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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (6 page)

BOOK: Un grito al cielo
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—Por favor —le dijo, poniéndose en pie—, tiene que quedarse a cenar. Beppo, por favor, dile a Angelo que desearía que nos acompañara, y comunícaselo a Lena ahora mismo. Cenaremos en el comedor principal.

Enseguida estuvo la mesa dispuesta con la mantelería y la vajilla adecuadas para la ocasión. Pidió más candelabros y tras sentarse a la cabecera de la mesa, como hacía siempre que estaba solo, Tonio se volcó de lleno en una conversación desbordante.

Alessandro reía con facilidad. Sus respuestas eran largas. Alabó el vino y pasó a describir el último banquete del dux.

Aquello sí que fue una gran celebración, con cientos de invitados a la mesa, las puertas abiertas de par en par, y la gente entrando desde la
piazetta
para contemplar el espectáculo.

—Desapareció una taza de plata —Alessandro sonrió, alzando sus densas y oscuras cejas—, e imaginad, excelencia, todos los jefes de estado esperando a que contaran la vajilla una y otra vez. Yo apenas podía contener la risa.

Su manera de narrar la historia no suponía, sin embargo, una falta de respeto, y de inmediato se lanzó a contar otra. Poseía un lánguido refinamiento y a la luz de las velas su rostro adquiría un matiz ultraterreno.

En plena velada, Tonio no podía evitar percatarse de que Angelo y Beppo, sentados a su derecha, acataban todas sus órdenes.

—Otra botella de vino —sugirió Tonio y, al momento, Angelo mandó traerla.

—Que sirvan el postre —ordenó—. Y si en la casa no hay nada, que salga alguien a buscar chocolate o helados.

Beppo lo observaba con admiración, y Angelo parecía incluso algo intimidado.

—Pero cuénteme qué siente cuando canta ante un rey, el rey de Francia, el rey de Polonia…

—Es lo mismo que cantar para cualquier otra persona, excelencia —respondió Alessandro—. No quieres cometer ningún fallo. Tu propio oído no soporta error alguno. Por este motivo no canto cuando estoy solo en mis aposentos. No quiero escuchar nada que no suene… que no suene perfecto.

—¿Y la ópera? ¿Nunca ha deseado subir a un escenario? —insistió Tonio.

Alessandro unió los dedos y colocó las manos debajo de la barbilla. Obviamente estaba concentrándose en la respuesta.

—Ante los focos es distinto —aseguró—. No sé si me explico. Bueno, ya habéis visto a los cantantes en el…

—No, todavía no —lo interrumpió Tonio sonrojándose. Alessandro se daría cuenta de su juventud y de lo peculiar de aquella invitación.

Pero Alessandro se limitó a seguir explicando que en la ópera había que encarnar un papel, actuar, estar presente en aquel espacio reducido, que el público te viera. La iglesia era completamente distinta, allí la voz se elevaba por encima de todo.

Tonio tomó otro sorbo de vino y justo cuando iba a decir que deseaba con toda su alma asistir a una ópera, advirtió que Angelo y Beppo se habían levantando apresuradamente. Alessandro miró hacia el extremo de la mesa y siguió su ejemplo. Tonio los imitó antes de vislumbrar la figura de su padre que emergía de la oscuridad azulada.

Andrea acababa de hacer su entrada en la habitación con su túnica púrpura absorbiendo la luz, y tras él estaba el
signore
Lemmo, su secretario, y esos jóvenes que siempre lo acompañaban para que el reverenciado anciano los instruyera en retórica y política.

A Tonio lo asaltó un miedo tan instantáneo que desterró por completo sus pensamientos.

¿Cómo se le había ocurrido invitar a alguien a cenar? Pero Andrea ya se hallaba frente a él. Se inclinó para besar la mano de su padre preguntándose qué ocurriría.

Andrea ocupó una silla junto a Alessandro e invitó a algunos de los jóvenes a quedarse. Tonio lo contemplaba con mudo asombro. El
signore
Lemmo pidió a Giuseppe, el viejo criado, que encendiera las antorchas de las paredes y los paneles de satén azul cobraron vida de forma súbita y espléndida.

Andrea hablaba, decía alguna ocurrencia y mandó que le sirvieran la cena, lo mismo que a los jóvenes. A Tonio volvieron a llenarle la copa y cuando su padre lo miró, sus ojos sólo reflejaban un intenso cariño, una dulzura y un amor sin límites que se manifestaban abierta y generosamente.

¿Cuánto tiempo transcurrió? ¿Dos, tres horas? Más tarde, ya tumbado en la cama, Tonio rememoraba cada sílaba, cada risa. Después de la cena volvieron a la sala y, por primera vez en su vida, Tonio cantó para su padre. Alesandro también cantó y luego tomaron café y melón y un helado muy elaborado que fue servido en pequeños platos de plata. Su padre ofreció una pipa de tabaco a Alessandro y hasta sugirió que su joven hijo la probara.

