No abras los ojos (39 page)

Read No abras los ojos Online

Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

BOOK: No abras los ojos
8.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Rohipnol más alcohol. El cóctel que produce desinhibición y amnesia. El llamado «cóctel de la violación», que disuelve el criterio claro, los temores y los arrepentimientos, que desnuda la mente de inhibiciones morales y prácticas, que bloquea la intervención de la razón y la conciencia, que tiene el poder de reducirte a la suma de tus apetitos primarios. La combinación de drogas con el potencial de convertir los propios impulsos, por alocados que estos sean, en acciones, por dañinas que estas sean. El asqueroso elixir que prioriza los deseos del cerebro animal primitivo, sin tener en cuenta el coste en la persona completa, y que luego oculta la experiencia—que podría durar entre seis y doce horas—en una amnesia impenetrable. Era como si lo hubieran inventado para facilitar los desastres. La clase de desastres que Gurney estaba imaginando al sentarse en el coche, impotente y disperso, tratando de comprender hechos incongruentes.

Madeleine lo había convertido en partidario de las acciones pequeñas y simples, en poner un pie delante del otro, pero cuando nada tenía sentido y cada dirección albergaba una amenaza imprecisa, no resultaba fácil decidir dónde poner ese primer pie.

No obstante, se le ocurrió que quedándose en el coche, aparcado en esa manzana oscura, no iba a conseguir nada. Si se alejaba, aunque no hubiera decidido adónde ir, al menos podría ver si lo estaban vigilando o siguiendo. Antes de enredarse en razones para no hacerlo, arrancó el coche, esperó a que el semáforo de la esquina se pusiera verde, dejó que pasara una fila de tres taxis, encendió los faros, se incorporó deprisa al tráfico y llegó al cruce de Madison Avenue justo antes de que el semáforo se pusiera en rojo detrás de él. Siguió conduciendo, girando al azar en una serie de cruces hasta que estuvo seguro de que nadie lo estaba siguiendo, recorriendo Manhattan desde aproximadamente la Ochenta Este hacia la Sesenta Este.

Sin haber pensado en ir hasta allí, llegó a la calle en la que estaba la residencia de Jykynstyl. Pasó una vez, dio la vuelta a la manzana y volvió a pasar. No había luces en las ventanas de la gran casa de arenisca. Aparcó en el mismo lugar no autorizado que había ocupado nueve horas antes.

Estaba nervioso y no sabía qué iba a hacer a continuación, pero las decisiones que había tomado hasta el momento lo estaban calmando. Recordó que tenía un número de teléfono de Jykynstyl en su cartera, un número que Sonya le había dado por si se retrasaba por un atasco de tráfico. Marcó el número sin preocuparse de planear lo que iba a decir. Algo así como: «¡Menuda fiesta, Jay! ¿Tienes fotos?». O algo más al estilo de Hardwick como: «Eh, cabronazo, tú jódeme que te meteré una bala entre ceja y ceja». Al final no dijo ninguna de esas cosas, porque, cuando llamó al número que le había dado Sonya, una voz grabada anunció que estaba fuera de servicio.

Tuvo el impulso de ir a aporrear la puerta hasta que alguien saliera a abrir. Entonces recordó algo que Jykynstyl había dicho sobre estar siempre en movimiento, acerca de no permanecer nunca demasiado tiempo en el mismo lugar, y de repente supo que la casa estaba vacía: el hombre se había ido, así que golpear la puerta sería inútil.

Pensó que debería llamar a Madeleine, decirle que llegaría muy tarde. Pero ¿a qué hora iba a llegar? ¿Debería hablarle de la amnesia? ¿De que había despertado enfrente del John Francis? ¿De la amenaza de las fotos? ¿O todo eso solo la preocuparía sin motivo?

Quizá debería llamar antes a Sonya, ver si podía proyectar alguna luz sobre lo que estaba pasando. ¿Cuánto sabía ella en realidad sobre Jay Jykynstyl? ¿Había algo de realidad en la oferta de los cien mil dólares? ¿Todo había sido solo una trampa para llevarlo a la ciudad a un almuerzo privado? Para poder drogarlo y… ¿y qué?

Quizá debería ir a Urgencias para que le hicieran una prueba de drogas, descubrir antes de que las metabolizara qué clase de sustancias químicas había ingerido exactamente, sustituir sus sospechas por pruebas. Por otro lado, el registro de una prueba de toxicología provocaría preguntas y complicaciones. Se encontraba en la encrucijada de querer descubrir qué había ocurrido antes de dar ningún paso oficial para descubrirlo.

Cuando ya se estaba deslizando por el pozo de la indecisión, una furgoneta blanca grande se detuvo a menos de diez metros, justo delante de la casa de arenisca. El haz de los faros de un coche que pasó hizo que las letras verdes del lateral de la furgoneta resultaran legibles:
WHITE STAR LIMPIEZA COMERCIAL
.

