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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (46 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Se sentía serenado por el amor, por el amor hacia Guido, hacia Paolo, amor hacia todos los que eran sus leales amigos bajo el mismo techo, aquellos muchachos con quienes compartía trabajo, ocio, estudios, ensayos y representaciones, los únicos hermanos que conocía.

Sin embargo, la oscuridad seguía ahí.

Siempre ahí, a la espera sólo de la siguiente carta de Catrina, del insulto de aquel temerario y torpe toscano, pero durante todo ese tiempo le había resultado muy fácil evitarla.

Le parecía imposible haber confiado en que su odio y amargura lo mantendrían vivo hasta que los hijos de Carlo poblaran este mundo, lo que le permitiría volver para saldar sus cuentas.

¿En qué se había equivocado?

Algo fallaba en él, algo que le había hecho olvidar el daño infligido, los privilegios arrebatados. Se había sumergido con asombrosa facilidad en aquella rutina que constituía su vida en Nápoles y que en esos momentos se le antojaba mucho más real que su existencia anterior en Venecia.

Había vacilado ante el muchacho toscano. ¿Era por simple debilidad, o se trataba de un motivo superior y más valioso que pugnaba por revelársele?

De repente sintió la angustiosa certidumbre de que el mundo nunca le permitiría saberlo.

Le parecía del todo irreal haber vivido alguna vez en Venecia, haber visto la niebla apoderarse de aquellos inmóviles canales plomizos, o los muros que se alzaban tan juntos que amenazaban con tragarse hasta las mismísimas estrellas.

Cúpulas de plata, arcos redondeados, mosaicos que resplandecían incluso bajo la lluvia, ¿qué lugar era ése?

Cerró los ojos e intentó recordar a su madre. Intentó oír su voz, verla danzar al son de la música sobre el suelo polvoriento. ¿No recordaba una ocasión en que, al verla asomada a la ventana, se había agarrado a ella llorando? Ella cantaba una canción de la calle. ¿Pensaba acaso en Istanbul?

Extendió la mano hacia su madre. Ella se volvió para pegarle. Se sintió caer.

¿Había ocurrido de veras algo parecido?

Un instante después se hallaba de pie sobre la hierba. El terreno se desplegaba en todas direcciones. A lo lejos distinguió la silueta oscura de Guido.

Caminaba entre una gran extensión de flores diminutas que sembraban aquel vasto y hermoso lugar con hebras de nubes blancas.

La figura parecía inmóvil, con la cabeza inclinada hacia un lado, como si escuchara el sonido de los pájaros lejanos o el eco del silencio.

—Carlo —susurró—. ¡Carlo! —repitió, como si no pudiera marcharse de aquel lugar sin materializar a su padre. Cerró los ojos al tibio sol, a los campos infinitos, y se imaginaba en aquella ciudad que tan bien conocía, al acecho, felino, mortal, hasta que en algún rincón oscuro e inesperado se encontraba con él y en su rostro se combinaban el sobresalto y el horror.

Oh, Dios mío, ¿qué daría yo por poder vivir un día, sólo un día, con ese cáliz lejos de mí?

13

Pasaron otros siete meses antes de que Tonio recibiera una carta de la propia Marianna en la que le anunciaba que había dado a luz a su segundo hijo.

Cuando vio la misiva se quedó tan turbado que la llevó todo el día consigo, sólo se decidió a abrirla cuando estuvo a solas a la orilla del mar.

Le pareció que el rugido de las olas amortiguaría la voz de Marianna, tan amenazadora como la canción de las sirenas.

No pasa ni una hora sin que piense en ti, sin que sufra por ti y no me culpe de tu temeraria y terrible acción. Todavía albergo la esperanza de que un día vuelvas a mi lado, por más que protestes, por más imprudente y rencorosa que sea tu actitud.

Tu hermano pequeño, Marcello Antonio Treschi, nació en esta casa hace una semana, pero ningún niño ocupa tu lugar en mi corazón.

Faltaban poco días para el debut de Tonio como protagonista de una ópera que Guido había compuesto para el teatro del conservatorio. Y era consciente de que si no olvidaba aquella carta, sería incapaz de actuar.

Se entregó a aquella tarea casi con terquedad a medida que la producción avanzaba. Finalmente, su fuerza de voluntad salió vencedora: aquella noche sólo la música ocupaba su mente. Él era Tonio Treschi, estudiante del conservatorio, y en la intimidad, cuando el eco de los aplausos quedó silenciado por el arrebato de la pasión, apareció su otro yo: el amante de Guido.

No obstante, en los días que siguieron a ese pequeño triunfo, la obsesión por su madre volvió a dominarlo, aunque poco quedaba de su amor por ella, del tributo brindado a su belleza y de su ocasional ternura.

Marianna era la esposa de Carlo, le pertenecía, ¿cómo había confiado en él? Sin embargo, lo había hecho, sin duda.

A pesar de la ira que casi le cegaba, Tonio sabía la respuesta: había creído las mentiras de Carlo porque no le quedaba otro remedio, había confiado en él para seguir viviendo, había creído en él para huir de su habitación vacía y de su cama desierta. ¿Qué hubiera sido de ella en aquella casa sin Carlo?

A veces, cuando aquellos pensamientos se desataban en su cabeza, no podía eludir el recuerdo de aquellos largos años de infelicidad a los que su madre había sido condenada, de su soledad, de aquellos destellos de crueldad que incluso en la memoria le producían escalofríos.

