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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (9 page)

BOOK: Una página de amor
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Elena estaba mirando muy seria, cuando Juana entró alegremente.

—¡Mira, mamá, mira!

La niña llevaba un gran ramillete de alelíes amarillos. Contó, entre risas que había espiado la vuelta de Rosalía con las provisiones, para buscar en el cesto. Disfrutaba siempre registrándolo.

—Mira, mamá… En el fondo había esto… Huele un poco. ¡Qué olor más bueno!

Las flores leonadas, atigradas de púrpura, exhalaban un perfume penetrante, que embalsamaba toda la estancia. Entonces, Elena, con un gesto apasionado, atrajo hacia su pecho a Juana, mientras el ramillete de alelíes caía sobre sus rodillas. ¡Amar, amar! Cierto: ella amaba a su niña. ¿Acaso no era ya suficiente, este gran amor que había llenado su vida hasta entonces? Este amor debía bastarle, con su dulzura y su serenidad, con su perennidad que no podía interrumpir ningún cansancio. Y estrechó contra sí más y más a su hija, como para apartar malos pensamientos que amenazaban separarla de ella. Mientras, Juana se abandonaba a aquella dicha inesperada de los besos. Con los ojos húmedos, se acariciaba ella misma frotándose a los hombros de su madre, con un movimiento mimoso de su delicado cuello. Luego le pasó un brazo por la cintura y se quedó allí, muy formalita, con la mejilla apoyada en su seno. Entre ellas se mezclaba el perfume penetrante de los alelíes.

No hablaron durante largo rato. Juana, sin moverse, preguntó al fin en voz baja:

—Mamá, ¿ves a lo lejos, junto al río, esa cúpula rosa?… ¿Qué es?

Era la cúpula del Instituto. Elena miró un instante, pareció reflexionar y dijo dulcemente:

—No lo sé, hija mía.

La pequeña se conformó con esta respuesta y el silencio prosiguió. Pero muy pronto hizo otra pregunta:

—¿Y allí, ahí cerca, esos bonitos árboles? —repuso mostrando con el dedo una perspectiva del jardín de las Tullerías.

—¿Esos bonitos árboles? —murmuró la madre—. A la izquierda, ¿verdad?… No lo sé, hija mía.

—¡Ah! —dijo Juana; y después de una breve reflexión añadió, con gesto grave—: No sabemos nada.

En efecto, no sabían nada de París. Desde hacía dieciocho meses lo tenían bajo los ojos a todas horas y no conocían ni una piedra. Sólo tres veces habían descendido a la ciudad; pero vueltas a casa, con dolor de cabeza ante tanta agitación, no habían encontrado nada en medio del barullo enorme de las calles.

Juana, no obstante, era terca a veces.

—¡Ah!, esto sí que vas a decírmelo —insistió—. Estos cristales blancos… Es algo muy grande, debes saberlo.

Y señalaba el Palacio de la Industria. Elena dudaba.

—Es una estación… No; creo que se trata de un teatro —dijo. Luego sonrió y besó los cabellos de Juana, repitiendo su respuesta acostumbrada—: No lo sé, hija mía.

Entonces siguieron mirando París sin tratar de reconocerlo. Era algo muy agradable eso de tenerlo allí y seguir ignorándolo. Seguía siendo lo infinito y lo desconocido. Era como si ellas se hubiesen detenido en el umbral del mundo, del que disfrutaban el eterno espectáculo, negándose a descender hasta él. A menudo, París las inquietaba, cuando les mandaba su hálito cálido y turbador. Pero aquella mañana tenía una alegría y una inocencia de niño, y su misterio sólo les soplaba a la cara su ternura.

