—Imaginaos —dice Christophe— que pudiésemos irrumpir y sorprenderla cuando se está depilando las patillas. Es algo que hacen las mujeres de esa edad.
Para Christophe, la antigua reina es una mujerzuela cascada, una vieja bruja. Él piensa: Catalina debe de ser aproximadamente de mi edad. Pero la vida es más dura con las mujeres, sobre todo con mujeres que, como Catalina, han sido bendecidas con muchos hijos y los han visto morir.
El sacerdote llegará silenciosamente a la altura de su codo, un individuo tímido que quiere mostrar los tesoros de la iglesia.
—Veamos, vos debéis de ser… —Recorre una lista en su cabeza—. ¿William Lord?
—Ah. No. —Éste es algún otro William. Sigue una larga explicación. Él la abrevia: «Mientras vuestro obispo sepa quién sois». Tras él hay una imagen de san Edmundo, el hombre de quinientos dedos; los pies del santo son delicadamente puntiagudos, como si estuviese bailando.
—Alzad las luces —dice—. ¿Es aquello una sirena?
—Sí, mi señor. —Una sombra de nerviosismo cruza el rostro del sacerdote—. ¿Debe retirarse? ¿Está prohibida?
Él sonríe.
—Sólo pensé que estaba muy lejos del mar.
—Es pescado maloliente —grita con risas Christophe.
—Perdonad al muchacho. No es ningún poeta.
Una débil sonrisa del sacerdote. En un bastidor de roble, santa Ana sostiene un libro para la instrucción de su hijita, la Virgen María; el arcángel san Miguel ahuyenta a tajos de cimitarra a un demonio que está enredado en sus pies.
—¿Estáis aquí para ver a la reina, señor? Quiero decir… —El sacerdote se corrige—: ¿A lady Catalina?
El sacerdote no tiene ni idea de quién soy, piensa. Podría ser cualquier emisario. Podría ser Charles Brandon, duque de Suffolk, podría ser Thomas Howard, duque de Norfolk. Han probado ambos con Catalina sus escasos poderes de persuasión y sus mejores trucos de matones.
Él no da su nombre, pero deja una ofrenda. La mano del sacerdote rodea las monedas como para calentarlas.
—¿Disculparéis el desliz, mi señor? Lo del título de la dama… juro que no había mala intención. Para un viejo campesino como soy yo, es difícil mantenerse al tanto de los cambios. Cuando llegamos a entender una cosa que viene de Londres, la contradice la siguiente.
—Es difícil para todos nosotros —dice él, encogiéndose de hombros—. ¿Rezáis por la reina Ana todos los domingos?
—Por supuesto, mi señor.
—¿Y qué dicen de eso vuestros feligreses?
El sacerdote parece azorado.
—Bueno, señor, son gente sencilla. No hay que hacer mucho caso de lo que dicen. Aunque son todos muy leales —añade rápidamente—, muy leales.
—Sin duda. ¿Me complaceréis ahora, y recordaréis este domingo en vuestras oraciones a Tom Wolsey?
¿El difunto cardenal? Ve que el anciano revisa sus ideas. Éste no puede ser Thomas Howard ni Charles Brandon, porque si a ellos les mencionas el nombre de Wolsey, difícilmente podrían contener el impulso de escupirte a los pies.
Cuando deja la iglesia, la última luz está desvaneciéndose en el cielo, y un copo de nieve extraviado se desplaza hacia el sur. Vuelven a montar, ha sido un día largo, nota la ropa pesada en la espalda. Él no cree que los muertos necesiten nuestras oraciones, ni que puedan hacer uso de ellas. Pero cualquiera que conozca la Biblia como la conoce él, sabe que nuestro Dios es caprichoso, y no tiene nada de malo cubrirse las espaldas. Cuando la becada alzó el vuelo en un relampagueo marrón rojizo, se le alborotó el corazón. Se le hacía presente mientras cabalgaban, cada latido un pesado batir de ala; cuando el ave alcanzó el abrigo de los árboles, su rastro de plumas se tintó de negro.
