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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (10 page)

BOOK: Una página de amor
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—¡Claro que sí! Sólo que la vaca de los Guignard está enferma. Vino el veterinario y les dijo que estaba llena de agua.

—Si está llena de agua, está lista… Y, aparte de esto, ¿todo marcha bien?

—Sí, sí… El guarda jurado se ha roto un brazo… El tío Canivet se ha muerto… El señor cura perdió la bolsa, en la que traía treinta sueldos, volviendo de Grandval… Por lo demás, todo va bien.

Se callaron. Se estaban mirando con ojos brillantes y apretaban los labios, que se movían lentamente con una mueca de ternura. Debía de ser su manera de besarse, pues ni siquiera se habían dado la mano. Pero Rosalía salió pronto de su éxtasis y se desesperó viendo sus legumbres por el suelo. ¡Bonito espectáculo! ¡Vaya cosas que le hacía hacer! La señora debió hacerle esperar en la escalera. Mientras gruñía, se agachaba, metiendo dentro del cesto las manzanas, las cebollas y las coliflores, con gran enfado de Juana, que no quería que la ayudasen. Y, como se iba a la cocina sin volverse a mirar a Ceferino, Elena, vencida por la discreta sencillez de los enamorados, la retuvo para decirle:

—Escuche, hija mía; su tía me ha pedido que permita a este mozo que venga a verla los domingos… Que venga por la tarde, y usted procure que el servicio no se resienta demasiado.

Rosalía se detuvo y volvió simplemente la cabeza. Estaba muy contenta, pero mantenía su aire gruñón.

—¡Oh, señora! Seguro que va a estorbarme —exclamó.

Y por encima del hombro echó una mirada a Ceferino y le hizo de nuevo su mueca de ternura. El soldadito permaneció un momento inmóvil, la boca hendida por una muda sonrisa. Luego se retiró andando de espaldas y llevando el quepis sobre el corazón. Ya estaba cerrada la puerta y él seguía saludando en el rellano.

—Mamá, ¿es el hermano de Rosalía? —preguntó Juana.

Elena se sintió perpleja ante esta pregunta. Lamentaba la autorización que acababa de conceder por un impulso súbito de bondad, de la que ella misma se sorprendía. Pensó unos segundos y contestó:

—No, es su primo.

—¡Ah! —dijo la niña muy seria.

La cocina de Rosalía daba sobre el jardín del doctor Deberle, a pleno sol. Durante el verano, por la ventana, muy amplia, entraban las ramas de los olmos. Era la habitación más alegre del departamento, toda blanca de luz, tan iluminada incluso, que Rosalía había tenido que poner una cortina de percal azul, que echaba por la tarde. Lamentaba sólo la pequeñez de esta cocina, que se alargaba en forma de pasadizo; el fogón a la derecha y una mesa y un aparador a la izquierda. Pero había sabido colocar tan acertadamente muebles y utensilios que se había agenciado un rinconcito, junto a la ventana, donde podía trabajar por las tardes. Su orgullo consistía en mantener cacerolas, ollas y platos de una pulcritud maravillosa. De modo que, cuando entraba el sol, un resplandor irradiaba de las paredes: los utensilios de cobre lanzaban destellos de oro, el hierro fundido redondeces resplandecientes como lunas de plata, en tanto que los azulejos, azules y blancos del fogón, ponían su nota pálida en aquel incendio.

El sábado siguiente, por la noche, oyó Elena tal revuelo, que decidió ir a ver qué pasaba.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Se pelea usted con los muebles?

—Estoy lavando, señora —contestó Rosalía, despeinada y sudorosa, agachada por el suelo, frotando los baldosines con toda la fuerza de sus cortos brazos.

