidios, en veinticinco años de trato con hombres violentos en una ciudad violenta, nunca había sacado su pistola; apenas la había tocado fuera de una galería de tiro y no sentía ningún deseo de empezar a hacerlo. Fuera lo que fuese lo que le había atraído a la labor policial, lo que lo había casado con el trabajo durante tantos años, desde luego no era el atractivo de una pistola o la solución engañosamente simple que esta ofrecía.
Se dio cuenta de que Madeleine lo estaba mirando con esa expresión suya entre curiosa y evaluadora adivinando quizá, por la rigidez de su mandíbula, lo que estaba pensando de aquellas ardillas. Dave quería decir algo que pudiera justificar su hostilidad hacia las ratas de cola esponjosa. En ese momento sonó el teléfono; de hecho, sonaron simultáneamente dos teléfonos: el del estudio y su móvil, que estaba en la cocina. Madeleine se dirigió al estudio. Gurney cogió el móvil.
J
ack Hardwick era un cínico desagradable, mordaz y de ojos llorosos que bebía demasiado y casi todo en la vida lo veía como una broma amarga. Tenía pocos admiradores entusiastas y no inspiraba confianza con facilidad. Gurney estaba convencido de que si se le arrebataran los motivos cuestionables, a Hardwick no le quedarían motivos.
No obstante, también lo consideraba uno de los detectives más inteligentes y perspicaces con los que había trabajado. Así que cuando se llevó el teléfono a la oreja, oír esa voz inconfundible de papel de lija le generó sentimientos encontrados.
—Davey, Davey.
Gurney hizo una mueca. Nunca le había gustado que le llamaran Davey, y suponía que por ese mismo motivo Hardwick había elegido llamarlo así.
—¿Qué puedo hacer por ti, Jack?
La risotada del hombre sonó tan molesta e irrelevante como siempre.
—Cuando estábamos trabajando en el caso Mellery, te jactabas de que te levantabas con las gallinas. Solo he pensado en llamar para ver si era verdad.
Siempre había que soportar unas cuantas bromitas antes de que se dignara a llegar al asunto en cuestión.
—¿Qué quieres, Jack?
—¿Tienes gallinas vivas, corriendo cacareando y cagando en esa granja tuya? ¿O era solo una forma de hablar campechana?
—¿Qué quieres, Jack?
—¿Por qué diablos iba a querer yo algo? ¿No puede un viejo amigo llamar a otro viejo amigo por los viejos tiempos?
—Déjate del rollo del «viejo amigo», Jack, y dime por qué me has llamado.
Otra risotada.
—Eso es muy frío, Gurney, muy frío.
—Mira. Todavía no me he tomado mi segunda taza de café. Si no vas al grano en los próximos cinco segundos, cuelgo. Cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno…
—Novia de clase alta liquidada en su propia boda. Pensaba que podrías estar interesado.
—¿Por qué iba yo a estar interesado en eso?
—Mierda, ¿cómo no iba a estar interesado un detective estrella de Homicidios? ¿He dicho que el arma del crimen era un machete?
—La estrella está retirada.
Hubo una ruidosa y prolongada carcajada.
—No es broma, Jack. Estoy retirado.
—¿Igual que lo estabas cuando apareciste para resolver el caso Mellery?
—Eso fue un paréntesis.
—¿Es un hecho?
—Mira, Jack…—Gurney estaba perdiendo la paciencia.
—Está bien. Estás retirado. Ya lo entiendo. Ahora dame dos minutos para explicarte esta oportunidad.
—Jack, por el amor de Dios…
—Dos minutos de nada. Dos. Joder, ¿estás tan ocupado masajeándote las bolas de golf que no puedes concederle dos minutos a tu antiguo compañero?
La imagen disparó el pequeño tic en el párpado de Gurney.
—Nunca fuimos compañeros.
—¿Cómo diablos puedes decir eso?
—Trabajamos juntos en un par de casos. No éramos compañeros.
Para ser sincero, Gurney debía admitir que él y Hardwick tenían, en cierto sentido, una relación única. Diez años antes, trabajando en diferentes aspectos del mismo caso de homicidio, desde jurisdicciones situadas a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia, habían encontrado cada uno una mitad del cuerpo mutilado de la misma víctima. Ese tipo de casualidad en una investigación podía forjar un vínculo tan fuerte como singular.
Hardwick bajó la voz hasta un tono de penosa sinceridad. —¿Me das dos minutos o no?
Gurney se rindió.
—Adelante.
Hardwick volvió a su estilo característico de oratoria de charlatán de feria con cáncer de garganta.
—Está claro que eres un tipo muy ocupado, así que voy a ir al grano. Quiero hacerte un favor enorme. —Hizo una pausa—. ¿Sigues ahí?
—Habla más rápido.
—¡Menudo cabrón ingrato! Muy bien, esto es lo que tengo para ti. Sensacional asesinato cometido hace cuatro meses. Niña rica y mimada se casa con un famoso psiquiatra. Una hora más tarde, en la recepción de la boda en la lujosa finca del psiquiatra, el jardinero demente la decapita con un machete y se escapa.