Llegaron cuando estaba ya medio oscuro: un saludo desde las murallas, y un grito de respuesta de Christophe:
—Thomas Cremuel, secretario del rey y primer magistrado de la Cámara de los Lores.
—¿Cómo podemos saberlo? —grita un centinela—. Mostrad vuestra bandera.
—Dile que muestre una luz y que me deje entrar —dice él— o le mostraré mi bota a su trasero.
Tiene que decir estas cosas cuando está en el campo; se espera de él, el consejero del rey de los Comunes.
Deben bajar para ellos el puente levadizo: un chirrido vetusto, o un crujido y un tintineo de pasadores y cadenas. En Kimbolton cierran temprano: bien.
—Recordad —dice a sus hombres— que no debéis cometer el error del sacerdote. Cuando habléis a la gente que está a su servicio, ella es la princesa viuda de Gales.
—¿Qué? —dice Christophe.
—Ya no es la esposa del rey. Nunca fue la esposa del rey. Ella es la esposa del difunto hermano del rey, Arthur, príncipe de Gales.
—Difunto significa «muerto» —dice Christophe—. Lo sé.
—Ella no es la reina, ni la antigua reina, pues su segundo supuesto matrimonio no fue lícito.
—Es decir, no permisible —dice Christophe—. Ella cometió un error de conjugación con ambos hermanos, primero con Arthur, luego con Enrique.
—¿Y qué es lo que tenemos que pensar de tal mujer? —dice él, sonriendo.
Resplandor de antorchas y, hablando desde la oscuridad, sir Edmund Bedingfield, el custodio de Catalina.
—¡Creo que podríais habernos advertido, Cromwell!
—Grace, vos no querríais que os previniera de mi llegada, ¿verdad? —Besa a lady Bedingfield—. No traigo nada para la cena. Pero detrás de mí viene un carro de mulas, estará aquí mañana. Traigo venado para vuestra mesa, y almendras para la reina, y un vino dulce que Chapuys dice que le gusta mucho.
—Me alegro de cualquier cosa que pueda estimular su apetito. —Grace Bedingfield los conduce al gran vestíbulo; se detiene a la luz del fuego y se vuelve hacia él—. Su médico sospecha que tiene un bulto en el vientre. Pero puede tener un curso largo. Y la verdad es que la pobre señora ya ha sufrido bastante.
Él entrega los guantes y la capa de montar a Christophe.
—¿Vais a querer verla inmediatamente? —pregunta Bedingfield—. Aunque nosotros no estuviésemos esperándoos, ella tal vez sí. Para nosotros es difícil, porque la gente de aquí la estima y se entera de todo a través de los sirvientes, no puedes impedirlo, creo que hacen señales desde el otro lado del foso. Creo que ella sabe la mayoría de las cosas que pasan, de lo que pasa por el camino.
Dos damas, españolas por su indumentaria y de muy avanzada edad, se aprietan contra una pared enyesada y lo miran con resentimiento. Él les hace una inclinación y una de ellas comenta en su propia lengua que ése es el hombre que ha vendido el alma del rey de Inglaterra. La pared que hay tras ellas está pintada, ve él, con las figuras desvaídas de una escena del Paraíso: Adán y Eva, cogidos de la mano, pasean entre animales de creación tan reciente que aún no han aprendido sus nombres. Un pequeño elefante con un ojo circular atisba tímidamente a través del follaje. Él nunca ha visto un elefante, pero tiene entendido que son bastante más altos que un caballo de guerra; tal vez no hubiese tenido tiempo de crecer aún. Cuelgan sobre su cabeza ramas que se doblan cargadas de fruta.
—Bueno, vos ya sabéis cómo tratarla —dice Bedingfield—. Vive en esa habitación y tiene sus damas…, aquéllas…, que le cocinan sobre el fuego. Tenéis que llamar y entrar, y si la tratáis de lady Catalina os echará a patadas, y si la tratáis de Su Alteza os dejará quedaros. Así que yo no la llamo nada de eso. Como si fuese una muchacha que barre las escaleras.
