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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (8 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Alessandro en cambio sí lo sabía.

Alessandro lo sabía y también otros. ¡Los que se encontraban reunidos en la librería lo sabían!

Tal vez incluso Lena lo sabía. Eso era lo que se escondía tras su repentina irascibilidad cuando se lo había preguntado.

Intentó disimular. Había ido sólo a ver a su madre, explicó. Marianna tenía el semblante de la muerte, la delicada piel de sus párpados se había vuelto azulada y su rostro presentaba una espantosa palidez. Entonces Lena le había pedido que se marchara, que más tarde intentaría levantar un rato a la señora. ¿Cuáles fueron sus palabras? ¿De qué manera había intentado expresarse? Sentía que la humillación lo ahogaba y el dolor lo abrasaba.

—¿Alguna vez habéis oído el nombre de Carlo?

—Antes de que yo naciera había cientos de Treschi, y ahora márchate. —Eso hubiera sido lo normal si no se hubiera echado a correr tras él—. Y no vengas más a molestar a tu madre hablándole de todos ésos —había dicho refiriéndose a los muertos. Su madre nunca miraba los retratos—. Y tampoco vayas haciendo preguntas estúpidas por ahí.

Ese había sido su peor error. Lena lo sabía, no cabía duda.

Todo el mundo se había acostado. La casa le pertenecía por completo, como ocurría siempre a aquella hora. Se sentía invisible y ligero en la oscuridad. No quería encender la vela. Apenas soportaba el eco de sus pisadas más leves.

Durante un buen rato permaneció inmóvil, tratando de imaginar a su padre encolerizado. Su padre nunca se había enfadado con él, nunca.

Pero no pudo resistir aquello ni un instante más. Encendió la cerilla con una mueca de disgusto ante el ruido y contuvo el aliento mientras la llama de la vela crecía y una débil claridad bañaba la inmensa habitación. La luz dejaba un tenue vestigio de sombras a su alrededor, pero le permitía estudiar los cuadros. Se acercó a examinarlos.

Su hermano Leonardo, Giambattista vestido de militar, y aquel otro de Philippo con Teresa, su joven esposa. Los conocía a todos, y entonces se detuvo frente al rostro que deseaba indagar. Al contemplarlo de nuevo, el parecido se le antojó aterrador.

«Es igual que Carlo…»

Las palabras resonaban sin cesar en sus oídos. Levantó la llama en dirección al lienzo, moviéndola adelante y atrás para evitar su reflejo enloquecedor. Aquel hombre tenía su mismo cabello negro y abundante, la amplia y alta frente totalmente recta, su misma boca grande, los mismos pómulos prominentes. Lo que más le caracterizaba, sin embargo, lo que lo alejaba de los rasgos comunes a todos ellos, era la disposición de los ojos, tan separados como los de Tonio. Grandes y negros, esos ojos parecían ir a la deriva. Aunque Tonio nunca había sido consciente de ello, los demás también lo habían percibido en él. Mientras contemplaba asombrado aquella diminuta réplica de sí mismo, perdida entre una docena de hombres con rasgos comunes, todos vestidos de negro, sintió que aquellos ojos le devolvían la mirada con dulzura.

—Pero ¿quién eres? —susurró. Fue de rostro en rostros. Allí estaban los retratos de unos primos suyos a quienes no conocía—. Esto no prueba nada.

Había observado que aquel duplicado de sí mismo se encontraba justo al lado de Andrea. ¡Entre Leonardo y Andrea, y la mano de Andrea descansaba en el hombro de su doble!

—No, no es posible —musitó. Y sin embargo, aquélla era la pista que buscaba y siguió adelante estudiando los retratos. También estaba Chiara, la primera esposa de Andrea, y de nuevo aquel pequeño «Tonio» sentado a sus pies, junto a sus otros hermanos.

Había otras pruebas más irrefutables.

