—¿Y ese quién es? —preguntó su abuela.
—Un amigo.
—¿Es qué ahora a los amigos se les besa en la boca, Vicky? —pregunte mirándola por el espejo retrovisor.
—Mamá, no seas antigua… Digamos que es un amigo especial —contestó.
Escuché las risas de Dani, y ya supuse que la iban aliar.
—Sí, claro… y tan especial —exclamó burlándose.
—Tú cállate, imbécil. Nadie te ha preguntado.
Les advertí de que no quería oírlos en todo el viaje, pero como si hablara en un país de sordos.
—Amigo especial, dice… ¡Qué morro! ¿Es tu novio nuevo?
—Qué idiota eres…
—Por favor, vale —exclamé otra vez.
—¿Es tu nuevo novio o qué?
Vicky no contestó nada. Su hermano empezó a decirle que de dónde lo había sacado, que no podía ser más horrible y más feo, que tenía muy mal gusto y no sé cuantas cosas más.
—Serás más guapo tú, ¿verdad? —contestó Vicky furiosa.
—Claro que sí. No lo dudes. Ya quisiera este tío parecerse a mí…
Aprovechando que el semáforo estaba en rojo me volví hacia ellos.
—He dicho que no quiero oíros a ninguno de los dos.
Entonces empezaron a acusarse el uno al otro de haber empezado y a llamarse de todo como siempre.
—¿Pero qué acabo de decir? —exclamé.
Por fin se callaron. No soporto conducir mientras se lían a discutir o a pelearse. Me ponen nerviosa. Prefiero que vayan escuchando música en el MP3 y se olviden el uno del otro. Por lo menos puedo ir relajada. Con Alex no tengo ese problema. Va entretenido con la
Nintendo o la maquinita de turno y ya no hay niño. Mi madre, que iba sentada a mi lado, suspiró.
—¡Qué niños! —dijo.
Puse la radio en una emisora de música clásica y empezaron a protestar otra vez.
—Qué rollo, mamá. ¿No puedes poner otra cosa?
—Sí, eso digo yo, mamá. Menudo rollo…
¿Qué les importará si ellos tienen su propio MP3? ¿O es que escuchan las dos cosas a la vez? Lo más probable es que lo hagan por no perder la costumbre de protestar por todo.
Por no oírlos terminé apagando. El tráfico era abundante. Tardamos casi dos horas en llegar.
Los días de Navidad estaban siendo como todos los años. Nos reunimos los de siempre, nosotros más los padres de Arturo y sus dos hermanos con sus respectivas parejas y sus hijos. Un total de dieciséis. Las mujeres nos encargamos de cocinar guiadas por la mano experta de mi madre mientras los hombres se toman una copa o un vino en el salón y los chicos andan por ahí a su aire. Hablo todos los días con Sergio. A veces llamo yo primero, otras veces es él. Nos extrañamos y estamos deseando que pasen estos días para volver a vernos. Me encanta oír su voz cuando descuelgo el teléfono, escuchar su risa, y su tono tierno cuando se despide y me envía un montón de besos. Besos que quiero que se hagan realidad sobre mi piel y deseo sentir otra vez…
Todas las mañanas salgo a dar un paseo por la playa con mi hermana y Scooby. Me gusta volver a tener confidencias con ella… Hoy llovía tanto que no pudimos salir. A cambio, me acerqué con el coche a hacerle una visita. Mañana ya es el último día del año.
Estaba en la cocina preparando la comida cuando llegué.
—¿No hay nadie? —pregunté.
—No. Se han ido todos. ¿Quieres tomar algo?
—Deja. Ya me sirvo.
Fui a la nevera y cogí una cerveza.
Le hablé de Sergio y de lo difícil que me resulta la relación con Vicky en estas últimas semanas.
Ella dedujo que Vicky estaba celosa, lo mismo que Dani, y me aconsejó lo de todos, que tenía que darles tiempo para que se acostumbraran. También me comentó que mi sobrina Marta se había quedado eclipsada con Sergio, y estaba entusiasmada ante la idea de que fuera mi novio. Es más, aseguraba que hacíamos una pareja estupenda. Me reí mucho.
—Dice que es guapísimo —dijo sonriendo—. Y dime, ¿por qué no lo has invitado a que viniera?
—Estas fiestas son muy familiares y él también tiene una familia.
—¿Los conoces?
—No. Solo conozco a su hermano Félix, que es hermano por parte de padre. Este enviudó cuando Félix tenía dos años. Meses después se casó con la madre de Sergio y lo ha criado como a un hijo más.
—¿Y es tan guapo como él?
Me reí.
—Nooooo…
Se lo describí y le comenté cómo Sandra y yo nos habíamos quedado asombradas de lo diferentes que eran, tanto que no nos podíamos creer que fueran hermanos. También le expliqué que Félix era un salido.
—¿Cómo?
—Le gustan todas… y si tienen menos de cuarenta, mucho mejor.
—Más que salido diría que de tonto no tiene ni un pelo…
—Pues no, porque está casi calvo —dije.
—¿Y cuándo te va a presentar al resto de la familia?