En medio de aquel grupo, Andrea se veía anciano, la translúcida piel tan tirante sobre el rostro que a través de ella se adivinaba la forma de los huesos, pero los ojos, temporales, suavemente radiantes, contradecían, como siempre, aquella imagen de vejez. No obstante, su boca temblaba levemente a veces y cuando se puso en pie para despedir a Alessandro, pareció que aquel gesto le resultaba doloroso.

Hacia medianoche se marcharon los demás. Con un movimiento lento y cansino Andrea siguió a Tonio hasta sus aposentos, a los que nunca iba, excepto cuando Tonio estaba enfermo. De pie en el dormitorio, casi ceremoniosamente, lo inspeccionó todo con obvia aprobación.

En aquel espacio su figura de nuevo inmensa y majestuosa parecía estar en suspenso, como un lago de brillante luz púrpura en mitad de la habitación.

La vela convertía su cabello blanco en un resplandor níveo que parecía disolverse y flotar ingrávido sobre su cabeza.

—Eres todo un caballero, hijo mío —dijo, y en sus palabras no había ningún reproche.

—Perdonadme, padre —susurró Tonio—, pero
mamma
estaba enferma y Alessandro…

Su padre lo interrumpió con un leve ademán de su mano.

—Me siento orgulloso de ti, hijo mío. —Y si su mente albergaba otros pensamientos, los guardó para sí.

A Tonio, con la cabeza apoyada en la almohada, una angustiosa excitación lo mantenía desvelado. No encontraba la manera de que sus miembros se relajasen y un hormigueo le corría por piernas y brazos.

Aquella sencilla cena había colmado de tal forma sus sueños, aquellas fantasías en las que sus hermanos volvían a la vida que, en esos momentos en los que todo había terminado, sentía un gran dolor interior y nada podía aliviarle.

Finalmente, cuando los relojes de la casa dieron las tres, se levantó, se metió una vela y una cerilla de azufre en el bolsillo, aunque en realidad no las necesitaba, y se fue a vagar por el
palazzo
.

Subió a los pisos superiores. Entró en los aposentos de Leonardo, donde aún permanecía su cama, tan parecida al esqueleto de un animal, y también visitó los que había ocupado Philippo con su joven esposa, donde la única señal de una vida anterior la constituían los trozos descoloridos de las paredes que en un tiempo habían estado cubiertos por cuadros. Después se dirigió al estudio de Giambattista y contempló sus libros todavía alineados en las estanterías. Luego pasó ante los cuartos del servicio y subió al terrado.

La ciudad estaba envuelta en una niebla que no la ocultaba, sino que la dotaba de una belleza singular. Los oscuros tejados brillaban por la humedad y la luz de la
piazza
resplandecía contra el cielo rosado y apacible en la lejanía.

Le asaltaron extraños pensamientos. ¿Quién sería su esposa? Los nombres y rostros de sus primas, todavía en conventos, no significaban nada para él. La imaginaba vivaz y dulce, retirándose el velo hacia atrás para dejar escapar una risa tímida y apasionada. Nunca estaría triste, nunca sería presa de la melancolía. Y darían grandes bailes, danzarían juntos toda la noche, tendrían hijos sanos y en verano irían a una villa junto al Brenta como todas las familias ilustres. En esa casa, si así lo deseaban, podrían vivir incluso sus tíos y tías ancianos y sus primas solteras, les harían sitio a todos. Cambiaría el papel de la pared y renovaría las tapicerías. Las espátulas rascarían el moho de los murales. No habría ni un solo rincón vacío o frío, sus hijos llevarían a sus amigos, docenas de ellos, siempre yendo y viniendo con sus preceptores e institutrices. Imaginó hileras de niños bailando el minué, sus chaquetas y volantes en una miscelánea de espléndidas sedas de color pastel y la casa tintineando al son de la música. Nunca dejaría a sus hijos solos, por muy ocupado que estuviera con los asuntos de estado, nunca, nunca los dejaría solos en aquella inmensa casa vacía, nunca…

Con esos pensamientos, recorrió de nuevo los escalones de piedra y penetró en la atmósfera helada de los aposentos que ocupaba su madre.

Entonces rascó enérgicamente la cerilla en la suela del zapato para encenderla y acercó la llama a la vela.

Pero su madre seguía profundamente dormida. Cuando se aproximó, percibió su aliento amargo aunque el rostro, en su milagrosa belleza, conservaba su inocencia. Se quedó contemplándola mucho rato, más de lo que lo había hecho jamás. Admiró la pequeña prominencia de su barbilla, la pálida curva del cuello.

Y tras apagar la vela, se metió en la cama con ella. Su cuerpo estaba caliente bajo las colchas. Su madre se le acercó, pasándole la mano por el cuello como si fuera a agarrarse a él.

Tumbado a su lado, imaginó sus sueños.

Vio a las damas de alcurnia en misa, vio a los caballeros escoltas. No le gustó aquella escena.

Con vago terror, vio toda la vida de su madre desfilar ante él, su soledad sin esperanzas, su gradual desmoronamiento.

Al cabo de mucho rato ella gimió en su sueño, un gemido que poco a poco fue haciéndose más hondo.