Estaba terminando e iba secando. Jamás había dejado la cocina tan bonita. Una novia hubiese podido dormir en ella: todo estaba blanco como para una boda. La mesa y el aparador parecían lijados de nuevo a fuerza de puños. Era de admirar el buen orden; las cacerolas y los pucheros por orden de tamaños, cada cosa en su clavo, incluso la sartén y la parrilla que relucían sin rastro de humo. Elena se quedó un momento mirando en silencio y luego se retiró con una sonrisa.

Desde entonces, cada sábado hacía una limpieza parecida, pasando cuatro horas entre el polvo y el agua. Rosalía quería mostrar a Ceferino, el domingo, cómo era de limpia. Este día recibía. Una tela de araña la hubiese avergonzado. Cuando todo resplandecía a su alrededor, esto la ponía cariñosa y la hacía cantar. A las tres se lavaba las manos de nuevo y se ponía una cofia con cintas. Luego, echando a medias la cortina de percal, con lo que obtenía una claridad de gabinete de señora, esperaba a Ceferino, todo puesto en orden, mientras en el aire flotaba un perfume de tomillo y laurel.

A las tres y media exactamente, llegaba Ceferino. Se paseaba por la calle mientras no sonaba la media en los relojes del barrio. Rosalía escuchaba las pisadas de sus gruesos zapatones por la escalera y le abría cuando se detenía en el descansillo. Le tenía prohibido que tocara el cordón de la campanilla. Cada vez cambiaban las mismas palabras:

—¿Eres tú?

—Sí, soy yo.

Y se quedaban frente a frente, con sus ojos chispeantes y sus labios fruncidos. Luego Ceferino seguía a Rosalía; pero ella no le permitía entrar hasta que le había descargado de su chacó y su sable. No quería esto en su cocina, y chacó y sable pasaban al fondo de una alacena. Entonces ella sentaba a su enamorado junto a la ventana, en el rincón que se había agenciado, y ya no le permitía que se moviera.

—Estáte quieto… Me mirarás hacer la cena de la señora, si quieres.

Pero casi nunca llegaba con las manos vacías. Solía ocupar la mañana recorriendo con sus camaradas el bosque de Meudon
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, arrastrando los pies en sus correrías sin objeto, ocioso y aspirando el aire a pleno pulmón, con la vaga añoranza de su terruño. Para ocupar los dedos, cortaba varitas, que tallaba y adornaba con toda clase de arabescos mientras iba caminando. Su paso se hacía cada vez más lento, se detenía junto a las cunetas, con el chacó en la nuca, sin quitar los ojos de su navaja que iba cortando la madera. Luego, como no acababa de decidirse a tirar sus varitas, las traía por la tarde a Rosalía, que se las quitaba de las manos chillando un poco, porque esto ensuciaba la cocina. La verdad es que iba coleccionándolas y guardaba debajo de la cama un paquete en el que las había de todas las dimensiones y todos los dibujos.

Un día apareció con un nido lleno de huevos que había colocado al fondo de su chacó, debajo del pañuelo. Decía que las tortillas con huevos de pájaro estaban muy ricas. Rosalía tiró este horror, pero conservó el nido que fue a reunirse con las varitas. Además, llevaba siempre los bolsillos llenos hasta reventar. Sacaba cosas curiosas: guijarros transparentes cogidos en las orillas del Sena, viejas herraduras, bayas silvestres que se secaban, desechos irreconocibles que los traperos no habían querido. Las estampas, sobre todo, eran su pasión. A lo largo de sus caminatas, recogía los papeles que habían envuelto chocolates o jabón, sobre los cuales se veían negros y palmeras, danzarinas egipcias y ramilletes de rosas. Las tapas de las viejas cajas rotas, con sus señoras rubias y soñadoras, los grabados barnizados y el papel de plata de los pirulís tirados en las ferias de los alrededores, eran sus grandes hallazgos que le llenaban el corazón. Todo este botín desaparecía en sus bolsillos, envueltos en un pedazo de periódico los trozos más hermosos. Y el domingo, cuando Rosalía tenía un momento que perder, entre una salsa y un asado, le mostraba sus estampas. Si las quería, para ella eran; únicamente que, como el papel de alrededor no siempre estaba limpio, él recortaba las imágenes, cosa que le divertía en grande. Rosalía se enfadaba con las briznas de papel que volaban hasta los platos; y era cosa de ver con qué astucia de campesino experimentado acababa por apoderarse de las tijeras. A veces, para librarse de él, ella se las daba inesperadamente.

