—Ojalá pudiese hacer bien a Enrique. Cuando me llegue la muerte, sea como sea, tengo la esperanza de recibirla de tal modo que sea un ejemplo para él cuando le llegue su hora.
—Comprendo. ¿Pensáis mucho en la muerte del rey?
—Pienso en su vida posterior.
—Si queréis hacer bien a su alma, ¿por qué le ponéis trabas continuamente? Eso difícilmente puede hacerle un hombre mejor. ¿Nunca habéis pensado que si os hubieseis sometido a sus deseos hace años, si hubieseis entrado en un convento y le hubieseis permitido casarse de nuevo, nunca habría roto con Roma? No habría habido ninguna necesidad. Existían suficientes dudas sobre vuestro matrimonio para que os retiraseis de buen grado. Habríais sido honrada por todos. Pero ahora los títulos a los que os aferráis están vacíos. Enrique era un buen hijo de Roma. Vos le empujasteis a esa postura extrema. Vos dividisteis la Cristiandad, no él. Y espero que sepáis eso, y que penséis en ello en el silencio de la noche.
Hay una pausa, mientras ella pasa las grandes páginas de su enorme volumen de cólera, y pone el dedo concretamente en la palabra justa.
—Lo que vos decís, Cromwell, es… despreciable.
Probablemente tenga razón, piensa él. Pero seguiré atormentándola, desvelándola ante sí misma, desnudándola de ilusiones, y lo haré por el bien de su hija: María es el futuro, el único vástago adulto que tiene el rey, la única perspectiva de Inglaterra si Dios llamase a Enrique y el trono quedase de pronto vacío.
—Así que no me daréis una de esas rosas de seda… —le dice—. Yo pensé que podríais.
Una larga mirada.
—Vos, al menos como enemigo, os dejáis ver claramente. Ojalá mis amigos pudiesen hacerse tan visibles. Los ingleses son una nación de hipócritas.
—Ingratos —concuerda él—. Mentirosos natos. Yo mismo lo he descubierto. Preferiría a los italianos. Los florentinos, tan modestos. Los venecianos, transparentes en todos sus tratos. Y vuestra propia raza, los españoles. Gente tan honesta. Solían decir de vuestro real padre, Fernando, que la franqueza de su corazón le perjudicaba.
—Os estáis divirtiendo —dice ella— a expensas de una moribunda.
—Queréis recibir un gran crédito por morir. Ofrecéis garantías en una mano y queréis privilegios en la otra.
—Un estado como el mío suele inspirar bondad.
—Yo estoy intentando ser bueno, pero vos no lo veis. Al menos,
madame
, ¿no podéis dejar a un lado vuestra propia voluntad y reconciliaros con el rey por el bien de vuestra hija? Si dejáis este mundo enfrentada con él, lo pagará ella. Y ella es joven y tiene una vida que vivir.
—Él no le echará la culpa a María. Conozco al rey. No es un hombre tan mezquino.
Él se calla. Ella aún ama su marido, piensa: en algún rincón o rendija de su viejo y coriáceo corazón alberga aún la esperanza de oír sus pasos, su voz. Y con su regalo para ella en la mano, ¿cómo puedo olvidar que una vez la amó? Después de todo, debe de haber costado muchas semanas de trabajo hacer esas rosas de seda, él debió de haberlas encargado mucho antes de saber que lo que iba a nacer era un niño. «Lo llamamos el príncipe del Año Nuevo —había dicho Wolsey—. Vivió cincuenta y dos días, y yo conté cada uno de ellos». Inglaterra en invierno: el paño mortuorio de nieve resbaladiza cubriendo los campos y los tejados de palacio, apagando tejas y hastiales, deslizándose en silencio sobre el cristal de la ventana; emplumando los surcos de los caminos, pesando sobre las ramas de robles y tejos, sellando a los peces debajo del hielo y helando al pájaro en la rama. Él imagina la cuna, con cortinas de color carmesí, dorada con las armas de Inglaterra: los balancines ocultos bajo las telas: un brasero ardiendo y el aire fresco con aromas a canela y enebro de Año Nuevo. Las rosas traídas a su lecho triunfal…, ¿cómo? ¿En un cesto dorado? ¿En una caja larga como un féretro, un ataúd con pulidas conchas incrustadas? ¿O arrojadas sobre su colcha desde una envoltura de seda bordada con granadas? Pasan dos meses felices. El niño prospera. Corre por el mundo la noticia de que los Tudor tienen un heredero. Y luego, en el día quincuagésimo segundo, un silencio detrás de una cortina: alienta, no alienta. Las mujeres de la cámara cogen al príncipe, lloran conmovidas y asustadas; santiguándose desesperadamente, se encogen al lado de la cuna para rezar.
