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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (7 page)

BOOK: Una página de amor
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Juana retrocedía, molesta y enfadada, viendo a un muchacho tan mal educado. No sabía jugar, y seguro que acabaría manchándola. Adoptó un gesto de duquesa a la que se ha puesto en ridículo. Entonces la señora Deberle, irritada por los gritos de Luciano, dijo a su hermana que le levantara y le hiciera callar. Paulina no deseaba otra cosa. Corrió, se echó al suelo al lado del niño y durante un momento se revolcó con él. Pero el niño se defendía y no quería que le cogieran. Pero Paulina se levantó y, manteniéndole cogido de los brazos, le dijo para calmarle:

—¡Cállate, chillón! Vamos a columpiarnos.

Luciano se calló en el acto. Juana dejó su gesto grave y una ardiente alegría iluminó su rostro. Los tres corrieron hacia el columpio; pero fue Paulina la que se sentó en la banqueta.

—Empujadme —dijo a los niños.

La empujaron con todas las fuerzas de sus manitas; pero era muy pesada y apenas lograban moverla.

—¡Venga, empujad! —repetía ella—. Pero ¡qué tontos son! No saben.

En el pabellón, la señora Deberle acababa de sentir un ligero escalofrío. Pese al sol, encontraba que ya no hacía calor. Había rogado a Malignon que le acercara un albornoz blanco, de cachemira, que estaba colgado de una falleba. Malignon se había levantado para colocárselo encima de los hombros. Ambos charlaban familiarmente de cosas que en nada interesaban a Elena, de modo que, inquieta por el temor de que Paulina, sin querer, hiciera caer a los niños, se fue hacia el jardín dejando que Julieta y el joven siguieran discutiendo sobre una moda de sombreros que los apasionaba.

En cuanto Juana vio a su madre, se le acercó mimosa, convirtiendo su ademán en una súplica:

—¡Oh mamá, mamá!… —murmuraba.

—No, no —respondió Elena, que la comprendió en el acto—. Ya sabes que te está prohibido.

A Juana le encantaba columpiarse. Decía que era como si se convirtiera en un pájaro. Este viento que le daba en la cara, este súbito vuelo este vaivén seguido y rítmico como un aleteo, le causaban la deliciosa emoción de un paseo por las nubes. Creía subir hacia lo alto; pero estas cosas siempre terminaban mal. Una vez la encontraron aferrada a las cuerdas del columpio, desvanecida, con los ojos abiertos, llenos del espanto del vacío. Otra vez se había caído, rígida como una golondrina herida por una perdigonada.

—¡Oh mamá! —insistió—. Un poco nada más, sólo un poquito…

Su madre, para que la dejara en paz, la sentó al fin sobre la banqueta. La niña, radiante de satisfacción, tenía una expresión entusiasta y un ligero temblor de gozo agitaba sus muñecas desnudas. Y, viendo que Elena la balanceaba muy suavemente:

—Más fuerte, más fuerte —exclamaba.

Pero Elena no le hacía caso y no soltaba la cuerda. También ella se entusiasmaba, con las mejillas sonrosadas, vibrando con los empujones que ella misma daba a la banqueta. Su habitual seriedad iba convirtiéndose en cierta camaradería con su hija.

—Ya basta —dijo, cogiendo a Juana en brazos.

—Entonces, colúmpiate tú; por favor, colúmpiate —dijo la niña, que se había quedado colgada de su cuello.

La entusiasmaba ver volar a su madre, como ella decía, y le gustaba más mirarla que columpiarse ella misma. Pero Elena le preguntó riendo quién iba a empujarla, ya que cuando ella jugaba la cosa iba en serio e iba a subirse más alto que los árboles. Precisamente en aquel instante apareció el señor Rambaud, acompañado de la portera. Había conocido a la señora Deberle en casa de Elena y creyó que podía presentarse al no encontrar a ésta en su departamento. La señora Deberle se mostró muy amable, complacida por la simplicidad del buen señor. Luego se enfrascó de nuevo en una viva discusión con Malignon.