—Humm, no sé —me encogí de hombros—. Por él, enseguida, pero ya veremos…
Luego sonrió con picardía y me preguntó algo que no esperaba.
—Ahora cuéntame, ¿qué tal es Sergio en la cama?
Me reí.
—Humm… —suspiré—. Ni te lo imaginas…
—¿Mejor que Miguel?
—Ni comparación.
—Oh…
Estoy deseando que pasen estos tres días para regresar a casa. No es que esté mal aquí, pero tengo qué reconocer que a veces me aburro. Hay demasiada tranquilidad, y el tiempo no ayuda mucho. Hace un frío horroroso y no se puede andar demasiado por la calle, y cuando llueve, mucho menos.
Los que disfrutan son mis hijos, que se pasan el día por ahí. Mis sobrinos, que ya tienen permiso de conducir, han venido a pedirme el coche en varias ocasiones. Aunque mi hermana protesta porque siempre les doy las llaves, soy incapaz de negarme. Vicky y Marta suelen acompañarles en sus salidas. Cuando sé que se desplazan lejos a otros pueblos de la zona y salen a la carretera general, no me quedo tranquila hasta que los veo llegar de vuelta. Cuando van por estas carreteras comarcales no me preocupo tanto porque apenas hay tráfico.
Y a Dani, aunque le hago estudiar y hacer deberes parte de la mañana, le dejo libre toda la tarde hasta la hora de cenar. Aquí tiene varios amigos con los que sale por el pueblo, juega al fútbol o anda en bicicleta. Por supuesto no acepta llevar a su hermano ni cinco minutos con ellos. Y en este caso, por mucho que Alejandro me suplique o me llore, no hago nada en su favor. Comprendo que hay demasiada diferencia de edad y no pinta nada con chicos cinco y seis años mayores que él. Así que cuando coincide, está con unos niños de aquí cerca que vienen también de vacaciones, y si no, se dedica a jugar al balón, a ver la tele o a jugar con sus maquinitas. Ya le he dicho a mi madre que hay que comprar un DVD para poder ver alguna que otra película, porque el video de VHS que hay en el salón ya no funciona.
Recuerdo que cuando mi hermana salía con sus amigas, a veces mi madre la obligaba a llevarme con ella; solo era cuando iban a dar un paseo cerca de casa, o un par de horas a la playa. Yo debía de tener diez años, tal vez once, y a Maribel le daba tanta rabia cargar conmigo que me hacía caminar delante para que no me enterara de lo que hablaban. Por supuesto siempre era de los chicos con los que se habían citado ese día. Tenían una pandilla; aunque mi madre lo sabía y lo veía normal, Maribel temía que me fuera de la lengua contando detalles de quiénes se gustaban o de cuando fumaban algún que otro cigarrillo, o algunas, las más atrevidas, se besaban o iban cogidas de la mano del ligue correspondiente.
—Ni una palabra a mamá, porque no te traigo más —me decía cuando volvíamos a casa.
Yo siempre se lo prometía y cumplía mi palabra. En ese caso me interesaba. Cuando otra de sus amigas también llevaba a su hermana que era de mi edad, me divertía mucho más e iba encantada unos pasos más adelante porque tampoco a nosotras nos interesaba que escucharan nuestras conversaciones.
Se lo recordé a Maribel la otra tarde y nos reímos mucho evocando viejos tiempos. Hicimos un poco de memoria y acabamos llorando de risa.
La risa me reanima. Me hace sentir muy bien. Dicen que mejora la salud y hasta se usa como terapia, y no me extraña nada, porque resulta de lo más gratificante.
—¿De qué os reís tanto? —preguntó Arturo entrando en la cocina.
Las dos estábamos tomando un té con leche.
—Cosas nuestras —contestó Maribel.
—Seguro que estáis hablando de hombres —bromeó Arturo.
—Sí —contestó mi hermana—, de ti y de Sergio. ¿Qué te parece?
¡Sergio! Ya solo quedan cuatro días para volver a verlo. Estoy deseándolo.
—¡Brindemos! —dijo mi cuñado alzando la copa de cava después de tomar las doce uvas.
Así lo hicimos los mayores, mientras que los niños brindaban con Coca-Cola. Luego los típicos besos de unos a otros. Y un año nuevo que comienza…
La cena resultó perfecta y, como siempre, sobró gran cantidad de comida… No sé por qué siempre se cocina de más en estos días, como si de pronto fuéramos capaces de comer el doble de lo normal.
Arturo puso la música a todo volumen y creí que me estallaban los oídos. Menos mal que todos empezamos a protestar y no tuvo más remedio que ponerlo más bajo.
Me escabullí durante unos minutos y me fui al piso de arriba para llamar a Sergio.
—Feliz año —le dije.
—Feliz año, cariño —contestó.
—¿Cómo va la fiesta por ahí?
—Humm… muy aburrida sin ti. ¿Y la tuya?
—También muy aburrida sin ti —repetí.
—Paula, ¿dónde te has metido? —Mi hermana abrió la puerta de la habitación.
—Oh, perdona —dijo al verme con el móvil—. Era para decirte que tenemos una visita. Ha venido Víctor…
—Ah… vale, enseguida voy.