Entre tanto, un dado de manteca chirriaba en una sartén. Rosalía vigilaba la salsa con una cuchara de palo en la mano, mientras Ceferino, con la cabeza inclinada y los hombros ensanchados por sus charreteras rojas, recortaba unas estampas. Le habían cortado el pelo tan al rape que se le veía la piel del cráneo y por su cuello amarillo, que boqueaba por detrás, se le veía la piel tostada del pescuezo. Durante cuartos de hora enteros, ambos no decían nada. Cuando Ceferino levantaba la cabeza, miraba cómo Rosalía tomaba un poco de harina, picaba perejil, echaba sal y pimienta con aire profundamente interesado. Entonces, de vez en cuando, dejaba escapar una palabra:

—¡Diantre! ¡Qué bien huele!

La cocinera, en plena tarea, no se dignaba contestar en seguida. Después de un largo silencio, decía a su vez:

—Tiene que cocer a fuego lento, ¿sabes?

Sus conversaciones no iban mucho más lejos. Ni siquiera hablaban de su tierra. Cuando se les ocurría algún recuerdo, se comprendían con media palabra y se reían por dentro toda la tarde: esto les bastaba. Cuando Rosalía despedía a Ceferino, a los dos les parecía que se habían divertido de lo lindo.

—Anda, vete, que voy a servir a la señora.

Le devolvía su chacó y su sable, le empujaba delante de ella y luego servía a la señora con una alegría que hacía resplandecer sus mejillas, mientras él, zarandeando los brazos, volvía al cuartel cosquilleándole por dentro el buen olor a tomillo y laurel que se llevaba consigo.

Al principio, Elena pensó que debía vigilarlos. Llegaba a veces de improviso para dar una orden. Siempre encontraba a Ceferino en su rincón, entre la mesa y la ventana, junto a la pila de gres que le obligaba replegar las piernas. En cuanto aparecía la señora, se levantaba como poniéndose firme y permanecía de pie. Si la señora le dirigía la palabra, apenas contestaba más que con cumplidos y gruñidos respetuosos. Poco a poco Elena se tranquilizó viendo que jamás les estorbaba y que mostraban en su cara su calma de enamorados pacientes.

Incluso Rosalía parecía más avispada que Ceferino. Llevaba ya algunos meses en París y se iba espabilando, pese a que sólo conocía tres calles: la calle de Passy, la de Franklin y la de Vineuse
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. Él, en el regimiento, seguía siendo un pazguato. Rosalía juraba a su señora que se estaba «embruteciendo», pues en el campo Ceferino, indudablemente, era más listo. Era a causa del uniforme, decía Rosalía: todos los mozos a los que tocaba ser soldados se ponían más tontos que una berza. En efecto: Ceferino, aturdido por su nueva forma de vida, andaba con los ojos abiertos de par en par y se contoneaba igual que un pato, sus charreteras conservaba la tosquedad campesina; el cuartel no había enseñado todavía ni el lenguaje florido ni las maneras envalentonadas del recluta parisiense. ¡Oh! la señora podía estar tranquila; no sería precisamente él quién pensara en aprovecharse.

