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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (6 page)

BOOK: Una página de amor
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—Hoy es el señor cura quien llega primero… ¡Ah!, aquí tenemos al señor Rambaud.

La cena fue muy alegre. Juana seguía mejor cada día y los dos hermanos, que la mimaban, lograron que comiese un poco de ensalada, que le gustaba mucho, pese a la prohibición formal del doctor Bodin. Luego, cuando pasaron a la habitación, la niña, atrevida, se colgó del cuello de su madre murmurando:

—Te lo ruego, madrecita: llévame mañana a casa de esa viejecita.

Pero el sacerdote y el señor Rambaud fueron los primeros en reprenderla. No se la podía llevar a casa de los pobres porque no sabía comportarse. La última vez había tenido dos desmayos, y durante tres días, incluso dormida, sus hinchados ojos lloriqueaban.

—No, no —insistía—. No lloraré: lo prometo.

Entonces, su madre la besó diciendo:

—Es inútil, querida; la viejecita ya está buena… No volveré a salir y me quedaré todo el día contigo.

IV

La siguiente semana, cuando la señora Deberle devolvió a la señora Grandjean su visita, se comportó con una amabilidad llena de halagos. Y en el umbral, cuando ya se iba, le dijo:

—Ya sabe usted que me lo ha prometido… El primer día que haga buen tiempo, baja usted al jardín y se trae a Juana. Es una prescripción del doctor.

Elena sonreía.

—Sí, sí, estamos de acuerdo. Cuente con nosotras.

Tres días después, una tarde luminosa de febrero, descendió, en efecto, con su hija. La portera les abrió la puerta de comunicación. Al fondo del jardín, en una especie de invernadero transformado en pabellón japonés, encontraron a la señora Deberle, que tenía a su lado a su hermana Paulina, las dos con las manos desocupadas, con las labores de bordado encima de una mesita, donde las habían abandonado sin acordarse más de ellas.

—¡Ah, cuánta amabilidad de su parte! —dijo Julieta—. Tenga, siéntese usted ahí… Paulina, empuja esta mesa… ¿Ve usted? Hace todavía un poco de fresco, y desde este pabellón vigilaremos perfectamente a los niños… Vamos, jugad hijos míos. Y andaos con cuidado de no caer.

El amplio ventanal del pabellón estaba abierto y habían corrido a ambos lados las vidrieras en su marco, de modo que el jardín se extendía a nivel, como si estuviera en el umbral de una tienda de campaña. Era un jardín burgués, con césped en el centro y macizos de flores a los lados. Una sencilla verja lo cerraba por la calle Vineuse, sólo que había crecido allí una cortina tal de verdor, que desde la calle ninguna mirada podía atravesarla. Yedras, clemátides y madreselvas se pegaban y enroscaban a la verja, y tras este primer muro de follaje se levantaba otro, hecho de lilas y codesos. Incluso en invierno, las hojas perennes de las yedras y el entrecruzado de las ramas eran bastante para tapar la vista. Pero el gran encanto estaba al fondo, donde algunos árboles de alto oquedal, unos soberbios olmos, cubrían la negra pared de una casa de cinco pisos. En el estrangulamiento de las construcciones vecinas, ponían la ilusión de un rincón de parque, pareciendo agrandar desmesuradamente este jardincillo parisiense, que era barrido como si se tratara de un salón. Entre dos olmos pendía un columpio cuya tabla había enverdecido la humedad.

Elena miraba, inclinándose para ver mejor.

—¡Oh, es un agujero! —dijo negligentemente la señora Deberle—. Pero en París los árboles son tan escasos… Nos hace felices tener media docena que sean nuestros.

—No, no; están ustedes muy bien aquí. Esto es encantador.

Aquel día de sol ponía en el cielo pálido un polvillo de luz dorada. Había, entre las ramas sin hojas, una suave lluvia de rayos de sol. Los árboles bermelleaban, las finas yemas violáceas hacían más tierno el tono gris de la corteza y sobre el césped, a lo largo de las avenidas, en las hierbas y en la gravilla, había puntos de luz ahogados y difundidos por una ligera bruma a ras de suelo. No había ni una flor; nada más que la alegría del sol sobre la tierra desnuda anunciaba la primavera.

—Ahora, se ve todavía un poco triste —prosiguió la señora Deberle—. Ya verá usted: en junio está hecho un verdadero nido. Los árboles impiden que los vecinos puedan curiosear y entonces nos sentimos verdaderamente en nuestra casa.

Pero se interrumpió para gritar:

—¡Luciano! ¿Quieres hacer el favor de no tocar el agua?

El chiquillo, que hacía los honores del jardín a Juana, acababa de llevarla ante una fuente, bajo la escalinata, y allí le había dado la vuelta al grifo, acercando la punta de sus zapatos para mojarlos. Era un juego que le encantaba. Juana, muy formal, le miraba como se mojaba los pies.

—Espera —dijo Paulina levantándose—; voy a hacer que se esté quieto.

Julieta la retuvo.

—No, no, tú eres más alocada que él. El otro día parecía como si hubieseis tomado un baño los dos… Es curioso que una muchacha mayor no pueda estar un momento tranquila.

