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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (4 page)

BOOK: Una página de amor
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—¿Fuiste ayer al «Vaudeville»? —preguntó Paulina.

—¡Oh, maravilloso! —repitió Julieta maquinalmente, de pie ante un espejo, mientras se arreglaba un rizo rebelde.

Paulina hizo un mohín de niña mimada:

—Es desesperante eso de ser soltera. ¡No puede una ver nada!… Fui con papá hasta la puerta, a medianoche, para enterarme de cómo habían ido las cosas.

—Sí —dijo el padre—. Nos encontramos con Malignon. Dijo que estaba muy bien.

—¡Vaya! —exclamó Julieta—. Estaba aquí ahora mismo y dijo que le parecía infecto. Con él, nunca se sabe…

—¿Has tenido muchas visitas? —preguntó Paulina pasando bruscamente a otro tema.

—¡Oh, de locura! Todas esas señoras… No estuvimos de vacío ni un momento… Estoy muerta…

Luego, recordando que olvidaba hacer una presentación formal, se interrumpió:

—Mi padre y mi hermana… La señora Grandjean…

Y, al iniciarse una conversación sobre los niños y las enfermedades que tanto inquietaban a las madres, se presentó la señorita Smithson, una aya inglesa, que traía a un muchacho de la mano. La señora Deberle le dirigió rápidamente unas palabras en inglés para reñirla por haberse hecho esperar.

—¡Ah, he aquí a mi pequeño Luciano! —exclamó Paulina, que se puso de rodillas ante el niño con gran frufrú de faldas.

—Suelta, suelta —dijo Julieta—. Acércate, Luciano; ven a decir buenos días a esta señorita.

El chiquillo avanzó cohibido. No tendría más de siete años; era bajito y gordo e iba vestido con coquetería de muñeca. Cuando vio que todo el mundo le miraba sonriendo, se detuvo y, con expresión de sorpresa en sus ojos azules, examinó a Juana.

—Vamos… —murmuró la madre.

Él la consultó con una mirada y dio otro paso. Mostraba esa patosidad de los muchachos, el cuello metido en los hombros, los labios gruesos y mohínos y un aire de disimulo en las cejas, ligeramente fruncidas. Seguro que Juana, con su traje de luto, seria y pálida, le intimidaba.

—Hija mía, tú también debes ser amable —dijo Elena al notar la actitud estirada de su hija.

La pequeña no había soltado la mano de su madre y pasaba los dedos por su piel entre la manga y el guante. Con la cabeza gacha esperaba a Luciano con el gesto inquieto de una chiquilla arisca y nerviosa, dispuesta a escapar ante una caricia…

No obstante, cuando su madre la empujó suavemente, acabó por dar un paso a su vez.

—Señorita, tendrá usted que besarle —dijo riendo la señora Deberle—. Con él, siempre son las señoras las que tienen que comenzar… ¡Oh, es tan bobalicón…!

—Bésale, Juana —dijo Elena.

La niña levantó los ojos hacia su madre y luego, como vencida por el aire atontado del pequeño muchacho, sintiendo una súbita ternura ante su carita azorada, su rostro se iluminó como al impulso de una gran pasión interior.

—De buena gana, mamá.

Y, cogiendo a Luciano por los hombros, levantándole casi, le besó fuertemente en ambas mejillas. Entonces él también quiso besarla.

—¡Estupendo! —exclamaron todos los asistentes.

Elena saludó y se encaminó hacia la puerta acompañada por la señora Deberle.

—Espero, señora —dijo—, que querrá usted expresar toda mi gratitud al señor doctor… La otra noche me sacó de una mortal inquietud.

—¿No está por ahí Enrique? —interrogó el señor Letellier.

—No; volverá tarde —respondió Julieta.

Y, viendo que la señorita Aurelia se levantaba para salir con la señora Grandjean, añadió:

—Pero usted se queda a cenar con nosotros; es cosa convenida.