—Veré lo que se puede hacer —dice él—. Sobre vuestra hija. Sobre una visita. —¿Hasta qué punto puede ser peligroso trasladar a una muchachita a lo largo del país?—. Creo que el rey lo permitiría, si vos aconsejaseis a lady María que se acomodase en todos los aspectos a su voluntad y lo reconociese, cosa que ahora no hace, como cabeza de la Iglesia.
—En ese asunto, la princesa María debe consultar a su propia conciencia. —Alza una mano, con la palma hacia él—. Veo que me compadecéis, Cromwell. No deberíais. Llevo mucho tiempo preparada para la muerte. Creo que Dios Todopoderoso recompensará mis esfuerzos por servirlo. Y veré de nuevo a mis hijos, que se fueron antes que yo.
Vuestro corazón podría romperse por ella, piensa él: si no estuviese hecho a prueba de rupturas. Ella quiere una muerte de mártir en el patíbulo. En vez de eso morirá en los Fens, sola: tal vez ahogada en su propio vómito.
—Y lady María, ¿también ella está preparada para morir?
—La princesa María ha meditado sobre la pasión de Cristo desde que era una niña pequeña. Estará dispuesta cuando él la llame.
—Sois una madre antinatural —dice él—. ¿Qué madre se arriesgaría a la muerte de una hija?
Pero recuerda a Walter Cromwell. Walter solía saltar encima de mí con sus grandes botas, de mí, su único hijo. Reúne fuerzas para un último intento.
—Os he ofrecido un ejemplo,
madame
, un caso en el que vuestra obstinación en oponeros al rey y a su consejo no sirvió más que para producir un resultado que os repugna en extremo. Así que podéis estar equivocada, ¿no os dais cuenta? Os pido que consideréis que podéis equivocaros más de una vez. Por amor de Dios, aconsejad a María que obedezca al rey.
—La princesa María —dice ella mortecinamente. No parece tener aliento para ninguna protesta más.
Él la observa durante un instante y se preparará para retirarse. Pero entonces ella alza la vista.
—Me he preguntado, señor, ¿en qué idioma os confesáis? ¿O vos no os confesáis?
—Dios conoce nuestros corazones,
madame
. No hay ninguna necesidad de una fórmula ociosa, ni de un intermediario.
Ninguna necesidad tampoco de idioma, piensa: Dios está más allá de cualquier traducción.
Sale y a la puerta cae casi en los brazos del guardián de Catalina.
—¿Está ya listo mi aposento?
—Pero vuestra cena…
—Enviadme un cuenco de caldo. Estoy harto de hablar. Lo único que quiero es una cama.
—¿Alguna cosa en ella? —Bedingfield tiene una expresión rufianesca.
Así que su escolta ha informado sobre él.
—Sólo una almohada, Edmund.
A Grace Bedingfield la decepciona mucho que él se haya retirado tan pronto. Pensaba que se enteraría de todas las noticias de la corte; no soporta verse retirada aquí con las silenciosas españolas, con un largo invierno por delante. Él debe repetir las instrucciones del rey: máxima vigilancia contra el mundo exterior.