Gurney oyó que se abría una puerta corredera en el otro extremo de la furgoneta y a continuación comentarios en español, antes de que la puerta volviera a cerrarse. La furgoneta arrancó y un hombre y una mujer con uniforme gris aparecieron en la semioscuridad, ante la puerta de la casa de arenisca. El hombre la abrió con una llave que llevaba sujeta al cinturón en un aro. Entraron en el edificio y, al cabo de un momento, se encendió una luz en el vestíbulo. Poco después se encendió otra luz en otra ventana de la planta baja. Y a intervalos de aproximadamente dos minutos fueron apareciendo luces en las ventanas de cada una de las cuatro plantas del edificio.

Gurney decidió colarse. Parecía un policía, sonaba como tal, y su tarjeta de miembro de una asociación de detectives retirados podía tomarse por credenciales activas.

Cuando llegó a la puerta vio que aún estaba abierta. Entró en el recibidor y escuchó. No oyó pisadas ni voces. Intentó abrir la puerta que conducía del recibidor al resto de la casa. Tampoco estaba cerrada con llave. La abrió y escuchó otra vez. No oyó nada salvo el susurro apagado de una aspiradora en una de las plantas superiores. Entró y cerró la puerta con suavidad tras de sí.

El personal de limpieza había encendido todas las luces, lo que daba al gran vestíbulo una apariencia más fría y desolada que la que Gurney recordaba. La claridad había disminuido la suntuosidad de la escalera de caoba que constituía la principal característica de la estancia. Los paneles de madera de las paredes también parecían de menor valor, como si la luz intensa hubiera eliminado su pátina de antigüedad.

En la pared del fondo había dos puertas. Recordó que una de ellas conducía al pequeño ascensor al cual lo había acompañado la hija de Jykynstyl; si de verdad era su hija, lo cual dudaba. La puerta de al lado estaba entornada, y la sala de detrás estaba tan brillantemente iluminada como el gran vestíbulo en el que se hallaba.

Parecía lo que los anuncios inmobiliarios denominaban una sala de ocio. Estaba dominada por una pantalla plana de vídeo con media docena de sillones dispuestos hacia ella en ángulos diversos. Había una zona de bar en un rincón y contra una pared lateral un aparador con un fila de copas de vino y cóctel y una pila de bandejas de cristal apropiadas para postres elegantes o rayas de cocaína. Miró en los cajones del aparador y vio que estaban todos vacíos. El mueble bar y una pequeña nevera estaban cerrados. Salió de la habitación con tanto sigilo como había entrado y se dirigió a la escalera.

La alfombra persa mitigó el ruido de sus pasos apresurados al subir los peldaños de dos en dos hasta el primer piso y luego al segundo. El sonido de la aspiradora era más fuerte allí e imaginó que en cualquier momento el equipo de limpieza podría bajar desde el piso de arriba, de manera que el tiempo de reconocimiento era limitado. Una entrada en arco conducía a un pasillo con cinco puertas. Supuso que la del fondo sería la del ascensor y las otras cuatro darían a habitaciones. Se acercó a la puerta más cercana y giró el pomo de la manera más silenciosa posible. Al hacerlo, oyó el ruido sordo del ascensor, que se detuvo pasillo abajo, seguido por el suave sonido de su puerta corredera.

Se metió con rapidez en una habitación oscura, que supuso que era un dormitorio, y cerró la puerta, con la esperanza de que quien había salido del ascensor, presumiblemente un miembro del equipo de limpieza, hubiera estado mirando en otra dirección.

Comprendió que se hallaba en una situación complicada: sin poder esconderse porque la habitación estaba demasiado oscura para que encontrara un lugar apropiado y sin poder encender la luz por temor a delatarse. Y si lo encontraban escondiéndose de manera penosa detrás de la puerta de un dormitorio, difícilmente podría escabullirse mostrando unas credenciales de detective retirado. ¿Qué demonios estaba haciendo allí, de todos modos? ¿Qué era lo que esperaba descubrir? ¿La cartera de Jykynstyl con una pista que le condujera a otra identidad? ¿Un mensaje de correo electrónico de una conspiración? ¿Las fotografías a las que se refería el SMS? ¿Algo que incriminara lo suficiente a Jykynstyl para neutralizar cualquier amenaza? Esas posibilidades eran material de películas de intriga inverosímiles. Así pues, ¿por qué se había puesto en esa posición ridícula, acechando en la oscuridad como un ladrón idiota?

La aspiradora cobró vida ruidosamente en el pasillo, al otro lado de la puerta; su sombra pasaba adelante y atrás por la rendija de luz que se colaba entre la puerta y la moqueta. Gurney retrocedió con cautela, pegado a la pared, a tientas. Oyó que se abría una puerta al otro lado del pasillo. Unos segundos después, el rugido de la aspiradora disminuyó, sugiriendo que la máquina y quien la llevaba habían entrado en la habitación de enfrente.

Las pupilas de Gurney estaban empezando a ajustarse a la oscuridad, una oscuridad que la rendija de luz que brillaba bajo la puerta diluía justo lo suficiente para que se distinguieran unas pocas formas grandes: los pies de una cama
king-size
, las orejas curvadas de un sillón estilo reina Ana, un armario oscuro apoyado en una pared de tono más claro.

