No abras los ojos (38 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

BOOK: No abras los ojos
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—Diga las primeras que se le ocurran.

—Sorprendente. Asombroso. Vivo. Desconcertante.

Jykynstyl lo estudió durante un largo momento antes de hablar otra vez.

—Deje que le diga dos cosas. En primer lugar, estas palabras que usted asegura que no son las adecuadas se acercan más a la verdad que las estupideces de los críticos de arte profesionales. En segundo lugar, son las mismas palabras que me vinieron a la cabeza cuando vi su retrato de Piggert, el asesino. Las mismas palabras. Miré a los ojos de su Peter Piggert y podía sentirlo en la habitación conmigo.

»Sorprendente. Asombroso. Vivo. Desconcertante. Todas esas cosas que ha dicho sobre el retrato de Holbein. Por el holbein pagué un poco más de ocho millones de dólares. La cantidad es un secreto, pero se la digo, de todos modos. Ocho millones ciento cincuenta mil dólares… por un narciso de oro. Tal vez un día lo venda por el triple de esa cantidad. Así que ahora pago cien mil dólares por cada uno de unos pocos narcisos de David Gurney, y un día, tal vez, los venderé por diez veces esa cantidad. ¿Quién sabe? ¿Me haría el favor de brindar conmigo por ese futuro? Brindemos por que los dos podamos obtener de la transacción lo que deseamos.

Jykynstyl parecía percibir el escepticismo de Gurney.

—Solo le parece mucho dinero porque no está acostumbrado a él. No es porque su trabajo no lo merezca. Recuérdelo. Usted está siendo recompensado por su extraordinaria perspicacia y su capacidad de transmitir ese conocimiento, lo mismo que Hans Holbein. Usted es un detective no solo de la mente criminal, sino también de la naturaleza humana. ¿Por qué no habrían de pagarle de un modo adecuado?

Jykynstyl levantó la copa de Latour. Gurney imitó el gesto con incertidumbre con su Montrachet.

—Por su perspicacia y su trabajo, por nuestro acuerdo comercial y por usted, detective David Gurney.

—Y por usted, señor Jykynstyl.

Bebieron. La experiencia sorprendió gratamente a Gurney. A pesar de que distaba mucho de ser un
connaisseur
, pensó que el Montrachet era el mejor vino que había probado en su vida, y uno de los pocos que recordaba capaz de encender el deseo instantáneo de una segunda copa. Cuando terminó la primera, la joven que lo había acompañado en el ascensor apareció a su lado con un brillo extraño en la mirada para llenársela de nuevo.

Durante los siguientes minutos, los dos hombres comieron en silencio. La lubina fría era exquisita y el Montrachet la hacía más deliciosa aún. Cuando Sonya había mencionado el interés de Jykynstyl dos días antes, había dejado volar su imaginación y se había entretenido con todo lo que el dinero podía comprar, fantasías de viajes que lo transportaron a la costa noroeste, a Seattle y al estrecho de Puget y a las islas San Juan con el sol del verano, el cielo claro y el agua azul, las montañas Olympic en el horizonte. Ahora esa imagen regresó, aparentemente impulsada por la confirmación de una promesa económica para el proyecto artístico de las fotografías de archivo policial; y también por la segunda, y aún más deliciosa, copa de Montrachet.

Jykynstyl estaba hablando otra vez, alabando la percepción de Gurney, su sutileza psicológica, su ojo para el detalle. Pero en ese momento era el ritmo de las palabras lo que cautivaba su atención, más que su significado, un ritmo que lo levantaba, que lo mecía con suavidad. Ahora las mujeres jóvenes estaban sonriendo serenamente y quitando la mesa, y Jykynstyl estaba describiendo postres exóticos. Algo cremoso con romero y cardamomo. Algo suave con azafrán, tomillo y canela. A Gurney le hizo sonreír imaginar el acento extraño y complejo del hombre como si fuera un plato en sí mismo, hecho con condimentos que normalmente no se combinan.

Sintió una emocionante e inusual inyección de libertad, optimismo y orgullo por sus éxitos. Era como siempre había deseado sentirse: lleno de claridad y fuerza. El sentimiento se mezcló con los gloriosos azules del agua y del cielo, un barco que navegaba con sus velas blancas completamente desplegadas, impulsadas por una brisa que nunca moriría.

Y después no sintió nada en absoluto.

TERCERA PARTE

Descuido fatal

43
El despertar

N
ingún hueso se quiebra de manera tan dolorosa como lo hace la ilusión de invulnerabilidad.

Gurney no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba sentado en su coche ni de cómo había llegado este al lugar donde estaba aparcado, ni de qué hora era. Sí sabía que era lo bastante tarde para estar oscuro, que tenía un dolor de cabeza que lo aturdía, una sensación de ansiedad y náusea, y ningún recuerdo de nada de lo que había ocurrido después de su segunda copa de vino de la comida. Miró su reloj. Vio que eran las 20.45. Nunca había experimentado una reacción tan devastadora al alcohol, y mucho menos a dos copas de vino blanco.

La primera explicación que se le ocurrió fue que lo habían drogado.

Pero ¿por qué?