Mamma
—susurró él—. Estoy aquí, estoy aquí contigo.

Ella se debatió para incorporarse. El cabello le caía por el rostro formando un sucio velo de luz destellante y enredos.

—Pásame el vaso, cariño mío, tesoro —le dijo.

El descorchó la botella. Luego la observó beber y volver a tumbarse, y después de apartarle el cabello de la frente, se apoyó sobre el codo y permaneció largo tiempo contemplándola.

A la mañana siguiente, cuando Angelo le anunció que, a partir de ese día, darían un paseo diario de una hora de duración por la plaza, apenas podía creerlo.

—Excepto cuando se celebre el carnaval, ¡por supuesto! —añadió airado. Y luego, incómodo, con una cierta agresividad que denotaba su reticencia añadió—: Tu padre ha dicho que ya eres lo bastante mayor.

7

Después de su breve encuentro con el joven maestro, o bien Guido se había puesto un letrero en la frente para que todos lo leyeran o la venda había caído de sus ojos, porque el mundo se revelaba ante él vibrante de seducción. Por la noche, tumbado en la cama, oía los sonidos de los que se amaban en la oscuridad. En el teatro de la ópera, las mujeres le sonreían abiertamente.

Finalmente, una tarde, mientras los otros
castrati
se disponían a acostarse, se retiró al extremo opuesto del pasillo del ático. La noche fue su aliada cuando completamente vestido se sentó dejando colgar una pierna en el amplio alféizar de la ventana. Le pareció que transcurría una hora, tal vez menos, y entonces unas figuras irreconocibles empezaron a salir. Se escuchó un abrir y cerrar de puertas, y la luz de la luna iluminó a Gino que doblaba el dedo en señal de invitación.

En un rincón de la tibia habitación donde se guardaba la ropa de cama, Gino le dio un largo y sensual abrazo. Esa primera noche permanecieron tumbados en un lecho de sábanas dobladas en aturdidoras oleadas de placer cuya culminación se permitían retrasar una y otra vez a fin de prolongarlas infinitamente. La piel de Gino era dulce y cremosa, su boca fuerte y sus dedos intrépidos. Él jugueteó suavemente con las orejas de Gino, le mordisqueó los pezones y le besó el vello entre las piernas, avanzando con elaborada paciencia hacia emblemas más brutales de la pasión.

En las noches que siguieron, Gino compartió su nuevo compañero con Alfredo y después con Alonso; a veces, en la oscuridad, se tumbaban abrazados dos o tres. Era frecuente que sus cuerpos se enlazaran con uno arriba y otro abajo y mientras los intensos embates de Alfredo llevaban a Guido al borde del dolor, la dura y voraz boca de Alonso lo transportaba al éxtasis.

Pero llegó un día en que Guido se sintió tentado a dejar aquellos encuentros exquisitamente modulados para ir en busca de las embestidas más violentas y ásperas de los estudiantes «normales». No temía a esos hombres completos, sin adivinar hasta qué punto su aire amenazador los había mantenido apartados.

No le acabaron de satisfacer aquellos jóvenes velludos que gruñían.

Lo que en ellos había de brutal y primario al final sólo le provocaba indiferencia.

Quería eunucos, atractivos y deliciosos expertos del cuerpo.

Tal como ocurre a veces, con las mujeres alcanzó el más alto grado de placer. Aunque su satisfacción nunca era completa porque no amaba, habría sido su perdición. Las muchachas, casi niñas, de la calle, pobres e ingenuas, eran sus favoritas. Chicas que se sentían agradecidas con la moneda de oro que les daba, a las que les seducía su aspecto aniñado y que calificaban su atuendo y modales de espléndidos. Él las desnudaba deprisa en cuartos que con esa finalidad existían encima de las tabernas y a ellas nunca les importaba que fuera eunuco, tal vez porque lo que más anhelaban era ternura, y si ponían algún impedimento, no volvía a verlas porque siempre había otras.

De todas formas, a medida que su fama aumentaba, a Guido se le abrían más puertas. Era invitado a cenas en las que cantaba, y después damas encantadoras lo atraían escaleras arriba, a estancias secretas.

Se acostumbró a las sábanas de seda, a los querubines dorados retozando sobre espejos ovales y doseles profusamente adornados.

Y a los diecisiete años, durante un tiempo, tuvo por amante a una condesa casada dos veces y muy rica. A menudo, su carruaje lo esperaba a la salida del teatro. Después de horas de ensayo, abría las ventanas de su habitación del ático para verlo parado abajo, por entre las gruesas ramas del árbol.

Ella era demasiado mayor para él, pasada la flor de la juventud, pero exuberante y dominada por un deseo apremiante que resultaba irresistible. En brazos de Guido, los pezones se le erizaban y adquirían un tono escarlata, entrecerraba los ojos y él se sentía flotar.

Aquéllos fueron tiempos plenos y felices, Guido estaba a punto de debutar en Roma como solista. A los dieciocho años medía un metro y setenta y cinco centímetros y tenía capacidad pulmonar para llenar un gran teatro tan sólo con la pureza estremecedora de su voz.

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