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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (4 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Y luego estaba el
ballerino
, un francés encantador que lo introducía en los remilgados pasos del minué, mientras Beppo tocaba al teclado los ritmos festivos adecuados. Tonio tuvo que aprender a besar la mano a una dama, cuándo y cómo hacer una reverencia, todos aquellos detalles que insuflaran refinamiento en los modales de un caballero.

Resultaba bastante divertido. En ocasiones, cuando estaba solo, cortaba el aire con su espada o danzaba con hermosas muchachas, imaginadas a partir de las que, de vez en cuando, veía en las estrechas calles.

Pero, a excepción de los interminables espectáculos religiosos —Semana Santa, Pascua—, de la música y el esplendor habitual de la misa de los domingos, las únicas escapadas que Tonio realizaba sólo eran a las entrañas de aquella casa, cuando huía a estancias olvidadas de la planta baja donde nadie le encontraba.

Allí, con una vela en la mano, a veces se sumergía en los gruesos volúmenes del viejo archivo, maravillado ante aquellas enmohecidas crónicas de la dilatada historia familiar. Bastaba un mero recuento de hechos y fechas, unas páginas que se quebraban peligrosamente al tacto, para encender su imaginación: cuando fuera mayor se haría a la mar, vestiría la túnica escarlata de los senadores; ni siquiera la silla del dux quedaba fuera del alcance de un Treschi.

Una sombría emoción corría por sus venas. Siguió investigando. Abría pestillos que nadie había accionado en años, levantaba antiguos cuadros de sus húmedos rincones para mirar con curiosidad caras desconocidas. Las despensas aún olían a especias antaño traídas de Oriente, en los viejos tiempos en que los barcos se detenían ante la mismísima puerta del
palazzo
y descargaban una fortuna en alfombras, joyas, especias, sedas. Y allí seguía, todavía húmeda, la cuerda de cáñamo enrollada, con trozos de caña y aquella amalgama de fragancias incitantes, seductoras.

De vez en cuando se detenía. La espectral llamita de la vela danzaba insegura a merced de las corrientes de aire. Escuchaba el rumor del agua debajo de la casa, el mortecino crujir de los pilotes. Y muy arriba, si cerraba los ojos, alcanzaba a oír a su madre llamándolo.

Allí abajo, sin embargo, estaba a salvo de todo. Las arañas caminaban de puntillas por las vigas y un repentino movimiento de la vela hacía que una telaraña pareciera dorada, repujada. Un postigo roto cedió al tocarlo, la luz grisácea de la tarde brilló empañada a través de un cristal rayado y, cuando miró hacia fuera, vio a las ratas nadar seguras y confiadas entre los desperdicios esparcidos en las lentas aguas del canal.

Se sintió triste. Tuvo miedo. De repente lo invadió una pena desconocida, un terror que despojaba de prodigio el designio de las cosas.

Su padre era demasiado viejo, su madre demasiado joven. Y en el núcleo de todo aquello parecía habitar algún horror innombrable que lo aguardaba. ¿Qué temía? Lo ignoraba. Era como si intuyera secretos en el aire que lo rodeaba. Un nombre susurrado y luego negado, alguna sutil referencia, entre los criados, a pasados problemas. No estaba seguro.

Tal vez, en definitiva, se tratara tan sólo de que, desde que él naciera, su madre había sido muy desdichada…

4

A partir del momento en que se decidió que Guido se dedicaría al mundo de la escena, en el brillante teatro de la ópera, noche tras noche, el trabajo fue abrumador. Allí observaba, cantaba en el coro si lo había, y se marchaba embriagado por los aplausos y el aroma de perfumes y polvos.

Durante aquella temporada y la siguiente, las composiciones que él había escrito fueron rechazadas, dejadas de lado en beneficio de interminables ejercicios.

No obstante, esos años estuvieron colmados de una intensidad tan espléndida que ni siquiera el despertar de la pasión consiguió desviar a Guido de su trayectoria.

Y hacía tiempo que Guido había aceptado que no podría sentir pasión alguna.

En realidad, el celibato lo atraía. Creía en los sermones que le predicaban. Como era eunuco, no le dejarían casarse, ya que el matrimonio era para engendrar hijos y el papa nunca había concedido una dispensa a un
castrato
. Así pues, viviría como un sacerdote, llevaría la única vida de virtud y gracia que le estaba permitida.

Como veía que los eunucos eran los sumos sacerdotes de la música, aceptaba esa vida de buen grado.

Si alguna vez sopesaba durante un instante el sacrificio que implicaba aquel sacerdocio, lo hacía con la muda esperanza de que jamás comprendería su alcance real.

«¿Qué significa todo eso para mí?», se preguntaba con poca convicción. Tenía una voluntad indestructible y cantar era lo único que le importaba.