Esa pregunta, para la que no tenía respuesta, hizo que aumentara su ansiedad. Mirar impotente al espacio vacío que debería estar lleno de recuerdos de la tarde hizo que se sintiera aún peor. Y entonces se dio cuenta con una sorpresa que fue como una bofetada en la cara de que no estaba sentado detrás del volante de su coche, sino en el asiento del pasajero. El hecho de que hubiera tardado un minuto en reparar en ello disparó su angustia, que se transformó en pánico.

Miró por las lunas del coche, adelante y atrás, y descubrió que se encontraba en medio de una manzana larga—probablemente en una de las calles transversales de Manhattan—, demasiado lejos de ambas esquinas para poder leer los carteles indicativos. La calle estaba bastante transitada, sobre todo por taxis que iban detrás de otros taxis, pero no había ningún peatón cerca. Abrió la puerta y bajó del coche con cautela, acartonado, dolorido. Se sentía como si hubiera pasado mucho tiempo sentado en una mala postura. Miró a ambos lados de la calle en busca de alguna construcción identificable.

El edificio sin iluminar que había al otro lado de la calle parecía institucional, quizás una escuela, con anchos escalones de piedra y puertas enormes de al menos tres metros de alto. Una fachada clásica con columnas.

Entonces lo vio.

Por encima de las columnas griegas, en el centro de una especie de friso que se extendía a lo largo del edificio de cuatro plantas, justo debajo de la gruesa sombra del tejado, había una divisa grabada apenas legible: D
EO ET PATRIA
.

¿Deo et patria
? ¿St. John Francis High School? ¿Su colegio de secundaria? ¿Qué demonios…?

Se quedó mirando al oscuro edificio de piedra, pestañeando, tratando de entender la situación. Se había despertado en el asiento del pasajero de su propio coche, así que alguien lo había llevado hasta allí. ¿Quién? No tenía ni idea, ningún recuerdo de haber conducido ni de que lo hubieran llevado en coche.

¿Por qué ahí?

A buen seguro no era una coincidencia que lo hubieran dejado en ese lugar en particular de esa manzana en concreto entre un millar de Manhattan, justo enfrente de la puerta principal del colegio en el que se había graduado treinta años antes: la venerada institución académica en la cual le habían concedido una beca, a la que llegaba en transporte público desde el apartamento de sus padres en el Bronx, una institución odiada y que no había visitado desde entonces. Una escuela de la que nunca había hablado. Una escuela a la cual muy poca gente sabía que había asistido.

Por el amor de Dios, ¿qué estaba pasando?

Una vez más miró a ambos lados de la calle, como si algún conocido pudiera aparecer entre la oscuridad para darle una explicación simple. No apareció nadie. Volvió a su coche, esta vez al asiento del conductor. Encontrar la llave en el contacto fue un alivio momentáneo, ciertamente mejor que no encontrarla, pero apenas contribuyó a calmar el aluvión de pensamientos.

Sonya. Sonya podría saber algo. Podría haber estado en contacto con Jykynstyl. Pero si el responsable era Jykynstyl, si Jykynstyl lo había drogado…

¿Era posible que Sonya formara parte de todo aquello? ¿Le había tendido una trampa?

¿Una trampa para qué? ¿Y con qué motivo? ¿Qué sentido tenía? ¿Y por qué llevarlo allí? ¿Por qué tomarse la molestia? ¿Cómo iba a saber Jykynstyl a qué escuela de secundaria había ido? ¿Y cuál era el objetivo? ¿Demostrar que podía acceder a los detalles de su vida privada? ¿Hacer que se concentrara en el pasado? ¿Recordarle algo en concreto de sus años de adolescencia, alguna persona o suceso de aquellos desdichados años en el John Francis? ¿Provocarle un ataque de pánico? Pero ¿por qué demonios el mundialmente famoso Jay Jykynstyl iba a querer hacer eso?

Era ridículo.

Por otra parte, por poner un enigma encima de otro, ¿había alguna prueba de que el hombre con el que había mantenido la conversación fuera en verdad Jay Jykynstyl? Pero si no lo era, si el hombre era un impostor, ¿qué finalidad tenía un engaño tan elaborado?

Y si de hecho lo habían drogado, ¿de qué clase de droga se trataba? ¿Lo había dejado inconsciente con un potente sedante o anestésico, o era algo como el Rohipnol—un amnésico desinhibidor—, lo cual era más problemático?

¿O era él quien tenía algún problema orgánico? La deshidratación severa podía producir desorientación, incluso cierta confusión de memoria.

Pero no hasta ese punto. No un apagón total de la memoria de ocho horas.

¿Un tumor cerebral? ¿Una embolia? ¿Una apoplejía?

¿Era concebible que hubiera salido de la casa de arenisca de Jykynstyl, se hubiera metido en el coche, hubiera decidido por un capricho nostálgico echar un vistazo a su viejo colegio, hubiera bajado del coche y hubiera entrado en el edificio y entonces…?