—No me importa que le lleguen las cartas de Chapuys, eso la mantendrá ocupada en la tarea de descifrarlas. Ella no es importante para el emperador en este momento, lo que le interesa es María. Pero ninguna visita, salvo con autorización del rey o mía. Aunque…
Se interrumpe; puede ver el día, la primavera próxima y si Catalina está viva aún, en que el ejército del emperador penetre en el país y sea necesario apartarla de su camino y mantenerla como rehén; sería un triste espectáculo que Edmund se negase a entregarla.
—Mirad. —Muestra su anillo de turquesa—. ¿Veis esto? Me lo dio el difunto cardenal y es un hecho conocido que lo uso.
—¿Es ése el anillo mágico? —Grace Bedingfield le coge la mano—. ¿El que funde paredes de piedra, el que hace que las princesas se enamoren de vos?
—El mismo. Si algún mensajero os muestra esto, dejadle entrar.
Cuando cierra los ojos esa noche se eleva sobre él una bóveda, el techo tallado de la iglesia de Kimbolton. Un hombre tocando unas campanillas. Un cisne, un cordero, un tullido con un bastón, dos corazones de enamorados entrelazados. Y un granado. El emblema de Catalina. Eso podría tener que eliminarse. Bosteza. Convertirlas con el cincel en manzanas, eso lo arreglaría. Estoy demasiado cansado para un esfuerzo innecesario. Recuerda la mujer de la posada y se siente culpable. Tira de una almohada hacia él: sólo una almohada, Edmund.
Cuando la esposa del posadero habló con él cuando estaban ya montando en los caballos, le dijo: «Mandadme un regalo. Mandadme un regalo de Londres, algo que no se pueda conseguir aquí». Tendrá que ser algo que ella pueda llevar puesto, si no se esfumará por obra de algún viajero ágil de dedos. Él recordará su obligación, pero lo más probable es que cuando regrese a Londres habrá olvidado ya cómo era ella. La había visto a la luz de la vela, luego la vela se apagó. Cuando la vio a la luz del día podría haber sido una mujer distinta. Quizá lo fuese.
Se duerme y sueña con el fruto del Jardín del Edén, ofrecido en la mano rolliza de Eva. Se despierta momentáneamente: si el fruto está maduro, ¿cuándo florecieron esas ramas? ¿En qué posible mes, en qué posible primavera? Los escolásticos habrán abordado la cuestión. Una docena de generaciones cavilando. Cabezas tonsuradas inclinadas. Dedos con sabañones repasando rollos de pergaminos. Es el tipo de cuestiones estúpidas para las que están hechos los monjes. Le preguntaré a Cranmer, piensa: mi arzobispo. ¿Por qué no pide Enrique consejo a Cranmer, si quiere librarse de Ana? Fue Cranmer quien le divorció de Catalina; nunca le diría que debe volver a su rancio lecho.
Pero no, Enrique no puede hablar de sus dudas en ese terreno. Cranmer estima a Ana, la cree el ejemplo de una mujer cristiana, la esperanza de los buenos lectores de la Biblia de toda Europa.
Se duerme de nuevo y sueña con las flores de antes del amanecer del mundo. Están hechas de seda blanca. No hay ningún matorral ni tallo de donde arrancarlas. Yacen en el suelo desnudo increado.
El día que regresa a dar su informe mira detenidamente a la reina Ana; parece serena, contenta, y el benigno zumbido doméstico de sus voces, cuando se aproxima, le cuenta que entre ella y Enrique reina la armonía. Están ocupados, las cabezas juntas. El rey tiene sus instrumentos de dibujo al lado: sus compases y lápices, sus reglas, tintas y cortaplumas. La mesa está cubierta de planos sin desenrollar y de moldes y regletas de artesanos.