La solterona, que esperaba esta invitación todos los sábados, se decidió a quitarse el chal y el sombrero. Se ahogaba uno en el salón y el señor Letellier, que había abierto una ventana, se quedó plantado ante ella interesado por una lila en que iban apareciendo ya unos capullos. Paulina jugaba al corro con Luciano, entre las sillas y las butacas que las visitas habían dejado en desorden.

Ya en el umbral, la señora Deberle tendió la mano a Elena y, con un gesto lleno de amistosa confianza, le dijo:

—Permítame. Mi marido me había hablado de usted y ya me era usted simpática. Su desgracia, su abandono… En fin, me alegra mucho haberla conocido y cuento con que seguiremos tratándonos.

—Se lo prometo y le doy las gracias —dijo Elena, muy conmovida por este impulso afectuoso en una señora que le había parecido tener un poco la cabeza a pájaros.

Con las manos cogidas todavía, se miraron de frente sonriéndose. Julieta, con un ademán mimoso, confesó la razón de su súbita amistad:

—Es usted tan bonita, que hay que quererla a la fuerza.

Elena se echó a reír divertida, pues su belleza la tenía sin cuidado. Llamó a Juana, que seguía con la mirada absorta en los juegos de Luciano y Paulina. Pero la señora Deberle retuvo todavía a la chiquilla y prosiguió:

—Desde ahora, ya sois amiguitos. Decíos «Hasta pronto».

Y los dos pequeños se mandaron cada uno un beso con la punta de los dedos.

III

Todos los martes, Elena recibía a cenar al señor Rambaud y al reverendo Jouve. Fueron ellos quienes, en los primeros tiempos de su viudez, habían forzado su puerta y puesto su cubierto en la mesa, con una franqueza amistosa, para sacarla, por lo menos una vez por semana, de la soledad en que vivía. Pronto estas cenas del martes, se habían convertido en una verdadera institución. Los invitados aparecían como quien cumple con un deber, a las siete en punto y con su habitual y tranquilo alborozo.

Aquel martes, Elena, sentada junto a la ventana, trabajaba en una labor de costura aprovechando la última claridad del crepúsculo y esperando a sus invitados. Pasaba allí sus días en una plácida paz. A aquellas alturas no llegaban los ruidos. Le gustaba esta amplia habitación, tan tranquila, con su lujo burgués, su palisandro y su terciopelo azul. Cuando sus amigos la instalaron, sin que ella se ocupara de nada, sufrió un poco las primeras semanas por este gran lujo con que el señor Rambaud había logrado realizar su ideal de arte y comodidad, con gran admiración por parte del sacerdote, que se había negado a intervenir; pero acabó por sentirse muy satisfecha en aquel ambiente, que le parecía sólido y sencillo como su corazón. Los pesados cortinajes, los muebles sombríos y costosos, contribuían a su tranquilidad. La única diversión que se permitía durante sus largas horas de labor era la de echar una mirada al amplio horizonte del gran París, que extendía ante ella el mar agitado de sus tejados. El rincón de su soledad se abría sobre esta inmensidad.

—Ya no veo claro, mamá —dijo Juana, que estaba sentada junto a ella en una sillita baja.

Dejó caer su labor mirando aquel París que iba desapareciendo entre grandes sombras. Generalmente, era poco revoltosa. Su madre tenía que enfadarse para obligarla a salir; obedeciendo la severa orden del doctor Bodin, la llevaba dos horas al bosque de Boulogne todos los días. Este era su único paseo; no habían descendido tres veces al centro de París, no más de tres veces en dieciocho meses. En ningún sitio parecía que la niña se encontrara más a gusto que en su gran habitación azul. Elena había tenido que renunciar a que aprendiera música. Un organillo que sonara en el silencio del barrio la ponía temblorosa y con los ojos húmedos. Ayudaba a su madre a coser pañales para los pobres del reverendo Jouve.

Era ya de noche cuando Rosalía entró con una lámpara. Parecía muy sofocada; era su momento de intensa actividad en la cocina. La cena del martes era el único acontecimiento de la semana que revolvía la casa.