—¡Nuestro buen amigo va a empujarte! ¡El buen amigo va a empujarte! —gritaba Juana, saltando alrededor de su madre.

—¿Quieres callarte? No estamos en nuestra casa —dijo Elena fingiendo un aire de seriedad.

—¡Vaya! —murmuró el señor Rambaud—. Si esto las divierte, estoy a su entera disposición. Puesto que estamos en el campo…

Elena se dejaba tentar. Cuando era jovencita se columpiaba horas y horas, y aquellos lejanos recuerdos despertaban en ella un oscuro deseo. Paulina, que con Luciano se había sentado al borde del césped, intervino con sus modales libres de muchacha emancipada.

—Sí, sí; el señor va a empujarla… Después me empujará a mí. ¿Verdad, señor, que querrá empujarme?

Esto decidió a Elena. Bajo la fría corrección de su gran belleza, su juventud estalló con una ingenuidad encantadora. Se manifestaba sencilla y alegre como una colegiala. Además, nada tenía de gazmoña. Riéndose, dijo que no quería enseñar las piernas y pidió una cuerdecilla con la que se ató las faldas por encima de los tobillos. Después, puesta de pie encima de la banqueta, con los brazos abiertos sujetándose en las cuerdas, gritó alegremente:

—¡Vamos, señor Rambaud!… Suavemente para empezar.

El señor Rambaud había colgado su sombrero en una rama. Su cara ancha y bondadosa se iluminó con una sonrisa paternal. Se aseguró de la solidez de las cuerdas, miró a los árboles y se decidió a dar un ligero empujón. Elena acababa de quitarse el luto. Llevaba un traje gris adornado con nudos de cinta color malva. Erguida, pasaba lentamente, a ras de tierra, como acunada.

—¡Venga, venga! —dijo.

Entonces el señor Rambaud, con los brazos hacia delante, cogió la tablilla al pasar y le imprimió un movimiento más vivo. Elena subía y a cada impulso iba más alto en el espacio; pero el ritmo conservaba cierta gravedad. Se la seguía viendo correcta, un tanto seria, muy claros sus ojos en el hermoso rostro silencioso; sólo las aletas de su nariz hinchaban como para tragar el viento. No se había alterado ni un pliegue de sus faldas. Una de las trenzas de su moño se estaba deshaciendo.

—¡Venga, venga!

Una brusca sacudida la levantó. Subía hacia el cielo, cada vez más arriba. Una brisa se desprendía de ella y soplaba sobre el jardín: pasaba tan rápida, que no se la distinguía con claridad. Ahora sonreía, su cara estaba sonrosada y sus ojos brillaban como estrellas. La trenza desprendida golpeaba su cuello. Pese a la cuerdecilla que las ataba, las faldas se agitaban dejando al descubierto la blancura de los tobillos. Se la notaba tranquila, respirando a sus anchas, viviendo en el aire como si estuviera en su elemento.

—¡Venga, venga!

El señor Rambaud, bañado en sudor, con la faz colorada, desplegó toda su fuerza. Hubo un chillido. Elena seguía subiendo más y más.

—¡Oh mamá, mamá! —repetía Juana en pleno éxtasis.

Se había sentado en el césped y contemplaba a su madre con las manitas apretadas contra el pecho, como si fuera ella la que tragaba toda aquella brisa que soplaba. Le faltaba aliento. Instintivamente seguía con una cadencia de los hombros las amplias oscilaciones del columpio. Y gritaba:

—¡Más fuerte! ¡Más fuerte!

Su madre seguía elevándose. En lo alto, sus pies rozaban las ramas de los árboles.

—¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Oh…, más fuerte, mamá!