Pero una noche en que había vuelto tarde del teatro, tuvo un extraño sueño en el cual se veía acariciando a una mujer que había vislumbrado en el escenario. Se trataba de una cantante menuda y regordeta. Lo que vio en el sueño fueron sus hombros desnudos, la curva de sus brazos y el punto en el que su gracioso cuello se alzaba por encima de la sinuosa plenitud. Se despertó sudando, desdichado.

En los meses siguientes, ese sueño se repetía otras dos veces. Se encontró besando a esa mujer, doblándole el brazo y besando el suave pliegue. Y una noche, al despertar, le pareció oír ruidos a su alrededor en el oscuro dormitorio, susurros, pasos. Luego, el sonido de una risa aguda y reiterativa.

Hundió la cabeza en la almohada. Una serie de imágenes desfilaron por su mente: ¿eran eunucos voluptuosos o mujeres?

Después de eso, en la capilla, no podía apartar los ojos de los pies de Gino, que estaba a su lado. El corte del cuero en el alto empeine del pie de su compañero hacía que a Guido se le formara un extraño nudo en la garganta. Contempló los músculos que se tensaban bajo las ajustadas medias de Gino. La curva de la pantorrilla le parecía hermosa, provocativa. Deseó acariciarla y, contrariado, vio que el chico se levantaba para ir a comulgar.

Una tarde de finales de verano apenas podía cantar, distraído como estaba admirando la chaqueta negra de corte ajustado que llevaba un maestro que se encontraba ante él.

Ese maestro estaba casado, tenía mujer e hijos. Iba todos los días al conservatorio a enseñar poesía y dicción, disciplinas que cualquier cantante debía dominar a fondo. «¿Por qué —se preguntó Guido— observo su chaqueta de este modo?».

Cada vez que el joven se volvía, Guido miraba la prenda que ceñía su espalda, el ajustado talle y el leve acampanado que formaba a la altura de las caderas, y también sintió deseo de tocarla. Cada línea de la prenda le hacía experimentar algo semejante a un intangible y mudo sobresalto.

Cerró los ojos y cuando los abrió de nuevo le pareció que el profesor le sonreía. El hombre se había sentado y, balanceándose en la silla, hizo un repentino movimiento con la mano para disponer más cómodamente el peso que tenía entre las piernas. Cuando miró a Guido, su expresión resplandecía de inocencia. ¿O no era así?

A la hora de la merienda sus miradas se encontraron de nuevo. Y también durante la cena, unas horas más tarde.

Cuando la oscuridad cayó, lenta y lánguidamente, sobre las montañas, y las ventanas de cristal ocre se volvieron de un negro mate, Guido se encontró recorriendo un largo pasillo que discurría ante habitaciones desde hacía mucho tiempo desocupadas.

Cuando llegó ante la puerta del maestro, vislumbró la tenue figura del joven por el rabillo del ojo. Una luz plateada procedente de una ventana abierta iluminó las manos enlazadas del hombre, su rodilla.

—¡Guido! —susurró éste desde la penumbra.

Aquello era como un sueño. No obstante, le parecía más incitador y desatinado que cualquiera de los sueños que había tenido: el áspero roce de los tacones de Guido en el suelo de piedra, el golpe apagado de una puerta que se cerraba a su espalda.

Al otro lado de la ventana, unas luces centellearon en las colinas, perdidas entre las formas cambiantes de los árboles.

El joven se levantó y cerró los postigos.

Durante un momento, Guido no vio nada; su respiración era ronca y vibrante. Luego vio de nuevo aquellas manos luminosas en las que se concentraba todo lo que quedaba de luz mientras desabrochaban la bragueta de los pantalones.

Así que el pecado secreto que él había imaginado era conocido y compartido.

Avanzó como si su cuerpo no le obedeciera. Se dejó caer de rodillas y sintió la lisa piel sin vello del abdomen del maestro antes de atraer de inmediato hacia su boca el misterio de todo aquello, aquel órgano más largo y grueso que el suyo.

No necesitó instrucciones. Notó cómo se hinchaba mientras lo acariciaba con la lengua y los dientes. Su cuerpo se estaba convirtiendo en su boca, mientras sus dedos apretaban la carne de las nalgas del maestro, impulsándolo hacia delante. Los gemidos de Guido era rítmicos, desesperados, se elevaban por encima de los pausados suspiros de su compañero.

—Oh, despacio —le susurró el maestro—, despacio. —Pero, adelantando bruscamente las caderas, presionó contra Guido todas las esencias de su cuerpo, el vello húmedo y rizado, la carne salada y almizcleña. Al sentir la cima de su yerma e inexperta pasión, Guido profirió un gutural aullido.

Pero en ese momento, mientras se asía, debilitado y tembloroso por la conmoción, a las caderas del maestro, el semen del hombre lo inundó. Llenó su boca, que Guido abrió con una sed irresistible al tiempo que su amargura y su delicioso sabor amenazaban con asfixiarlo.

Inclinó la cabeza, se desplomó hacia delante. Y en ese instante advirtió que si no se lo tragaba de inmediato, le repugnaría.

No estaba preparado para que aquello terminara de una manera tan brusca.