¿Y entonces qué? ¿Había vuelto a salir, se había metido en el asiento del pasajero para poner algo en la guantera o sacar algo, y luego había sufrido alguna clase de ataque? ¿Se había desmayado? Ciertos tipos de ictus podían producir amnesia, bloquear el recuerdo del periodo anterior y del posterior. ¿Se trataba de alguna clase de patología cerebral aguda?

Preguntas y más preguntas. Y ninguna respuesta. Sentía una opresión en la boca del estómago, como si hubiera tragado un puñado de gravilla.

Miró en la guantera, pero no encontró nada inusual: el manual del coche, unas pocas facturas viejas de gasolina, una linterna pequeña, la tapa de plástico de una botella de agua.

Se dio unas palmaditas en los bolsillos de la chaqueta y encontró su teléfono móvil. Tenía siete mensajes de voz y un mensaje de texto esperándole. Aparentemente, lo habían estado buscando durante las horas que se le habían evaporado. Quizás entre los mensajes encontraría la explicación que estaba buscando.

El primer mensaje de voz, recibido a las 15.44, era de Sonya: «¿David? ¿Aún estás comiendo? Supongo que es buena señal. Quiero saberlo todo. Llámame en cuanto puedas. Un beso».

El mensaje de voz número dos, a las 16.01, era del fiscal: «David, soy Sheridan Kline. Quería informarle por cortesía. Se trata de una cuestión que planteó en relación con Karmala Fashion. Querrá saber que se ha comprobado, y hay cierta información interesante al respecto. ¿Conoce algo de la familia Skard? S-K-A-R-D. Llámeme lo antes posible».

¿Skard? Un nombre peculiar, y había algo familiar en él, una sensación de que ya se lo había encontrado antes, quizá lo había visto escrito en alguna parte, no hacía mucho tiempo.

La número tres, a las 16.32, era de Kyle: «Hola, papá. ¿Qué pasa? Hasta el momento, Columbia me parece genial. Quiero decir que es leer, leer, leer, clase, clase, leer, leer, leer. Pero va a merecer la pena. En serio. ¿Tienes idea de cuánto puede ganar un buen abogado de pleitos colectivos? ¡Un pastón! Tengo prisa. Llego tarde a otra clase. Siempre me olvido de la hora que es. Te llamo luego».

La número cuatro, a las 17.05, era de Sonya otra vez: «¿David? ¿Qué está pasando? ¿Es el almuerzo más largo del mundo o qué? Llámame. ¡Llámame!».

La número cinco, la más corta, a las 17.07, era de Hardwick: «Eh, campeón, ¡he vuelto al caso!». Sonaba desagradable, triunfal y borracho.

La número seis, a las 17.50, era de la psicóloga forense favorita de Kline: «Hola, David, soy Rebecca Holdenfield. Sheridan me ha dicho que tenía algunas ideas sobre el asesino del machete que quería discutir. Estoy muy ocupada, pero para esto puedo sacar tiempo. Por las mañanas es terrible, más tarde me va mejor. Llámeme para decirme qué días y horas le van bien y buscaremos un rato. Por lo poco que sé hasta ahora, diría que está buscando a un tipo muy trastornado». El ánimo que desbordaba en su tono profesional dejaba claro que no había nada que le gustara más que perseguir a un tipo muy trastornado. Concluía dejando un número con el prefijo de zona de Albany.

El octavo y último mensaje de voz, recibido a las 20.35, era de Sonya: «Mierda, David, ¿estás vivo?».

Miró otra vez el reloj: 20.58.

Escuchó el último mensaje otra vez, y luego otra, en busca de una segunda intención en la pregunta de Sonya. No parecía haber ninguna, más allá de la exasperación de alguien a quien no le contestan las llamadas. Empezó a llamarla, pero entonces recordó que tenía un mensaje de texto y decidió leerlo antes.

Era corto, anónimo, ambiguo: «Cuántas pasiones, cuántos secretos, cuántas fotografías maravillosas».

Se sentó y lo miró. Al pensarlo otra vez, y pese a que dejaba mucho lugar a la imaginación, no le pareció ambiguo en absoluto. De hecho, lo que dejaba a la imaginación estaba más que claro.

Podía sentir el contenido imaginado de aquellas fotos explotando en su vida como una bomba de fabricación casera.

44
Déjà vu

M
antener el equilibrio, permanecer concentrado y someter los hechos a un análisis desapasionado, esos habían sido los pilares del éxito de Gurney como detective de Homicidios.

En ese momento le estaba costando horrores hacer cualquiera de esas cosas. En su mente se arremolinaban incógnitas, posibilidades terribles.

¿Quién demonios era ese Jykynstyl? ¿O debería preguntarse quién diablos era ese personaje que se hacía pasar por Jykynstyl? ¿Cuál era la naturaleza de la amenaza, su propósito? Cabían escasas dudas de que el escenario, fuera cual fuese, era criminal. La esperanza de que se hubiera emborrachado de manera inocua, de que solo hubiera tenido un apagón inducido por el alcohol y que el mensaje de texto tuviera un significado inofensivo parecía delirante. Necesitaba afrontar el hecho de que lo habían drogado y ponerse en lo peor, lo que implicaría una dosis masiva de Rohipnol en esa primera copa de vino blanco.

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