Elena cogió de nuevo su libro, mientras Juana, apretada contra ella, seguía mirando. En el cielo resplandeciente e inmóvil, no se levantaba ninguna brisa. Los humos de la Manutención subían completamente rectos en ligeras vedijas que se perdían en lo alto. Y, al ras de las casas, pasaban unas ondas sobre la ciudad, como la vibración de la vida encerrada en ella. La voz sonora de las calles tomaba, bajo el sol, una suavidad feliz. Pero un ruido atrajo la atención de Juana. Era una bandada de palomas blancas, salida de algún palomar vecino y que cruzaba el aire, delante de la ventana; la nieve voladora de sus alas llenaba el horizonte y ocultaba la inmensidad de París.

Con los ojos levantados de nuevo y vagos, Elena soñaba profundamente. Era lady Rowena, y amaba con la paz y la profundidad de un alma noble. Aquella mañana de primavera, aquella gran ciudad, tan dulce, aquellos primeros alelíes que le perfumaban las rodillas, habían, poco a poco, derretido su corazón.

SEGUNDA PARTE
I

Una mañana, Elena se entretenía ordenando su pequeña biblioteca, cuyos libros revolvía desde hacía algunos días, cuando entró Juana saltando y palmoteando.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Un soldado, un soldado!

—¿Cómo? ¿Un soldado? —dijo Elena—. ¿Qué quieres decir con eso de un soldado?

Pero la niña tenía uno de sus accesos de loca alegría y saltaba más y más repitiendo:

—¡Un soldado! ¡Un soldado!

No daba más explicaciones.

Entonces, como había dejado la puerta de la habitación abierta, Elena se levantó y quedó muy sorprendida al ver, en efecto, a un soldado, un soldadito, en el recibidor. Rosalía había salido; Juana debió de estar jugando en el rellano, pese a la formal prohibición de su madre.

El soldadito, muy turbado ante la aparición de esta señora tan bella y tan blanca, con su peinador adornado de encajes, restregando el suelo con uno de los pies, dijo balbuceando precipitadamente:

—Perdón… dispense…

Y, no encontrando otra cosa que decir, iba retrocediendo hasta la pared sin dejar de arrastrar los pies. No pudiendo ir más lejos y viendo que la señora esperaba con una involuntaria sonrisa, registróse precipitadamente su bolsillo derecho, del que sacó un pañuelo azul, una navaja y un pedazo de pan. Miró cada uno de los objetos y los guardó de nuevo. Luego pasó al bolsillo izquierdo; allí había un pedazo de cuerda, dos clavos mohosos, unas estampas envueltas en un trozo de periódico. Lo volvió a guardar todo y se golpeó los muslos con aires de ansiedad. Y balbuceó aturdido:

—Perdón… dispense…

Pero de pronto se apretó con un dedo la punta de la nariz y soltó una carcajada. ¡Qué imbécil!, ahora se acordaba. Desabrochó dos botones de su capote y buscó en su pecho, en el que hundió el brazo hasta el codo. Por fin sacó una carta que sacudió fuertemente, como para quitarle el polvo, antes de entregársela a Elena.

—¿Una carta para mí? —dijo ésta—. ¿Está usted seguro?

El sobre traía, en efecto, su nombre y dirección, escritos con una gruesa letra campesina, con palos y ganchos que se derrumban como un castillo de naipes. En cuanto logró comprender el escrito, detenida a cada paso por los giros y la ortografía, volvió a sonreír. Se trataba de una carta de la tía de Rosalía, que le mandaba a Ceferino Lacour, salido quinto en el sorteo «pese a las dos misas dichas por el señor cura». Teniendo en cuenta que Ceferino estaba prendado de Rosalía, rogaba a la señora permitiera a los muchachos que se vieran el domingo. Había tres páginas en las que esta petición se repetía en términos parecidos y cada vez más embrollados, con un esfuerzo constante para decir algo que no llegaba a decirse. Luego, antes de firmar, parecía que lo había encontrado de pronto y había escrito: «El señor cura da su permiso», aplastando allí la pluma en medio de una constelación de borrones.

Elena dobló la carta lentamente. Mientras la descifraba, había levantado dos o tres veces la cabeza para echar una ojeada al militar. Seguía pegado a la pared y sus labios se movían como queriendo apoyar cada frase con un ligero movimiento de la barbilla; sin duda se sabía la carta de memoria.