Lo advirtió mientras fijaba su atención en aquellas figuras. Algunos cuadros mostraban a sus hermanos en compañía de su padre y su madre, sin primos, sin desconocidos.

Enseguida, lo más silenciosamente que pudo, abrió las puertas del comedor principal.

Tras la cabecera de la mesa se alzaba el gran lienzo, el retrato familiar que tanto lo había atormentado siempre. Incluso desde donde se encontraba, vio que Carlo no aparecía en él y sintió que caía por un abismo. No podía decir si lo que experimentó era alivio o decepción, porque tal vez no tenía aún motivos para ninguno de los dos sentimientos.

Sin embargo, en la pintura había un detalle que lo desconcertó. Leonardo y Giambattista estaban situados a un lado de Andrea, que estaba de pie, y la figura sentada de su esposa fallecida. Philippo se hallaba al otro lado.

—Esto es absolutamente normal —murmuró—. Al fin y al cabo, sólo hay tres hermanos, ¿qué otra cosa iban a hacer si no poner dos a un lado y uno al otro? —No obstante, era el espacio existente entre ellos lo que resultaba tan extraño. Philippo no estaba pegado a su padre, y el fondo de oscuridad formaba ahí un vacío en el que la túnica roja de Andrea se extendía un tanto burdamente, lo cual hacía que su costado izquierdo se viera mucho más grande que el derecho.

—Pero esto no es posible, no, no lo es —susurró Tonio. Sin embargo, a medida que se acercaba, la impresión de desproporción aumentaba.

¡El atuendo de Andrea ni siquiera tenía el mismo color en un lado que en el otro! Y el fondo negro que separaba su brazo del de su hijo Philippo no parecía sólido.

De manera vacilante, casi en contra de su voluntad, Tonio elevó la vela y se puso de puntillas para poder estudiar de frente aquella superficie.

Y surgiendo de aquella oscuridad, atisbando a través de ella como si se tratara de un velo, distinguió la inconfundible imagen de ése, de ése que tanto se parecía a él.

Estuvo a punto de soltar un grito. Las piernas le temblaban y tuvo que poner de nuevo los talones en el suelo y apoyar la mano izquierda en la pared. Contrajo otra vez los ojos y ahí volvía a estar una figura que se vislumbraba en el lienzo, como ocurre a menudo en los óleos en los que se ha pintado encima. Durante años no se ve nada. Luego la imagen empieza a perfilarse con un aspecto casi fantasmal.

Y eso era lo que estaba sucediendo. Se trataba del mismo joven de rostro agradable, y en el mundo de sombras que habitaba el brazo espectral de su padre se doblaba para abrazarlo.

10

La tarde siguiente, al regresar a casa, le dijeron que su madre había preguntado por él.

—Se ha despertado mientras dormías —le susurró Lena junto a la puerta—. Estaba furiosa. Ha roto sus frascos de perfume y ha empezado a arrojar cosas. Incluso yo he sufrido sus iras. Quería verte enseguida, y tú de paseo por la
piazza
.

Escuchó todo aquello casi sin poder descifrarlo, incapaz de mostrar interés alguno.

Acababa de ver a Alessandro en la
piazza
y éste se había apresurado a excusarse cariñosamente; luego desapareció antes de que él tuviera tiempo de volverle a preguntar.

Tonio no estaba seguro, incluso aunque se le presentase la oportunidad, de si quería arriesgarse a formular otra pregunta.

Un solo pensamiento le obsesionaba. Mi hermano está vivo. Justo en estos momentos se encuentra en Istanbul, vivo. Y lo que hizo para que lo desterraran de aquella casa debió de ser tan terrible que hasta su nombre y su imagen habían sido borrados. No soy el último de mi estirpe, él comparte mi ascendencia. Pero ¿por qué no se ha casado? ¿Qué atrocidad cometió para que los Treschi tuvieran que esperar un nuevo nacimiento?