Él hace su reverencia y va al asunto:
—Ella no está bien, y creo que sería una obra de caridad dejar que recibiera la visita del embajador Chapuys.
Ana se levanta disparada de su silla.
—¿Qué, para que pueda intrigar con ella más cómodamente?
—Sus médicos indican,
madame
, que ella estará pronto en su tumba, y no podrá ya causaros ninguna molestia.
—Saldría de ella, aleteando envuelta en el sudario, si viese la posibilidad de fastidiarme.
Enrique extiende una mano.
—Querida, Chapuys nunca te ha reconocido. Pero cuando muera Catalina, y no pueda ya causarnos problemas, me aseguraré de que dobla la rodilla.
—De todos modos yo no creo que deba salir de Londres. Estimula a Catalina en su perversidad y estimula a su hija. —Lanza una mirada hacia él—. Cremuel, estáis de acuerdo, ¿verdad? A María se la debería traer a la corte y se la debería obligar a arrodillarse ante su padre y a pronunciar el juramento, y allí, de rodillas, debería pedir perdón por su traidora obstinación, y reconocer que mi hija, y no ella, es una heredera de Inglaterra.
Él señala los planos.
—¿Estáis construyendo, señor?
Enrique parece un niño cogido con los dedos en la caja del azúcar. Empuja una de las regletas hacia él. Los diseños, novedosos aún para ojos ingleses, son aquellos a los que él se acostumbró en Italia: urnas estriadas y jarrones, con mantos y alas, y las cabezas ciegas de emperadores y de dioses. Últimamente los árboles y flores ingleses, los sinuosos tallos y brotes, se desdeñan en los blasones, en beneficio de guirnaldas, laureles de la victoria, el haz del hacha del lictor, el asta de la lanza. Él ve que Ana prefiere mostrar su estatus rehuyendo la sencillez; desde hace ya más de siete años, Enrique ha estado adaptando su gusto al de ella. A él solían gustarle mucho las uvas de los setos, los frutos del verano inglés, pero ahora los vinos por los que se inclina son pesados, perfumados, adormecedores; y su cuerpo también es pesado, tanto que a veces parece bloquear la luz.
—¿Estáis construyendo desde los cimientos? —inquiere él—. ¿O sólo una capa de ornamentación? Las dos cosas cuestan dinero.
—Qué descortés sois —dice Ana—. El rey está enviándoos un poco de roble para lo que estáis edificando en Hackney. Y un poco para el señor Sadler, para su nueva casa.
Él indica su agradecimiento bajando la cabeza. Pero el pensamiento del rey está en el interior del país, con la mujer que aún proclama ser su esposa.
—¿De qué le vale a Catalina ya seguir viviendo? —pregunta Enrique—. Estoy seguro de que está cansada de tanto enfrentamiento. Yo lo estoy de él, bien sabe Dios. Haría mejor yendo a reunirse con los santos y los mártires.
—Ya han esperado por ella suficiente —dice Ana riéndose, demasiado alto.
—Imagino a la dama muriendo —dice el rey—. Lo hará pronunciando discursos y perdonándome. Siempre está perdonándome. Es ella la que necesita perdón. Por su vientre ponzoñoso. Por envenenar a mis hijos antes de que nacieran.
Él, Cromwell, desvía los ojos hacia Ana. Seguro que si ella tiene algo que decir ahora es el momento…, pero ella se vuelve, se inclina y coge a su podenco
Purkoy
, y se lo coloca en el regazo. Entierra su cara en la piel del animal, y el perrillo, despertado bruscamente de su sueño, gime y se retuerce en sus manos y observa cómo el señor secretario hace una inclinación y se va.
Fuera esperándole, la esposa de George Bolena: su mano confiada arrastrándole a un lado, su cuchicheo. Si alguien le dijese a lady Rochford: «Está lloviendo», ella lo convertiría en una conspiración; cuando pasase la noticia, haría que sonase como algo indecente, improbable, pero tristemente cierto.