Gurney tenía el vago recuerdo de haber leído un par de titulares de los periódicos sensacionalistas que posiblemente estaban relacionados con el caso: «Baño de sangre nupcial» y «Novia decapitada». Esperó a que Hardwick continuara, pero el hombre tosió de un modo tan desagradable que Gurney tuvo que apartarse el teléfono de la oreja.
Al final, Hardwick volvió a preguntar:
—¿Todavía estás ahí?
—Sí.
—Callado como un cadáver. Deberías hacer sonar un pitido cada diez segundos para que la gente sepa que aún estás vivo.
—Jack, ¿por qué diablos me estás llamando?
—Te estoy entregando el caso de tu vida.
—Yo ya no soy policía. No tiene ningún sentido.
—Puede que te falle el oído en tu vejez. ¿Qué edad tienes? ¿Cuarenta y ocho u ochenta y ocho? Escucha. Este es el meollo del asunto. La hija de uno de los neurocirujanos más ricos del mundo se casa con un famoso y polémico psiquiatra, un psiquiatra que apareció en el programa de Oprah Winfrey, por el amor de Dios. Una hora más tarde, entre doscientos invitados, la novia entra en la cabaña del jardinero. Había tomado varias copas y quería que el tipo se uniera al brindis nupcial. Cuando ella no sale, su nuevo esposo envía a alguien a buscarla, pero la puerta de la cabaña está cerrada y ella no contesta. Entonces el marido, el afamado doctor Scott Ashton, va, golpea la puerta y la llama. No hay respuesta. Consigue una llave, abre la puerta y la encuentra sentada con su vestido de novia y la cabeza cortada; ventana trasera de la cabaña abierta y sin jardinero a la vista. Muy pronto todos los policías del condado están en la escena. Por si acaso no has captado el mensaje todavía: se trata de gente muy importante. El asunto termina en nuestro regazo en el DIC, en concreto en mi regazo. Comienzo simple: encontrar al jardinero loco. Luego se va complicando. No se trata de un jardinero normal y corriente. El famoso doctor Ashton más o menos lo ha apadrinado. Héctor Flores (ese es el jardinero) era un trabajador mexicano indocumentado. Ashton lo contrata, enseguida se da cuenta de que el hombre es inteligente, muy inteligente, así que comienza a ponerlo a prueba, a ayudarlo, a educarlo. En un periodo de dos o tres años, Héctor se convierte en el protegido del médico más que en la persona que barre las hojas. Casi un miembro de la familia. Parece que con este nuevo estatus incluso tuvo una aventura con la esposa de uno de los vecinos de Ashton. Un personaje interesante, el señor Flores. Tras el asesinato, desaparece de la faz de la Tierra, junto con la esposa del vecino. La última pista concreta de Héctor es el machete ensangrentado que dejó en el bosque a unos ciento cincuenta metros.
—¿Y cómo acabó el asunto?
—De ningún modo.
—¿Qué quieres decir?
—Mi brillante capitán tenía cierto punto de vista del caso. ¿Te acuerdas de Rod Rodriguez?
Gurney sintió cierto estremecimiento. Hacía un año, aproximadamente—seis meses antes del asesinato que Hardwick estaba describiendo—, había participado de manera semioficial en una investigación controlada por una unidad del Departamento de Investigación Criminal de la Policía del estado que dirigía el rígido y ambicioso Rodriguez.
—Su opinión era que deberíamos interrogar a todos los mexicanos en treinta kilómetros a la redonda del lugar del crimen y amenazarlos con toda clase de mentiras hasta que uno de ellos nos llevara a Héctor Flores; si eso no funcionaba, ampliar el radio a ochenta kilómetros. Ahí era donde quería todos los recursos: el cien por cien.
—¿No estuviste de acuerdo con eso?
—Había otras vías que merecía la pena explorar. Era posible que Héctor no fuera lo que aparentaba ser. Todo esto me daba mala espina.
—¿Y qué pasó?
—Le dije a Rodriguez que no tenía ni puñetera idea.
—¿En serio?—Gurney sonrió por primera vez.
—Sí, en serio. Así que me retiró del caso. Y se lo dio a Blatt.
—¿¡Blatt!?
Aquel nombre sabía a comida podrida. Gurney lo recordaba como el único detective del DIC más irritante que Rodriguez. Blatt encarnaba lo que el profesor preferido de Gurney en la universidad había descrito hacía mucho tiempo como «ignorancia armada y lista para la batalla».
Hardwick continuó.
—Así que Blatt hizo exactamente lo que Rodriguez le pidió que hiciera y no llegó a ninguna parte. Han pasado cuatro meses y hoy sabemos menos que el día que empezamos. Pero sé que te estás preguntando: ¿qué tiene que ver todo esto con el detective más condecorado en la historia de la Policía de Nueva York?
—Se me ha ocurrido esa pregunta, sí, aunque no con esas palabras.