Catalina está sentada junto al fuego encogida bajo una capa de muy buenos armiños. El rey querrá recuperar eso, piensa él, si ella muere. Alza la vista y extiende una mano para que él la bese: de mala gana, pero más por el frío, piensa él, que por que se muestre reacia a reconocerle. Está muy amarilla, y hay un olor a inválida en la habitación…, el leve olor animal de las pieles, un hedor vegetal de agua de cocinar que no se tira, y el tufo agrio de un cuenco con el que una muchacha sale, presurosa: que contiene, sospecha él, los contenidos evacuados del estómago de la viuda. Si se pone enferma durante la noche, tal vez sueñe con los jardines de la Alhambra, en los que creció: los suelos de mármol, el burbujeo del agua cristalina en los pilones, el arrastrarse de la cola de un pavo real blanco y el perfume de los limoneros. Podría haberle traído un limón en la alforja, piensa.
Ella, como si leyese sus pensamientos, le habla en castellano:
—Señor Cromwell, abandonemos este tedioso fingir que no habla usted mi idioma.
Él asiente.
—Ha sido duro a veces en el pasado, oír como sus doncellas hablaban de mí: «Jesús, qué feo es, ¿creéis que tiene el cuerpo peludo como Satanás?».
—¿Mis doncellas decían eso? —A Catalina parece divertirle. Retira la mano, apartándola de la vista de él—. Hace mucho que se han ido, aquellas muchachas animosas. Sólo quedan ancianas, y un puñado de traidores autorizados.
—Señora, los que están a vuestro alrededor os estiman.
—Informan sobre mí. De todas mis palabras. Escuchan incluso mis oraciones. Bueno, señor —alza la cara hacia la luz—, ¿qué decís de mi aspecto? ¿Qué diréis de mí cuando el rey os pregunte? Hace muchos meses que no me miro en el espejo.
Se toca el gorro de piel, se tapa los oídos con las orejeras, ríe.
—El rey solía decirme que yo era un ángel. Solía decirme que era una flor. Cuando nació mi primer hijo, fue en pleno invierno. Toda Inglaterra estaba cubierta por una capa de nieve. No había modo de conseguir flores, pensaba yo. Pero Enrique me llevó seis docenas de rosas hechas de la seda blanca más pura. «Blancas como tu mano, amor mío», dijo, y me besó la punta de los dedos.
Un temblor bajo el armiño le indica dónde está ahora ese puño cerrado.
—Las guardo en un cofre, las rosas. Al menos ellas no se marchitan. He ido dándoselas a lo largo de los años a los que me han hecho un servicio. —Hace una pausa; mueve los labios, una invocación silenciosa: oraciones por almas de difuntos—. Decidme, ¿cómo está la hija de Bolena? Dicen que reza mucho, a su Dios reformado.
—Tiene realmente fama de piadosa. Y cuenta también con la aprobación de hombres doctos y de los obispos.
—Están utilizándola. Igual que ella a ellos. Si fueran eclesiásticos de verdad se apartarían de ella con horror, como de una infiel. Me imagino que debe de estar rezando por un hijo. Perdió el último, según me dicen. En fin, yo sé lo que es eso. La compadezco desde el fondo de mi corazón.
—Ella y el rey tienen esperanzas de otro hijo pronto.
—¿Qué? ¿Esperanza particular o esperanza general?
Él hace una pausa; no se ha dicho nada definido; Gregory podría estar equivocado.
—Creí que ella confiaba en vos —dice con agudeza Catalina; escruta su rostro: ¿alguna grieta, alguna
froideur
?—. Dicen que Enrique persigue a otras mujeres.
El dedo de Catalina golpea la piel: gira y gira, ausente, frotándola.