—Entonces, ¿es usted Ceferino Lacour? —dijo Elena.

El se echó a reír, agitando la cabeza.

—Entre usted, amigo. No se quede ahí fuera.

El soldado se decidió a obedecerla, pero se mantuvo de pie junto a la puerta, mientras Elena se sentaba. Le había visto mal en la sombra de la antesala. Debía ser de la misma talla que Rosalía; tal vez un centímetro menos le hubiese librado del servicio. Con sus cabellos rojos, cortados al rape y sin un pelo en la barba, mostraba su cara redonda, cubierta de pecas, agujereada por dos ojos menudos, como abiertos con berbiquí. Su capote nuevo, demasiado grande, le redondeaba más. Con las piernas separadas, enfundadas en su pantalón rojo, balanceando ante sí su quepis de larga visera, resultaba divertido y enternecedor con su gordura de hombrecito bobalicón, que olía a la arada por debajo del uniforme.

Elena quiso interrogarle y obtener algunos informes.

—¿Hace ocho días que salió usted de la Beauce
[12]
?

—Sí, señora.

—Y ya está usted en París. ¿No le fastidia?

—No, señora.

Iba cogiendo valor y examinaba la habitación, muy impresionado por los cortinones de terciopelo azul.

—Rosalía no está —repuso Elena—, pero no puede tardar. Su tía me informa de que es usted su prometido.

El soldadito no contestaba; bajó la cabeza riéndose con gesto cohibido y volvió de nuevo a restregar la alfombra con la punta del pie.

—Entonces, ¿va a casarse usted con ella cuando acabe el servicio? —prosiguió la joven.

—Seguro —dijo poniéndose muy colorado—, seguro. Es cosa prometida.

Y, conquistado por el aire benévolo de la señora, dándole vueltas al quepis entre sus dedos, se decidió a hablar.

—¡Oh, no hace poco de esto!… Cuando éramos unos chiquillos, íbamos juntos de pecorea. Buenos varazos nos ganábamos; eso sí que es verdad… He de decirle que los Lacour y los Pichon somos de la misma vereda, unos al lado de los otros… Entonces, claro… Rosalía y yo fuimos criados, casi, con la misma gamella. Luego murieron todos los suyos. La tía Margarita le daba de comer. Pero ella, la muy pícara, ya se las apañaba…

Se detuvo, comprendiendo que iba entusiasmándose, y preguntó con voz vacilante:

—Quizá ella ya se lo contó todo, ¿no?

—Sí, pero siga, siga —contestó Elena, que le escuchaba divertida.

—En fin —prosiguió él—, que estaba fuertota, y eso que no abulta más que un comino; pero ¡se quitaba el trabajo de encima que había que verla! Un día arreó un sopapo a quien yo me sé… ¡Pero qué sopapo! Me salió un moretón en el brazo que me duró ocho días… Sí, así empezó la cosa. En el campo todo el mundo nos casaba, y no habíamos cumplido los diez años que ya nos habíamos dado mano y palabra… Y esto ata mucho, señora, ata mucho.

Y se llevaba la mano al corazón, separando mucho los dedos. Sin embargo, Elena se había puesto seria de nuevo. La idea de introducir a un militar en la cocina la inquietaba. El señor cura podía permitirlo, pero a ella le parecía un tanto arriesgado. En el campo se es muy liberal y los novios no pierden el tiempo. Elena dejó entrever sus escrúpulos, y cuando Ceferino se dio cuenta, pensó que iba a reventar de risa; pero se aguantó por respeto.