Pero Elena estaba ya en pleno cielo. Los árboles se doblegaban y crujían como bajo el vendaval. Sólo se veía el torbellino de sus faldas, que crujían con un son de tempestad. Cuando descendía, con los brazos extendidos y el pecho hacia delante, agachaba un poco la cabeza y parecía planear por un momento; luego un nuevo impulso la arrebataba, echada hacia atrás la cabeza abandonada, huidiza y transida, cerrando los párpados. Este era su placer, estas subidas y bajadas que le causaban vértigo. En lo alto, penetraba en el sol, en este sol rubio de febrero, del que llovía como un polvo de oro. Sus cabellos castaños, de reflejos ambarinos, se encendían, y se hubiese dicho que toda ella estaba ardiendo, mientras los nudos de las cintas de seda malva, semejantes a flores de fuego, relucían sobre su vestido blanquecino. A su alrededor nacía la primavera, los brotes violáceos ponían su fino tono de laca bajo el azul del cielo.

Entonces Juana juntó las manos. Su madre le parecía una santa, con su nimbo de oro, volando hacia el paraíso. Y siguió balbuceándose con su voz quebrada:

—¡Oh mamá! ¡Oh mamá!

Entre tanto, la señora Deberle y Malignon, interesados, avanzaban bajo los árboles. A Malignon le parecía que aquella señora era muy valiente, y la señora Deberle dijo con gesto asustado:

—Estoy segura de que a mí me fallaría el corazón.

Elena debió de oírla, pues, desde lo alto de las ramas, dejó caer estas palabras:

—¡Oh!, mi corazón es fuerte… ¡Venga, venga ya, señor Rambaud!

Su voz, en efecto, seguía tranquila. Parecía no preocuparse por los dos hombres que allí estaban. No cabe duda de que no los tomaba en cuenta. La mata de su pelo se había soltado; la cuerdecilla debió de escurrirse y sus faldas hacían el mismo ruido que una bandera. Estaba subiendo.

Pero de pronto exclamó:

—Basta, señor Rambaud, ¡basta!

En la escalinata acababa de aparecer el doctor Deberle. Se acercó, besó tiernamente a su esposa, levantó a Luciano y le besó en la frente. Luego miró a Elena sonriente.

—¡Basta, basta! —siguió diciendo ésta.

—Pero ¿por qué? —preguntó el doctor—. ¿Soy yo quien estorba?

Ella no contestó. Se había puesto seria. El columpio, lanzado con todo su impulso, no se paraba; seguía con sus amplias oscilaciones regulares, que todavía levantaban a Elena muy arriba. Y el doctor, sorprendido y encantado, la admiraba, viéndola tan magnífica, alta y fuerte, con su pureza de estatua antigua, balanceada así, muellemente, bajo el sol primaveral. Pero ella parecía irritada, y bruscamente saltó.

—¡Espere! ¡Espere! —gritó todo el mundo.

Elena lanzó un sordo quejido. Había caído sobre la gravilla y no podía levantarse.

—¡Qué imprudencia, Dios mío! —dijo el doctor con la cara pálida.

Todos se agruparon a su alrededor. Juana lloraba tan fuerte, que el señor Rambaud, pese a que él mismo desfallecía, tuvo que cogerla en brazos. Mientras tanto, el doctor interrogaba ansiosamente a Elena.

—Es en la pierna derecha donde se hizo usted daño, ¿verdad? ¿No puede usted ponerse de pie?

Y, como ella seguía aturdida, sin contestar, él preguntó de nuevo:

—¿Le duele?

—Un dolor sordo, aquí, en la rodilla —dijo ella penosamente.

Entonces él mandó a su esposa a que fuera por el botiquín y unos vendajes, mientras repetía:

—Hay que verlo, hay que verlo… Seguro que no será nada.

Luego se arrodilló sobre la gravilla. Elena le dejaba hacer. Pero, en cuanto acercó las manos, se incorporó con un esfuerzo y apretó las faldas alrededor de los tobillos.

—No, no —murmuró.

—No obstante, hay que verlo —insistió él.

Elena se estremecía ligeramente y con voz muy baja repuso:

—No quiero… No es nada.

El la miró, sorprendido de pronto. El rubor le subía a la cara; durante un instante, sus ojos se encontraron y parecieron leer hasta el fondo de sus almas. Entonces, turbado él también, se levantó con lentitud y quedó a su lado, sin volver a insistir en reconocerla.