Tanto era así, que Rosalía se sentía maternal. Le sermoneaba mientras preparaba el asado, le daba buenos consejos sobre los tropiezos que debía evitar. Él obedecía, subrayando cada consejo con un gesto vigoroso de la cabeza. Todos los domingos tenía que jurarle que había ido a misa y que rezaba sus oraciones por la mañana y por la noche. Le exhortaba a que fuese limpio y le cepillaba al marcharse, le cosía un botón de la guerrera y le pasaba revista de pies a cabeza sin permitir que nada fallara. Se preocupaba de su salud y le daba recetas para toda clase de enfermedades. Ceferino, para agradecer sus cuidados, se ofrecía para llenarle la pila, cosa a la que se negó largo tiempo Rosalía por temor a que le mojara el suelo. Pero un día subió los dos cubos sin dejar caer ni una gota en la escalera, y desde entonces fue él quien todos los domingos llenaba la pila. Prestábale otros servicios y realizaba todas las faenas pesadas; sabía ir a la frutería a buscar la mantequilla cuando a ella se le había olvidado. Acabó ayudándola en la cocina. Empezó mondando las legumbres, y luego ella le dejó que picara la carne. Al cabo de seis semanas, no es que preparara las salsas, pero las vigilaba con la cuchara de palo en la mano. Rosalía le había convertido en su ayudante, y a veces soltaba una carcajada viéndole, con sus pantalones rojos y su cuello amarillo, moverse ante el fogón con una rodilla al brazo como un verdadero pinche de cocina.

Un domingo Elena fue a la cocina. Sus zapatillas apagaban el ruido de sus pasos y se quedó en el umbral sin que la criada ni el soldado la hubiesen oído. Ceferino, en un rincón, estaba ante la mesa con un tazón de caldo humeante en frente. Rosalía, que se encontraba de espaldas a la puerta, le iba cortando finas rebanadas de pan.

—Anda, come, hijo mío —le decía—. Caminas demasiado, y eso te debilita… Toma, ¿te basta con esto o quieres más?

Y le animaba con su mirada tierna e inquieta. Él, gordinflón, a sus anchas con el tazón en la mano, se zampaba una rebanada en cada buche. Su cara, amarilla por tantas pecas, se coloreaba con el vapor que le bañaba… Murmuró:

—¡Diantre! ¡Menudo caldo! ¿Qué le echas para que esté tan rico?

—Espera —dijo ella—; si te gustan los puerros…

Pero al volverse vio a la señora y lanzó un ligero chillido. Ambos quedaron petrificados. Luego Rosalía se excusó con un torrente súbito de palabras.

—De verdad, señora, que se lo doy de mi parte… Después, yo no hubiese tomado el caldo… ¡Se lo juro por lo más sagrado! Le he dicho: «Si te apetece mi parte del caldo, te lo voy a dar…». Anda, habla de una vez; bien sabes que es así como ha ocurrido…

Temerosa ante el silencio de la señora, creyó que se habría enfadado y prosiguió con una voz que parecía iba a quebrarse:

—Se moría de hambre, señora; me había robado una zanahoria cruda… ¡Los alimentan tan mal! Además, piense la señora que ha ido hasta el quinto infierno por la orilla del río, qué sé yo hasta dónde… Usted misma, señora, me habría dicho: Rosalía, dale una taza de caldo…

Entonces Elena, ante el soldadito que seguía con la boca llena sin atreverse a tragar, no pudo conservar la seriedad y contestó amablemente:

—Bueno, hija mía: cuando este mozo tenga hambre, habrá que invitarle a cenar; esto es todo… Tienen permiso.

Ante ellos acababa de experimentar aquella misma ternura que ya una vez le hizo olvidar su rigorismo. ¡Eran tan felices en esta cocina! La cortina de percal, echada a medias, dejaba entrar el sol poniente. Los cobres incendiaban la pared del fondo, iluminando con un reflejo rosado la penumbra de la estancia y en esta sombra dorada se veían sus caritas, tranquilas y claras como lunas. Sus amores tenían una firmeza tan tranquila, que no llegaban a alterar el buen orden de los cacharros. Se complacían con los buenos olores del fogón, satisfecho el apetito y el corazón ahíto.

—Oye, mamá —preguntó Juana aquella noche después de madura reflexión—: el primo de Rosalía nunca la besa; ¿por qué?

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