—¡Oh señora, señora! Bien se ve que no la conoce usted. ¡Buenos cachetes me ha costado!… ¡Dios mío! A los mozos nos gusta gastar una broma, usted ya me comprende. A veces, la pellizcaba. Ella se volvía y… ¡plaf!, en pleno morro… Era cosa de su tía, que no paraba de decirle: «Créeme, hija mía, no te dejes hacer cosquillas, que eso no trae suerte». El cura se metía de por medio, y puede que por esto nuestra amistad ha durado siempre… Teníamos que casarnos después del sorteo. Luego las cosas se pusieron mal y… ¡qué te zurzan! La Rosalía dijo que vendría a servir a París para juntar una dote mientras esperaba… Y eso es todo.

Se contoneaba, pasándose el quepis de una a otra mano. Pero, como Elena callaba, creyó entender que dudaba de que él le tuviera ley. Esto le hirió profundamente y exclamó con ardor:

—¿Se figura usted que voy a engañarla?… ¿No le dije que eso está jurado? Me casaré con ella, tan cierto como que ahora es de día… y estoy dispuesto a firmarlo… Sí; si usted quiere, voy a firmarle un papel ahora mismo.

Una gran emoción le envalentonaba. Caminaba por la habitación como buscando con los ojos la tinta y la pluma que no encontraba. Elena procuraba calmarle, pero él no cesaba de repetir:

—Me gustaría firmarle un papel… ¿Qué le importa a usted? Entonces se quedaría usted más tranquila.

Pero, precisamente en este instante, Juana, que había desaparecido de nuevo, entró saltando y batiendo palmas.

—¡Rosalía! ¡Rosalía! ¡Rosalía! —iba cantando, con una tonadilla bulliciosa que acababa de inventar.

Por las puertas abiertas llegaba, en efecto, la respiración de la criada que subía cargada con su cesta. Ceferino se escondió en un rincón de la pieza; una risa silenciosa hendía su boca de una oreja a otra y sus ojos de taladro brillaban con malicia campesina. Rosalía entró directamente en la habitación, como tenía por costumbre, para mostrar las provisiones de la mañana a su ama.

—Señora —dijo—, he comprado coliflores… Véalas… Dos por dieciocho perras; no es caro…

Tendía su cesta entreabierta cuando, al levantar la cabeza, vio a Ceferino, que sonreía burlón. El estupor la clavó en la alfombra. Pasaron dos o tres segundos; seguro que, con el uniforme, no le había reconocido de pronto. Sus redondos ojos se agrandaron, su carita regordeta se puso pálida, mientras sus negros y duros cabellos se agitaban.

—¡Oh! —dijo simplemente.

Y, con la sorpresa, soltó la cesta. Las provisiones rodaron por la alfombra; coliflores, cebollas y manzanas. Juana, encantada, se echó al suelo en medio de la habitación, corriendo tras las manzanas, por debajo de las butacas y el armario de luna. Mientras, Rosalía, que seguía parada, repetía sin moverse:

—Pero ¡cómo!… ¿Eres tú?… ¿Y qué haces aquí?, ¿qué haces?

Se volvió hacia Elena y preguntó:

—¿Es usted, señora, quién le dejó entrar?

Ceferino no soltaba prenda, contentándose con guiñar los ojos maliciosamente. Entonces, unas lágrimas enternecidas subieron a los ojos de Rosalía, y para dar fe de su alegría al verle de nuevo, no se le ocurrió nada mejor que burlarse de él.

—¡Vamos! —repuso—. ¡Pues sí que está guapo! ¡Hecho una facha! Hubiese podido pasar a tu lado y ni siquiera te hubiese dicho «¡Qué Dios te ampare!» ¡Cómo te han puesto! Parece que lleves tu garita a la espalda. Y mira cómo me lo han pelado, que parece el perro de aguas del sacristán… ¡Dios mío, qué feo eres, pero qué feo!

Ceferino, picado, se decidió a abrir la boca.

—No tengo yo la culpa, puedes estar segura… Ya me gustaría verte, si te mandaran a la mili…

Habían olvidado por completo dónde se encontraban, la habitación, Elena y Juana, que seguía recogiendo las manzanas. La criada se había plantado ante el soldadito con las manos cruzadas sobre el delantal.

—Entonces, ¿todo marcha bien por allí? —preguntó.

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