Elena, con un gesto, había llamado al señor Rambaud y le dijo al oído:

—Vaya a buscar al doctor Bodin y cuéntele lo que me ha ocurrido.

Diez minutos más tarde, cuando llegó el doctor Bodin, se puso de pie con un valor sobrehumano y, apoyándose en él y en el señor Rambaud, subió a su casa.

Juana los seguía, sacudida por los sollozos.

—Le espero —había dicho el doctor Deberle a su colega—. Venga usted a tranquilizarnos.

En el jardín se conversó animadamente. Malignon decía que las mujeres tienen todas la cabeza a pájaros. ¿Por qué diablos se le había ocurrido saltar a esa señora? A Paulina, fastidiada por una aventura que la privaba de una diversión, la parecía imprudente hacerse columpiar con tanta fuerza. El médico no hablaba y parecía preocupado.

—Nada grave —dijo el doctor Bodin al descender—. Un simple esguince… Tendrá que permanecer tendida en su canapé por lo menos durante quince días.

El señor Deberle dio unos golpecitos amistosos en el hombro de Malignon. Quiso que su mujer entrase en la casa, pues decididamente hacía ya demasiado fresco. Y, cogiendo a Luciano, se lo llevó con él, cubriéndole de besos.

V

Las dos ventanas de la habitación estaban abiertas de par en par, y en el abismo que se abría al pie de la casa, levantada a pico en lo alto, París extendía su inmensa llanura. Estaban dando las diez y la hermosa mañana de febrero tenía la suavidad y el perfume de la primavera.

Elena, tendida en su canapé, con la rodilla todavía vendada, leía ante una de las ventanas. Ya no le dolía; pero desde hacía ocho días se veía clavada allí sin poder trabajar ni siquiera en su labor de costura habitual. Sin saber qué hacer, había cogido un libro olvidado sobre la mesita, a pesar de que no leía jamás. Era el libro que utilizaba todas las noches para disimular la lamparilla, el único que en dieciocho meses había sacado de la pequeña biblioteca abastecida por el señor Rambaud a base de obras honestas. Por lo general, las novelas le parecían falsas y pueriles. Esta, el
Ivanhoe
de Walter Scott, primero la había aburrido mucho; luego le había entrado una rara curiosidad. Lo estaba terminando, conmovida a veces, acometida de cierta lasitud que hacía que se le cayera de las manos durante largos minutos, con la mirada perdida en el vasto horizonte.

Aquella mañana, París
[9]
ponía una pereza sonriente en despertar. Una neblina, que seguía el cauce del Sena, cubría las dos orillas. Era como un vaho ligero y lechoso que el sol, que se agrandaba poco a poco, iba iluminando. No se distinguía nada de la ciudad, bajo aquella muselina flotante, color del tiempo. En las hondonadas, la nube más densa se obscurecía con un tono azulado, mientras que en los espacios más amplios se producían transparencias de extremada finura, polvo dorado por el que se adivinaba la profundidad de las calles; más en lo alto, cúpulas y flechas desgarraban la bruma, irguiendo sus siluetas grises, envueltas todavía por los jirones de nube que horadaban. Por momentos, masas de humo amarillo se desprendían como bajo el pesado aletazo de un pájaro gigante y luego se fundían en el aire, que parecía absorberlas. Y por encima de esta inmensidad, de este nubarrón descendido y dormido sobre París, un cielo muy puro, de un azul pálido, casi blanco, desplegaba su bóveda profunda. El sol ascendía con una polvareda suave de rayos. Una claridad rubia, de ese rubio inconcreto de la infancia, se quebraba en lluvia, llenando el espacio con su tibieza temblorosa. Era una fiesta, una soberana paz y una alegría tierna de infinito, mientras que la ciudad, acribillada de saetas de oro, perezosa y soñolienta, no acababa de decidirse a mostrarse bajo sus encajes.

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