—¿Es que estos señores no van a venir esta noche, señora? —preguntó.

Elena miró el reloj.

—Son las siete menos cuarto. Están por llegar.

Rosalía era un obsequio del reverendo Jouve. La había recogido en la estación de Orléans el día de su llegada, de manera que no conocía ni pizca de París. Se la había mandado un viejo condiscípulo del seminario, párroco de un pueblo de la Beauce. Era bajita y regordeta, con la cara redonda bajo su apretada cofia, con los cabellos ásperos y negros, la nariz aplastada y los labios rojos. Triunfaba con ciertos platos delicados, pues había crecido en la abadía, al lado de su madrina, el ama del señor cura.

—¡Ah!, he aquí al señor Rambaud —dijo mientras iba a abrir, antes de que él llamara.

El señor Rambaud, alto y corpulento, apareció mostrando su ancha cara de notario de provincia. A los cuarenta y cinco años, tenía ya el pelo completamente gris; pero sus grandes ojos azules conservaban la expresión sorprendida, ingenua y dulce de un niño.

—Y aquí está el señor cura. Ya estamos todos —dijo Rosalía, abriendo la puerta de nuevo.

Mientras el señor Rambaud, después de haber estrechado la mano de Elena se sentaba sin decir nada, sonriendo como hombre que se siente en su propia casa, Juana se lanzó al cuello del sacerdote.

—¡Hola, amiguito! —dijo—. He estado muy malita.

—¿Muy malita, querida?

Los dos hombres se inquietaron, sobre todo el cura, un hombrecillo seco, con una cabeza muy gorda, sin gracia, vestido con abandono, cuyos ojos medio entornados se agrandaron y se llenaron de una hermosa y tierna claridad. Juana le abandonaba una de sus manos dando la otra al señor Rambaud. Ambos la sostenían y la cubrían con sus miradas ansiosas. Elena tuvo que contar su crisis. El sacerdote estuvo a punto de enfadarse porque no le habían advertido. Y la agobiaron a preguntas: por lo menos, ¿la cosa había terminado?, ¿la niña no tenía ya nada? La madre sonreía.

—La quieren ustedes más que yo; acabarán por asustarme. No, la niña no ha vuelto a sentir nada; solamente algún dolor en los miembros y cierta pesadez de cabeza… Pero vamos a combatir todo esto enérgicamente.

—La cena está servida —vino a anunciar la criada.

Los muebles del comedor eran de caoba: una mesa, un aparador y ocho sillas. Rosalía corrió las cortinas de reps rojo. Colgada del techo una muy sencilla lámpara de porcelana blanca, con su cerco de cobre, iluminando los cubiertos, los platos simétricamente colocados y el humeante potaje. Cada martes, la cena daba lugar a las mismas conversaciones. Pero este día, naturalmente, se habló del doctor Deberle. El reverendo Jouve hizo de él un gran elogio, a pesar de que no era muy religioso. Le citó como hombre de carácter firme, de buen corazón, caritativo, muy buen padre y buen marido; y citó del mismo los mejores ejemplos. En cuanto a la señora Deberle, era excelente, pese a sus maneras un tanto vivarachas, debido a su singular educación parisiense. En una palabra: un matrimonio encantador. Elena pareció alegrarse; había juzgado del mismo modo a la pareja, y lo que le decía el sacerdote la hacía continuar unas relaciones que, en principio, la asustaban un poco.

—Vive usted demasiado encerrada —dijo el reverendo Jouve.

—Sin duda —apoyó el señor Rambaud.

Elena los miraba con su tranquila sonrisa, como para decirles que ellos le bastaban y que temía toda nueva amistad. Pero sonaron las diez y el sacerdote y su hermano cogieron los sombreros. Juana acababa de dormirse en una butaca de la habitación. Se inclinaron un instante bajando la cabeza con gesto satisfecho y contemplando la placidez de su sueño. Luego se fueron de puntillas y en la antecámara, bajando la voz, dijeron:

—Hasta el martes.