—Entra y habla con ella. Hoy está mejor —dijo Lena—. Háblale, intenta convencerla de que se levante, tome un baño y se vista.

—Sí, sí —murmuró él—. Muy bien. Iré, dentro de un rato.

—No, Tonio. Ahora mismo.

—Déjame en paz, Lena —rezongó. Sin embargo se encontró atisbando por la puerta abierta la habitación sumida en la oscuridad.

—Sí, pero espera —cuchicheó Lena de repente.

—Y ahora, ¿qué pasa? —preguntó Tonio.

—No le preguntes por ese otro… ese otro que mencionaste ayer, ¿me oyes?

Era como si Lena le hubiera leído el pensamiento y durante un instante prolongado la miró fijamente. Estudió su rostro simple, arrugado y despojado de color por el paso de los años, sus ojos, pequeños e inexpresivos, no tenían la vivacidad de los de Beppo, todo lo contrario, los de Lena eran duros y planos como guijarros redondos.

Una extraña sensación se apoderó inesperadamente de él. Llevaba dos días acechándolo, pero en aquellos instantes cobró un impulso decisivo. En ella se condensaban, el miedo y los misterios, y una oscura sospecha de su infancia motivada por palabras nunca pronunciadas en aquella casa, una creciente comprensión de la juventud de su madre, de su desdicha, de la avanzada edad de su padre. No entendía el significado de aquello. Temía, y tenía buenas razones para ello, que todo estuviera relacionado, aunque tal vez el horror residía en que no lo estaba, en que fuera simplemente la vida, el modo de vivirla, esa casa y, de vez en cuando, a todos los invadía un terror sin nombre y contemplaban a los demás tras las ventanas, atrapados en un sueño de inquietud y desesperación.

Pero la vida, para ellos, era ese oscuro lugar.

No era una revelación, sino un sentimiento. Sentía impaciencia y cólera contra su madre. No puede valerse por sí misma. Rompe cosas, ¿verdad? Va dando tumbos de un lado a otro de su dormitorio, una especie de santuario.

De acuerdo, él sí se valía por sí mismo. Tenía que encontrar la respuesta. Una respuesta simple a por qué toda su vida había creído ser el único, a por qué había crecido entre fantasmas mientras aquel desertor vivía en Istanbul y gozaba de buena salud.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Lena—. ¿Por qué me miras así?

—Vete. Quiero quedarme a solas con mi madre.

—Bien. Anímala, consigue que se levante —lo urgió—. Tonio, si no lo haces, no sé cuánto tiempo más podré mantener alejado a tu padre. Esta mañana ha estado de nuevo en la puerta y ya empieza a hartarse de mis excusas, pero cómo voy a dejar que la vea en este estado…

—¿Y por qué no? —preguntó Tonio en un arrebato de ira.

—No sabes lo que dices, niño tonto —concluyó.

Cuando Tonio entró en el dormitorio de su madre, cerró la puerta a sus espaldas.

Marianna estaba sentada ante el clavicémbalo. Tenía un codo apoyado en el instrumento, el vaso y la botella a su lado y, con una mano, tocaba unas notas, rápidas y tintineantes.

Los cortinajes dejaban fuera la tarde y había tres velas encendidas. Proyectaban una sombra triple de su imagen en el suelo y en las teclas, tres hileras translúcidas de oscuridad que se movían al mismo ritmo que ella.

—¿Me quieres? —le preguntó.

—Sí —respondió él.

—Entonces, ¿por qué has salido? ¿Por qué me has dejado?

—Vendrás conmigo. A partir de ahora, saldremos a pasear cada tarde.

—¿A pasear? ¿Adónde? —musitó. Volvió a tocar las notas—. Tenías que haberme avisado de que ibas a salir.

—¿Para qué? No me hubieras hecho caso…

—¡No me hables así! —gritó ella.