Y entonces la náusea que lo invadió, le obligó a apartarse al tiempo que se debatía por mantener los labios sellados y no expulsar el líquido.

—Ven —susurró el maestro, intentando coger a Guido por los hombros. Pero Guido yacía en el suelo. Se había arrastrado hasta el clavicémbalo y se metió debajo, con la frente apoyada en la fría piedra, y ese frío le alivió.

Sabía que el maestro se había arrodillado junto a él y volvió el rostro hacia el otro lado.

—Guido —le dijo el hombre con dulzura—. Guido —repitió como si le riñera. ¿Cuándo había oído antes ese mismo tono seductor?

Y al oír su propio gemido, la angustia que contenía le sorprendió.

—No, Guido, no… —El maestro se había agachado a su lado—. Escúchame, jovencito —le instó con paciencia.

Guido se tapó los oídos con las manos.

—Escúchame —insistió el hombre, pasándole la mano por la nuca—. Tú haces que se arrodillen ante ti —le susurró.

Y cuando reinó el silencio, el maestro rió. Era una risa suave, tranquila, sin ánimo de burla.

—Aprenderás —le dijo poniéndose en pie—. Aprenderás cuando en tus oídos suenen todos esos «bravos», cuando te lancen flores y alabanzas.

5

Marianna ya no le pegaba casi nunca, a sus trece años era tan alto como ella.

No había heredado su piel oscura ni sus rasgados ojos bizantinos; era de tez pálida, aunque tenía los mismos rizos negros y abundantes y la misma figura ágil y casi felina. Cuando ambos bailaban, cosa que hacían constantemente, parecían gemelos, la luz y la oscuridad, Marianna moviendo las caderas y aplaudiendo, y Tonio golpeando la pandereta al tiempo que describía rápidos círculos en torno a su madre.

Bailaban la
furlana
, la frenética danza de la calle que las doncellas les habían enseñado. Y cuando la antigua iglesia que se alzaba detrás del
palazzo
celebraba su
sagra
o feria anual, se asomaban juntos a las ventanas traseras para ver a las criadas bailando con sus faldas cortas y así aprendían mejor los pasos.

En su vida compartida, tanto si se trataba de la danza como del canto, de juegos o de libros, era Tonio quien llevaba la voz cantante.

Muy pronto advirtió que Marianna era mucho más infantil que él y que nunca había pretendido hacerle daño, pero en sus estados de ánimo más lóbregos el mundo se le caía encima, y cada vez que Tonio se acercaba a ella, asustado y lloroso, Marianna lo aterrorizaba.

Luego pasó a las bofetadas furiosas, a los aullidos, llegó incluso a lanzarle objetos desde el otro extremo de la habitación antes de taparse los oídos con las manos para no oír sus gemidos.

Sin embargo, Tonio ya había aprendido a disimular su temor en aquellas ocasiones, y se esforzaba en calmarla, en distraerla. Hacía todo lo que estaba en su mano por alejarla de sus momentos de oscuridad y entretenerla. El único remedio infalible era la música.

Marianna había crecido rodeada de música. Huérfana al poco de nacer, la habían llevado al Ospedale della Pietá, uno de los cuatro famosos conventos conservatorio de Venecia, cuya orquesta y coro, formados únicamente por muchachas, asombraban a Europa entera. Durante su infancia, un hombre de la talla de Antonio Vivaldi había sido
maestro di capella
allí y le había enseñado a cantar y a tocar el violín con sólo seis años, edad en la que ya hacía gala de un exquisito talento.

En sus aposentos se apilaban composiciones de Vivaldi. Había vocalizaciones de su puño y letra que había escrito para las chicas, y Marianna siempre conseguía las partituras de sus últimas óperas.

Desde el momento en que advirtió que Tonio había heredado su voz, lo colmó de un desesperado y amargo afecto. Le enseñó sus primeras canciones y a cantar y tocar de oído de un modo que maravillaba a sus preceptores. De vez en cuando, afirmaba:

—Si hubieras nacido sin oído, te hubiera arrojado al canal. O me hubiera arrojado yo.

Y mientras Tonio fue pequeño, la creyó.

Así, cuando Marianna atravesaba aquellos abismos, con la mirada vidriosa, cruel y el aliento apestando a vino, Tonio adoptaba una actitud despreocupada y divertida, y la atraía hacia el clavicémbalo.

—Vamos,
mamma
—decía con dulzura, como si no pasara nada—. Vamos,
mamma
, canta conmigo.

Al temprano sol de la mañana, sus habitaciones siempre tenían un aspecto encantador: la cama envuelta en seda blanca, una sucesión de espejos que reflejaban el papel de la pared, con sus querubines y guirnaldas. Le encantaban los relojes, relojes pintados de todo tipo que hacían tictac sobre cómodas, mesas y en la repisa de mármol de la chimenea.

Y allí, en medio de todo eso, estaba ella, despeinada, el vaso de olor agrio en la mano, mirándolo como si no lo conociera.

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