Y, volviéndose:

—¿Me oyes, Luciano? Cierra el grifo en seguida.

El niño, azorado, quiso obedecer. Pero dio la vuelta al revés a la llave y el agua corrió con una fuerza y un ruido que acabaron de hacerle perder la cabeza. Se echó para atrás, salpicado de agua hasta los hombros.

—¡Cierra el grifo en seguida! —repitió su madre, cuyas mejillas se sonrojaron con una oleada de sangre.

Juana, callada hasta entonces, se acercó a la fuente con toda clase de precauciones, mientras Luciano rompía a llorar ante aquella agua furiosa que le daba miedo y no sabía detener. Ella apretó su faldita entre las piernas, alargó sus desnudas muñecas para no mojarse las mangas y cerró el grifo sin recibir ni una sola salpicadura. De inmediato el diluvio cesó. Luciano, sorprendido, lleno de respeto, se tragó las lágrimas y levantó sus grandes ojos hacia la señorita.

—Verdaderamente, este niño me saca de quicio —dijo la señora Deberle, que había palidecido y parecía muy fatigada.

Elena creyó que debía intervenir.

—Juana, cógelo de la mano. Jugad a pasearos.

Juana cogió la mano de Luciano y, muy formalitos, se fueron por las avenidas dando pasitos. Ella era mucho más alta que el niño, por lo que éste tenía que levantar el brazo; pero este juego majestuoso que consistía en dar vueltas ceremoniosamente en torno del césped parecía absorberlos a uno y otro y dar una gran importancia a sus personas.

Juana, como una verdadera señora, tenía la mirada vaga y ausente. Luciano, de vez en cuando, no podía evitar lanzar una mirada a su compañera. No se decían ni una palabra.

—Son divertidos —murmuró la señora Deberle, sonriente y tranquila—. Hay que confesar que su Juana es una chiquilla encantadora… Se la ve tan obediente, tan juiciosa…

—¡Oh!, cuando está en casa de los demás —contestó Elena—. Tiene momentos terribles. Pero, como me adora, procura ser juiciosa para no darme pena.

Y ambas siguieron hablando de niños. Las chicas eran más precoces que los muchachos. No obstante, no había que fiarse del aire embobado de Luciano. Antes de un año, en cuanto se espabilara un poco, sería muy atrevido. Y, sin transición aparente, acabaron hablando de una mujer que habitaba un pequeño chalet enfrente y en cuya casa ocurrían cosas que… verdaderamente… La señora Deberle se detuvo para decir a su hermana:

—Paulina, vete un momento al jardín.

La jovencita salió tranquilamente y se quedó bajo los árboles. Estaba acostumbrada a que la echaran fuera siempre que en una conversación aparecía algo demasiado fuerte de lo que no se podía hablar delante de ella.

—Ayer yo estaba en la ventana —prosiguió Julieta— y vi perfectamente a esa mujer… Ni siquiera corre las cortinas… ¡Es de una indecencia! Los niños podrían verlo.

Hablaba muy bajito, con aire escandalizado y, no obstante, con una leve sonrisa en la comisura de los labios. Después, levantando la voz, gritó:

—Paulina, ya puedes volver.

Bajo los árboles, Paulina miraba al aire con gesto indiferente, esperando que su hermana hubiese terminado.

Entró en el pabellón y cogió de nuevo su silla mientras Julieta seguía dirigiéndose a Elena:

—¿Usted, señora, nunca ha visto nada?

—No —respondió ésta—: mis ventanas no dan al chalet.

Aun cuando había habido una laguna para la jovencita en la conversación, escuchaba, pálida y con rostro de virgen, como si hubiese comprendido.

—¡Bueno! —dijo mirando todavía al aire a través de la puerta—. Hay una multitud de nidos en los árboles.

Entre tanto, la señora Deberle había cogido de nuevo su labor de bordado para darse cierto aplomo. Daba un par de puntadas cada minuto. Elena, que no podía permanecer sin hacer nada, pidió permiso para traer su labor la próxima vez. Con un ligero aburrimiento, se volvió y examinó el pabellón japonés. Las paredes y el techo, estaban tapizados con telas de brocado de oro, con vuelos de grullas, mariposas y flores deslumbrantes, paisajes en los que azules barcas navegaban por ríos amarillos. Había asientos y jardineras de madera, de hierro, finas esterillas sobre el suelo y, abarrotando los muebles de laca, todo un mundo de chucherías, pequeños bronces, cacharritos, raros juguetes abigarrados de vivos colores. En el fondo, una figura grotesca en porcelana de Sajonia, con las piernas replegadas, el vientre desnudo y desbordante, rebosaba una alegría enorme y balanceaba furiosamente la cabeza al más ligero impulso.

—¡Qué feo es! ¿verdad? —exclamó Paulina, que había seguido las miradas de Elena—. Dime, hermanita: ¿te das cuenta de que todo lo que has comprado es de pacotilla? El flamante Malignon llama a tu pabellón japonés un bazar de «todo a peseta»… Por cierto que me he encontrado a tu flamante Malignon. Iba con una señora; ¡bueno!, una señora… La pequeña Florence, del «Variétés
[5]
».