—Me olvidaba… —susurró el sacerdote, volviendo a subir unos peldaños—. La tía Fétu está enferma. Debería usted ir a verla.

—Mañana iré —respondió Elena.

Al sacerdote le gustaba mandarla a visitar a sus pobres. Ambos sostenían en voz baja toda suerte de conversaciones sobre asuntos que consideraban comunes y respecto a los cuales se entendían con medias palabras, y jamás hablaban delante de la gente. Al día siguiente, Elena salió sola. Evitaba llevar consigo a Juana desde que la niña había permanecido durante dos días temblorosa al regresar de una visita de caridad a casa de un anciano paralítico. Una vez en la calle siguió por la de Vineuse, tomó la calle Raynouard y se metió por el pasaje des Eaux, rara escalinata estrangulada entre los muros de los jardines vecinos, una callejuela escarpada que descendía hasta el muelle desde las alturas de Passy. Al final de esta pendiente, la tía Fétu habitaba una buhardilla en una casa destartalada que sólo iluminaba un ventanuco redondo y que llenaban un lecho miserable, una mesa coja y una silla de paja desportillada.

—¡Ah, mi buena señora, mi buena señora! —se puso a gemir en cuanto vio entrar a Elena.

La tía Fétu estaba acostada. Rolliza pese a la miseria, como hinchada y de rostro abotargado, estiraba con las manos entumecidas el jirón de sábana que la cubría. Tenía unos ojos penetrantes, una voz llorosa, una humildad chillona que transformaba en un alud de palabras.

—¡Ay, mi buena señora! Se lo agradezco. ¡Hay que ver cómo sufro! Es como si unos perros me comiesen el costado… ¡Oh!, seguro que hay un animal en mis tripas. Vea, ahí está: usted puede verlo. A la piel no le ocurre nada, el mal está por dentro… ¡Oh! ¡Ay, ay! Hace dos días que no cesa. ¿Cómo será posible sufrir tanto, Dios mío?… ¡Ah, gracias, mi buena señora! Usted no olvida a la gente pobre. Esto le será tomado en cuenta; sí, le será tomado en cuenta…

Elena se había sentado. Luego, viendo un puchero de tisana humeante sobre la mesa, llenó una taza que estaba al lado y lo acercó a la enferma. Cerca del puchero había un paquete de azúcar, dos naranjas y otras golosinas.

—¿Vinieron a verla? —preguntó.

—Sí, sí, una señorita. Pero ellas no lo entienden… No es nada de esto lo que me hace falta. ¡Ah!, si por lo menos tuviera un poquito de carne, la vecina me haría un caldo… ¡Ay!, ahora me muerde más fuerte. De verdad, se diría que es un perro… ¡Ah!, si tuviese un poco de caldo…

Pese a los sufrimientos que la retorcían, seguía con mirada atenta los movimientos de Elena, que hurgaba en su bolsillo. En cuanto la vio poner encima de la mesa una moneda de diez francos, se lamentó más y mejor, haciendo esfuerzos para incorporarse, y, debatiéndose, alargó el brazo y la moneda desapareció mientras repetía:

—¡Dios mío! Es otro ataque. No, así no puedo durar… Dios se lo pagará, mi buena señora. Yo le diré que se lo pague… Vea, son como lanzadas que me atraviesan todo el cuerpo… El señor cura ya me dijo que usted vendría. No hay como usted para hacer el bien. Voy a comprar un poco de carne… Y ahora desciende hacia los muslos. Ayúdeme; no puedo más, no puedo más…

Intentaba volverse. Elena se quitó los guantes, la cogió lo más suavemente posible y la volvió a acostar. Mientras estaba inclinada todavía, la puerta se abrió, y quedó tan sorprendida al ver entrar al doctor Deberle, que el rubor subió hasta sus mejillas. ¡También él hacía visitas de las que no hablaba!

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