—Es muy pronto. Llevan casados muy poco tiempo. Supongo que ella mira a las mujeres que la rodean, y se dice, preguntándose siempre: «¿Sois vos,
madame
? ¿O vos?». Me ha sorprendido siempre que los indignos de confianza depositan a ciegas su propia confianza. Ana cree que tiene amigos. Pero si no le da pronto un hijo al rey, se volverán contra ella.
Él asiente.
—Tal vez tengáis razón. ¿Quién lo hará primero?
—¿Y por qué habría de alertarla yo? —pregunta secamente Catalina—. Dicen que cuando se enfada se queja como una vulgar gruñona. No me sorprende. Una reina, y ella se llama a sí misma «reina», debe vivir y sufrir ante los ojos del mundo. Ninguna mujer está por encima de ella, más que la Reina del Cielo, así que no puede encontrar a nadie que la acompañe en su aflicción. Si sufre, sufre sola, y necesita una gracia especial para soportarlo. Parece que la hija de Bolena no ha recibido esa gracia. Me pregunto por qué podrá ser.
Se interrumpe; mueve los labios y la piel se le encoge, como si se retorciese para huir de sus ropas. Tenéis dolores, empieza a decir él; ella le hace callar con un gesto, no es nada, nada.
—Los gentilhombres que rodean al rey, que juran ahora que darán sus vidas por una sonrisa de ella, no tardarán en ofrecer su devoción a otra. Solían ofrecerme esa misma devoción a mí. Porque era la esposa del rey, no tenía nada que ver con mi persona. Pero Ana lo toma como un tributo a sus encantos. Y además, no sólo debería temer a los hombres. Su cuñada, Jane Rochford, bueno, es una joven despierta… Cuando me servía a mí solía traerme secretos, secretos amorosos, secretos que yo tal vez hubiese sido mejor que no conociese, y dudo que sus ojos y sus oídos sean ahora menos agudos.
Aún siguen trabajando sus dedos, masajean ahora en un punto cercano al esternón.
—Supongo que os preguntaréis cómo puede Catalina, que está desterrada, saber las cosas que pasan en la corte… Eso es algo que debéis considerar.
No tengo que considerarlo mucho, piensa él. Es la esposa de Nicholas Carew, una especial amiga vuestra. Y es Gertrude Courtenay, la esposa del marqués de Exeter; la cogí conspirando al año pasado, tendría que haberla encerrado. Tal vez incluso la pequeña Jane Seymour; aunque Jane tiene una carrera propia de la que ocuparse, desde Wolf Hall.
—Sé que tenéis vuestras fuentes de información. Actúan en vuestro nombre, pero no en pro de vuestros mejores intereses. Ni en los de vuestra hija.
—¿Dejaréis que me visite la princesa? Si pensáis que necesita consejos que la tranquilicen, ¿quién mejor que yo?
—Si dependiese de mí,
madame
…
—¿Qué daño puede hacerle eso al rey?
—Poneos en su lugar. Creo que vuestro embajador, Chapuys, ha escrito a lady María, diciendo que puede sacarla del país.
—¡Jamás! Chapuys no puede pensar semejante cosa. Lo garantizo con mi propia persona.
—El rey piensa que tal vez María pudiese corromper a sus guardias, y si se le permitiese hacer un viaje para veros podría escapar, huir en un barco a los territorios de su primo, el emperador.
Casi hace aflorar una sonrisa a sus labios pensar en la flaca y asustada princesita emprendiendo una acción desesperada y criminal como ésa. Catalina sonríe también; una sonrisa retorcida, maliciosa.
—¿Y luego qué? ¿Piensa Enrique que mi hija va a volver cabalgando, con un marido extranjero a su lado y a expulsarle de su reino? Podéis asegurarle que ella no tiene esa intención. Responderé por ella, de nuevo, con mi propia persona.
—Vuestra propia persona debe hacer mucho,
madame
. Garantizar esto, responder por aquello. Tenéis sólo una muerte que sufrir.