—Dime dónde, para que pueda tomarle el pelo —preguntó Julieta con interés.

—Por el bulevar… ¿Es que hoy no va a venir?

Pero no recibió ninguna contestación. Las señoras se inquietaban por los niños, que habían desaparecido. ¿Adónde se habrían metido? Cuando los llamaron se levantaron dos voces.

—¡Estamos aquí!

Allí estaban, en efecto, en medio del césped, sentados sobre la hierba y ocultos por un bonetero.

—¿Qué estáis haciendo ahí?

—Hemos llegado al albergue —dijo Luciano—. Estamos descansando en nuestra habitación.

Por un momento los contemplaron muy divertidas. Juana se prestaba al juego, complacida. Cortaba hierba a su alrededor, sin duda para preparar el almuerzo. El baúl de los viajeros estaba representado por un pedazo de madera que habían cogido del fondo de un macizo. Ahora se hablaban. Juana se entusiasmaba repitiendo, convencida, que estaban en Suiza y que iban a partir para visitar los ventisqueros, cosa que parecía dejar estupefacto a Luciano.

—¡Anda! ¡Ahí le tenemos! —dijo de pronto Paulina.

La señora Deberle se volvió y vio a Malignon, que bajaba la escalinata. Apenas le concedió tiempo para saludar y sentarse.

—¡Bien! Es muy amable de su parte ir por el mundo diciendo que en mi casa no hay más que pacotilla.

—¡Ah, sí, este saloncito! —respondió él tranquilamente—. Claro que se trata de chatarra. No tiene usted ni un solo objeto que valga la pena mirar.

Ella estaba muy indignada.

—Pero ¿y la figura de Sajonia?

—Nada, nada, todo esto es de una ramplonería… Hace falta tener gusto. No quiso usted encargarme de la decoración…

Entonces ella le interrumpió muy colorada y llena de indignación.

—¡Podemos hablar de su gusto! ¡Tiene gracia su gusto! Le han Visto a usted con una señora…

—¿Qué señora? —preguntó él sorprendido ante la violencia del ataque.

—Bonita elección; le felicito. Una mujerzuela que todo París…

Pero se calló viendo a Paulina. Se había olvidado de ella.

—Paulina —dijo—, vete un momento al jardín.

—¡Ah, no! Al final se cansa una —declaró la jovencita, que se rebelaba—. Siempre me estáis fastidiando.

—Vete al jardín —repitió Julieta con más severidad.

La joven se fue gruñendo. Luego se volvió para añadir:

—Por lo menos, daos prisa.

En cuanto ella no estuvo, la señora Deberle cayó de nuevo sobre Malignon. ¿Cómo era posible que un joven distinguido como él pudiese mostrarse en público con la tal Florence? Seguro que había cumplido los cuarenta, y era tan fea que daba miedo; desde las primeras representaciones ya la tuteaba toda la platea.

—¿Habéis terminado? —chilló Paulina, que estaba paseándose bajo los árboles con gesto mohíno—. Yo me aburro.

Pero Malignon se defendía. No conocía a esa Florence; nunca le había dirigido la palabra. Podían haberle visto con una dama, pues algunas veces acompañaba a la esposa de uno de sus amigos. Por otra parte, ¿quién era la persona que le había visto? Hacían falta pruebas, testigos.

—Paulina —preguntó bruscamente la señora Deberle levantando la voz—, ¿no es verdad que le viste con Florence?

—Sí, sí —respondió la joven—. En el bulevar, delante de casa Bignon
[6]
.

Entonces la señora Deberle, victoriosa ante la sonrisa confundida de Malignon, gritó:

—Ya puedes volver, Paulina. Esto ha terminado.

Malignon tenía un palco para el día siguiente en las «Folies Dramatiques
[7]
». Lo ofreció galantemente sin parecer que guardaba rencor a la señora Deberle; por otra parte, siempre estaban peleándose. Paulina quiso saber si ella podría ir a ver la comedia que se representaba, y como Malignon reía moviendo la cabeza, dijo que la cosa era muy tonta y que los autores deberían escribir comedias para las jovencitas. Sólo le permitían ver la
Dame blanche
[8]
y el teatro clásico.

Mientras tanto, las señoras habían dejado de vigilar a los niños. De pronto, Luciano lanzó unos gritos terribles.

—¿Qué le hiciste, Juana? —preguntó Elena.

—No le he hecho nada, mamá —respondió la chiquilla—. Ha sido él, que se ha tirado al suelo.

La verdad es que los niños acababan de partir hacia los famosos ventisqueros. Como Juana pretendía que habían llegado a las montañas, ambos levantaban los pies muy arriba para poder trepar por las rocas. Pero Luciano, agotado por este ejercicio, había dado un paso en falso y se había quedado tendido en medio de un arriate. Una vez en el suelo, muy ofendido, había cogido una rabieta de chiquillo y se había echado a llorar.

—Levántalo —gritó de nuevo Elena.

—No quiere, mamá. Se está revolcando.

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