—La madre de la novia no está satisfecha. Sospecha que la investigación ha sido una chapuza. No tiene confianza en Rodriguez y opina que Blatt es idiota. En cambio, piensa que tú eres un genio.
—¿Que piensa qué?
—Vino a verme la semana pasada (justo cuatro meses después del día del asesinato) para preguntarme si podría volver al caso, o si podría trabajar en él sin que nadie se enterara. Le dije que eso no sería un enfoque práctico, porque tenía las manos atadas; tengo que ir con pies de plomo en el departamento. Sin embargo, resultaba que tenía acceso personal al detective más condecorado en la historia de la Policía de Nueva York, que hace poco que se ha retirado, todavía rebosante de fuerza y vigor, un hombre que estaría encantado de ofrecerle una alternativa a Rodriguez-Blatt. Para poner la guinda al pastel, casualmente tenía una copia de ese artículo de la revista del
New York
en el que te encumbran después de que resolvieras el caso de Satanic Santa. ¿Cómo te llamaban? ¿
Superpoli
? La señora estaba impresionada.
Gurney hizo una mueca. Varias respuestas posibles colisionaron en su cabeza y todas ellas se anularon entre sí.
Hardwick parecía animado por su silencio.
—A ella le encantaría conocerte. Ah, ¿lo he mencionado? Es una preciosidad. Tiene cuarenta y pocos, pero aparenta treinta y dos. Y dejó claro que el dinero no era problema. Tú mismo puedes poner el precio. En serio: doscientos dólares por hora no sería inconveniente. Aunque no es que a ti vaya a motivarte algo tan trivial como el dinero.
—Hablando de motivos, ¿cuál es el tuyo?
El esfuerzo de Hardwick por aparentar inocencia resultó cómico.
—¿Que se haga justicia? ¿Ayudar a una familia que ha pasado un infierno? Me refiero a que perder un hijo tiene que ser lo peor del mundo, ¿no?
Gurney se quedó petrificado. Que alguien hablara de perder un hijo aún le provocaba un temblor en el corazón. Habían pasado más de tres lustros desde que Danny, de apenas cuatro años en ese momento, salió a la calle cuando Gurney no estaba mirando; había descubierto que ese dolor no se «superaba» (como se decía habitualmente). La verdad era que te arrollaba en oleadas sucesivas: olas separadas por periodos de adormecimiento, periodos de olvido, periodos de vida cotidiana.
—¿Sigues ahí?
Gurney asintió.
—Quiero hacer lo que pueda por estas personas—continuó Hardwick—. Además…
—Además—intervino Gurney, hablando deprisa, imponiéndose a su emoción debilitante—, si participara, que no tengo intención de hacerlo, Rodriguez se subiría por las paredes, ¿no? Y si me las arreglara para descubrir algo nuevo, algo importante, él y Blatt quedarían fatal, ¿no es así? ¿Esa podría ser una de tus bondadosas razones?
Hardwick se aclaró la garganta.
—Esa es una manera jodida de mirarlo. La cuestión es que tenemos a una madre afligida por una tragedia y que no está satisfecha con los progresos de la investigación policial, lo cual puedo entender, ya que los incompetentes de Arlo Blatt y de su equipo han acosado a todos los mexicanos del condado y no les han sacado ni un pedo con olor a frijoles. Está desesperada por encontrar un detective de verdad. Así que te estoy entregando este huevo de oro.
—Eso está muy bien, Jack, pero yo no soy detective privado.
—Por el amor de Dios, Davey, solo habla con ella. Eso es todo lo que te estoy pidiendo que hagas. Solo has de hablar con ella. Está sola, es vulnerable, preciosa, con mucho dinero para quemar. Y en el fondo, Davey, en el fondo hay algo salvaje en esa mujer. Te lo garantizo. ¡Que me parta un rayo si no es verdad!
—Jack, lo último que necesito ahora…
—Sí, sí, sí, estás felizmente casado, enamorado de tu esposa, bla, bla, bla. Muy bien. Perfecto. Y tal vez no te preocupa la posibilidad de desenmascarar a Rod Rodriguez de una vez por todas como el capullo redomado que es en realidad. Muy bien. Pero este caso es complejo. —Dio a la palabra una profundidad de significado, haciendo que sonara como la más preciada de todas las características—. Tiene capas y capas, Davey. Es una puta cebolla.
—¿Y?
—Y tú eres un pelador de cebollas nato. El mejor que ha habido nunca.
C
uando finalmente reparó en Madeleine, Dave no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba ella de pie junto a la puerta del estudio, ni siquiera de cuánto tiempo había estado él junto a la ventana, mirando al prado que ascendía hacia la cumbre boscosa por la parte posterior de la casa. No podría haber descrito el patrón de prados de solidago brillante, hierba marrón y ásteres silvestres azules a los cuales parecía estar mirando ni aunque le hubiera ido la vida en ello. Sin embargo, podría haber repetido su conversación telefónica con Hardwick casi palabra por palabra.