Tonio se sentó a su lado en el banco acolchado. Notó el cuerpo de su madre frío, y con un olor a rancio por completo ajeno que contradecía su pálida belleza. Llevaba el cabello cepillado y a Tonio le sugirió la imagen de un gran gato negro que hubiera trepado hasta su cabeza.

—¿Conoces esta aria? —preguntó ella entre murmullos—. La de
Griselda
. ¿Por qué no me la cantas?

—Cántala conmigo.

—No, ahora no —dijo ella. Tenía razón. El vino hacía su voz del todo ingobernable.

Él se sabía la canción de memoria y empezó, pero entonó sólo a media voz, como si cantara sólo para ella, cuando de repente sintió el peso de su madre al desplomarse sobre él. Emitió un pequeño gemido, como cuando dormía.


Mamma
—dijo de repente. Dejó de tocar. Se volvió, la incorporó y observó su perfil mortecino. Por un momento lo distrajo la maraña de sombras triples que sus figuras proyectaban en el suelo—.
Mamma
, quiero pedirte que escuches una historia y me digas qué sabes de ella.

—Si es de hadas, fantasmas y brujas, tal vez me guste.

—Puede que los haya,
mamma
.

Marianna desvió la mirada y Tonio le describió con detalle a Marcello Lisani, le contó lo que había dicho y su búsqueda del cuadro.

También le describió el retrato del comedor y la burda modificación.

Y muy despacio, mientras él hablaba, ella volvió el rostro para mirarlo. Al principio no advirtió nada extraño en su expresión, sólo vio que lo escuchaba con atención.

Pero, gradualmente, su rostro empezó a alterarse. Su mirada se transformaba de forma indefinible y aquel pesado manto de lasitud y consumidora ebriedad fue disipándose.

Había en ella una cualidad casi distorsionada que se agudizaba a medida que escuchaba y daba paso a una inequívoca fascinación.

Poco a poco, Tonio sintió que el miedo crecía en su interior.

Calló. La observó como si no pudiera dar crédito a sus ojos y vio como ella se iba convirtiendo en otra persona.

Era un cambio sutil, había sido lento pero total, y lo hizo enmudecer.

Su imagen apareció ante él de una sola pieza: la bata de encaje, los pies descalzos, el rostro anguloso con los rasgados ojos bizantinos, y la boca, pequeña, incolora, temblorosa como toda en ella.

—¿
Mamma
? —musitó.

Ella le tocó la muñeca; tenía la mano ardiendo.

—¿Hay retratos suyos en esta casa? —preguntó. Su rostro reflejaba una vaguedad que la rejuvenecía, absorta por completo y sorprendentemente inocente—. ¿Dónde están?

Mientras él se lo contaba, se levantó. Se envolvió en su chal amarillo y esperó a que cogiese una vela. Luego lo siguió.

Caminaba tan abstraída que cuando ya casi habían llegado al comedor, Tonio advirtió que iba descalza y no parecía darse cuenta.

—¿Dónde? —preguntó. Él abrió las puertas y señaló el gran retrato familiar.

Contempló el cuadro y luego se volvió hacia él, confundida.

—Te lo mostraré —se apresuró a tranquilizarla—. Si lo miras muy de cerca, su figura se distingue con más claridad. Ven. —La condujo hacia el lienzo.

La vela no era necesaria. El último sol de la tarde entraba por los maineles de las ventanas y los respaldos de las sillas estaban calientes al tacto.

—Mira esta zona más oscura —le dijo, situándola delante del cuadro.

Entonces la levantó del suelo, sorprendido por lo liviana que era y por el temblor invisible que agitaba su cuerpo. Suspendida en el aire, pasó la mano por la pintura; los dedos se acercaban a la figura escondida y entonces, de pronto, la descubrió. Él notó su conmoción mientras absorbía con avidez cada detalle, como si aquella imagen que surgía lentamente, al igual que había hecho durante tantos años, en realidad luchara por abrirse camino hacia la superficie.

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