Cerró. Me senté sobre la cama.
—Disculpa, Sergio.
Seguimos hablando unos minutos más. Luego me despedí con un beso y al colgar el teléfono me sentí triste. No me apetecía nada seguir con la fiesta. Hubiera preferido irme a la cama y olvidarme del mundo. Pensar en Víctor me incomodó. Él en sí me incomoda. Desde que se enteró de mi divorcio ha intentado tirarme los tejos en muchas ocasiones y aunque me hago la loca, sé qué intenciones tiene. Es un vecino que conozco desde hace años, y no sé por qué tuvo que aparecer en ese momento.
Bajé las escaleras sin ganas ensayando la mejor de mis sonrisas.
En cuanto me vio, vino hacia mí.
—Paula, qué gusto me da verte.
Me dio dos besos. Sonreí.
—Hola, ¿qué tal?
—Muy bien.
—Y ya veo que tú estás tan preciosa como siempre.
Debería alegrarme por el piropo pero, con sinceridad, no me hizo ninguna gracia.
En ese momento mis sobrinos, junto con Vicky, se despidieron para ir a la discoteca. Los pequeños se fueron al ordenador y los adultos nos quedamos solos en el salón.
Víctor está también divorciado y tiene tres hijas adolescentes que viven con su ex.
Cuando tomé asiento en la mesa, él se sentó a mi lado. Me di cuenta de que no me quedaba más remedio que aguantarlo el resto de la noche.
Tiene más de cuarenta años aunque no sé su edad con exactitud. Lleva el pelo muy corto, oscuro y es como un armario, grande y cuadrado. Extrovertido y charlatán, que encima se cree gracioso. En más de una ocasión no le seguí la charla y desconecté a propósito. Me aburría. No paró de comer dulces y servirse vino en la copa, tampoco dejaba hablar a nadie. No sé cómo podía hacer todo al mismo tiempo. Me estaba levantando dolor de cabeza, sobre todo cuando empezó a hablarme de su empresa, de lo que tenía que pagar de impuestos y criticar al Gobierno.
—No te quejes, que estás forrado —exclamó Arturo.
Pareció sorprendido por la respuesta de mi cuñado. Puso una mueca de disgusto pero luego sonrió.
—¿Y a ti cómo te va? —dijo volviéndose hacia mi.
—Bien —contesté con tono seco—. Muy bien.
No quería que me saliera ese tono, pero no pude evitarlo. Pareció sorprendido.
—Vamos, sírvele un poquito de alcohol —exclamó dirigiéndose a mi hermana—, a ver si se anima, que está muy apagada.
Hice un esfuerzo por sonreír.
—No, no… es que estoy un poco cansada —dije tratando de disculpar mi apatía.
Solo deseaba ver a mi madre con cara de sueño o que Alejandro viniera a quejarse de algo para poder irnos a casa. Sin embargo, parecía muy animada escuchando la conversación de Víctor, y mis hijos, raro en ellos, no parecían tener ninguna clase de conflicto esa noche.
Ya era muy tarde cuando nos despedimos, Víctor se acercó a mí para preguntarme si al día siguiente iba a estar por allí. Le contesté afirmativamente.
—Bien, bien…
No entendí a qué vino su pregunta y mucho menos su entusiasmo. Si buscaba algo conmigo, lo tenía claro. Yo no estaba disponible, y mucho menos para él.
Fue dos días después cuando me lo encontré en el único centro comercial que hay en esta zona, a casi cinco kilómetros del pueblo. Yo estaba pagando en la caja cuando él entró y me vio. Se ofreció a ayudarme con las bolsas, y aunque le dije que no hacía falta, insistió.
Me acompañó hasta el coche, que estaba en el aparcamiento, y me ayudó a colocarlas en el maletero.
—Gracias, Víctor.
—De nada. ¿Cuándo te vas?
—Mañana.
—¿Por qué no cenas conmigo esta noche?
—¿Eh? No… no puedo.
Pareció desilusionado.
—Está bien.
Pensé que se despediría, pero insistió.
—¿Una copa, un café?
—No, es que…
—Vamos, te estoy proponiendo una copa, no matrimonio.
Sonreí.
—Bueno —dije ya por compromiso.
—Estupendo. Iremos en tu coche. Dejaré la moto aquí y luego la recogeré.
Antes de que pudiera decir nada se puso al volante, y me pidió las llaves. No tuve más remedio que ir de copiloto.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
—A un sitio nuevo. Ya verás. Es magnífico.
Llevaba diez minutos conduciendo cuando al fin puso el intermitente y se desvió de la carretera. El lugar era una especie de restaurante bastante grande que yo no conocía.
Al entrar vi que tenía partes bien diferenciadas, el bar, el comedor y una escalera que señalaba el camino al pub. Allí me dirigió agarrándome del brazo.
Nos sentamos en una especie de butaca y observé a la gente de alrededor. Eran todo parejas que hablaban en voz baja o se besaban en la semioscuridad. Parecía un sitio bastante íntimo y no me agradó tener que estar con él.
—¿Vienes mucho? —pregunté.
—Bastante —contestó con una sonrisa.