Decidió intentarlo. Palpó la pared de detrás de él en busca de un interruptor y encontró un regulador. Lo giró hasta que estuvo aproximadamente en la zona de intensidad media, luego lo pulsó a su posición de encendido y, a continuación, a la de apagado. Contaba con que los empleados de limpieza estuvieran lo bastante ocupados para que les pasara inadvertido el resplandor de medio segundo de luz mortecina bajo la puerta.

Lo que vio en el breve momento de iluminación fue un espacioso dormitorio con los muebles cuyos contornos había discernido en la semioscuridad, además de dos sillas pequeñas, una cómoda baja con un elaborado espejo encima y un par de mesillas de noche con lámparas ornadas. No había nada inesperado o extraño, salvo su reacción. En el instante en que fue visible, la escena encendió en él la experiencia del
déjà vu
. Estaba seguro de que ya antes había visto exactamente todo lo que había aparecido en ese destello de luz.

La sensación visceral de familiaridad fue seguida al cabo de unos segundos por una pregunta escalofriante: ¿había estado en esa habitación antes ese mismo día? El escalofrío se convirtió en una especie de náusea. Tenía que haber estado ahí, en esa habitación. ¿Por qué si no había experimentado una sensación tan intensa al ver la cama, la posición de las sillas, el copete festoneado del armario?

Más importante, ¿hasta dónde podía haberlo llevado el poder desinhibidor del alcohol y el Rohipnol? ¿Cuánto de lo que uno creía, cuánto del verdadero sistema de valores de uno mismo, cuánto de lo que era precioso para uno, cuánto de todo ello podía barrer esa mezcla química? Nunca en toda su vida se había sentido tan vulnerable, tan ajeno a sí mismo—tan inseguro de quién era o de qué podría ser capaz de hacer—como en ese momento.

Después, de un modo gradual, la sensación vertiginosa de impotencia e incomprensión fue sustituida por corrientes sucesivas de miedo y rabia. De manera inusitada, adoptó la rabia. El acero de la rabia. La fuerza y la voluntad de la rabia.

Abrió la puerta y salió a la luz.

El zumbido de la aspiradora procedía de una habitación en la otra punta del pasillo. Gurney caminó rápidamente hacia el otro lado, de nuevo hacia la gran escalera. El recuerdo de la brevedad del trayecto en ascensor de ese mediodía le decía que el salón y el comedor estaban casi con certeza en el primer piso. Bajó por la escalera, con la esperanza de que algo en aquellas habitaciones pudiera proporcionar un hilo de recuerdo que él pudiera seguir.

Igual que en el segundo piso, un arco conducía desde el descansillo al resto del primer piso. Al pasar bajo el arco, se encontró en el salón victoriano donde había conocido a Jykynstyl. Como en otros lugares de la casa, los empleados de limpieza habían encendido todas las luces, con un efecto igual que desolador. Incluso las grandes plantas en macetas habían perdido su esplendor. Gurney atravesó el salón hacia el comedor. Platos, copas, cubiertos… Se lo habían llevado todo. Igual que el retrato de Holbein. O el falso Holbein.

Se dio cuenta de que no sabía nada a ciencia cierta de su visita de ese día. La hipótesis más plausible sería que todos los elementos eran falsos, sobre todo la extravagante oferta de compra de sus retratos de ficha policial. La idea de que todo era mentira, de que nunca hubo dinero sobre la mesa, de que nunca hubo una admiración de su perspicacia o talento, asestó un sorprendente mazazo a su ego, seguido por la desilusión sobre lo mucho que habían significado para él la oferta y los halagos que la habían acompañado.

Recordó que un terapeuta le había dicho en una ocasión que la única forma en que alguien puede juzgar el apego a algo es por el nivel de dolor que causa su pérdida. Ahora parecía claro que las potenciales recompensas de la fantasía de Jykynstyl habían sido tan importantes para él como… creer que no eran importantes en absoluto. Aquello le hizo sentirse doblemente idiota.

Miró a su alrededor en el comedor. Su visión extática de un barco en Puget Sound retornó con el gusto agrio de un vino regurgitado. Estudió la superficie recién pulida. Ni un atisbo de mancha de huella dactilar en ninguna parte. Volvió al salón. Había en el aire un olor tenue, complejo, en el que apenas había reparado al pasar por la habitación momentos antes. Esta vez trató de aislar sus elementos: alcohol, humo rancio, cenizas en la chimenea, cuero, suelo húmedo de las plantas, cera de muebles, madera vieja. Nada sorprendente. Nada fuera de lugar.

Suspiró con una sensación de frustración y fracaso por el riesgo inútil de haber entrado en la casa. El lugar irradiaba una vacuidad hostil, sin la menor impresión de que alguien hubiera vivido allí realmente. Jykynstyl lo había admitido con su vaga descripción de un estilo de vida viajero, y solo Dios sabía dónde pasaban el tiempo sus «hijas».

Other books

All He Saw Was the Girl by Peter Leonard
McCade's Bounty by William C. Dietz
The Alpha Claims A Mate by Georgette St. Clair
Destiny's Path by Kimberly Hunter
The Child Buyer by John Hersey
The Weimar Triangle by Eric Koch