Encerrada en un convento hubiera perecido, estaba seguro, y su hermano, su poderoso y audaz hermano, su agraviado, virtuoso y voluntarioso hermano hubiese tomado otra esposa en su lugar.

No, se enfrentaba a una opción imposible, y vivir con aquel hombre sin contar con su amor hubiera sido tan insoportable como la celda del convento. Ella tenía que gozar del amor de aquel hombre, de su protección y su apellido. Al fin y al cabo, ¿qué habían significado para ella el nombre y la protección en el pasado?

—Y yo la devolveré de nuevo a su soledad —musitó—. La haré regresar al claustro… —Se la imaginó de nuevo con el velo negro de viuda.

Aquel destino le resultaba más real que las imágenes de bebés y bautizos que le evocaban las cartas, la visión de una existencia dichosa que a él le había sido negada.

Marianna se volvió hacia él, lo insultó. Con los puños apretados, lo maldijo. Tonio oyó sus gritos a través del tiempo y el espacio, abarcando incluso la leve visión de un futuro imaginario: «Estoy desamparada», y su ira avanzaba inexorable hacia ella, de modo que quedaba convertida en una sombra que en nada afectaba al futuro que lo aguardaba, como tampoco antes había afectado al pasado.

Ella lo había perdido, lo había perdido irremisiblemente, y sin embargo los ojos de Tonio se empañaban cuando pensaba en su madre. Se descubrió volviendo la espalda, con el pulso acelerado, al espectáculo cotidiano de aquellas mujeres vestidas de luto en las iglesias de todas partes, viudas ancianas y jóvenes encendiendo las velas, arrodilladas ante los altares y que caminaban formando negros enjambres, acompañadas de sus viejas criadas, por las calles.

Empezaron a llegarle invitaciones para cantar en cenas y conciertos privados. Una vez se aventuró a hacerlo en casa de la anciana marquesa a quien había conocido en su primera fiesta en la residencia de la condesa Lamberti.

Pero a medida que pasaba el tiempo, se limitaba a excusarse, sin importarle.

Naturalmente, Guido estaba furioso.

—¡Tienen que escucharte! —insistía—. Tienen que verte y escucharte en los grandes teatros, Tonio, los visitantes extranjeros deben conocerte, ¿comprendes?

—Bueno, que vengan a verme y a escucharme aquí —se apresuraba a responder Tonio, y echaba la culpa a sus rigurosos horarios—. Esperas demasiado de mí —dijo con convicción—. Además, el maestro siempre se queja de que los chicos salen y beben demasiado y…

—Oh, calla —replicó Guido con desdén.

Por propia decisión el conservatorio se convirtió en el único lugar donde Tonio actuaba. Sólo salía para acudir a las clases de esgrima y nunca aceptó las invitaciones de los otros jóvenes para salir a beber o de caza.

No dejaba de asombrarle el hecho de ver a su amiga de rubios cabellos. La chica se hallaba en la iglesia de los Franciscanos cuando Tonio acudió con los demás chicos para dar su concierto habitual. La descubrió en el teatro San Carlos, acomodada como una reina en el palco de la condesa. Miraba el escenario del mismo modo que lo hacían los ingleses, y parecía totalmente absorta en la música. Y acudía al conservatorio siempre que actuaba Tonio.

De vez en cuando, Tonio volvía a casa de la condesa con un propósito, aunque nunca se atrevió a admitirlo ante sí mismo. Iba a la capilla y contemplaba aquellos delicados murales de tonos oscuros, la virgen de rostro ovalado, los ángeles de alas rígidas, los fornidos santos. Siempre lo hacía cuando ya era tarde y había bebido más de la cuenta. A veces, en el salón de baile, la miraba con tanta audacia y durante tanto rato que a buen seguro su familia debía de sentirse ofendida.

Pero no era así.

Su vida en el conservatorio era lo que más lo llenaba; nada alteraba su programa de estudios, su felicidad cotidiana, excepto las largas cartas de su prima Catrina, quien, pese al hecho de que él casi nunca respondía, se mostraba cada vez más osada.

Las recibía siempre a través del mismo veneciano de la embajada, y se trataba de cartas dirigidas exclusivamente a Tonio.

También ella le informaba del nacimiento del segundo niño de Marianna, y se limitaba a decir que era tan sano y hermoso como el primero.

Los bastardos de Carlo superan con mucho el número de sus hijos legítimos, o al menos eso me han dicho, ya que, al parecer, ni siquiera sus brillantes éxitos en el Senado y en el Consejo impiden su goce casi constante de las mujeres.

Sin embargo tu madre lo adora y no se queja de nada.

Todos se maravillan de su vigor, su fuerza, su capacidad para el trabajo y la diversión desde el amanecer hasta que suenan las campanadas de medianoche. Cuando le expresan su admiración, él siempre responde sin vacilar que el exilio y la desgracia se han aunado para enseñarle a saborear la vida de la que ahora disfruta.

Sin embargo, ante la mera mención de su hermano Tonio, se echa a llorar. Oh, cómo se alegra de que las cosas te vayan bien, y pese a toda esa dicha, no deja de interesarse por tus progresos en el canto y en el manejo de la espada.

«El escenario —me dice—, ¿crees que realmente lo conseguirá algún día?». Y me confiesa que intuye en ti un temperamento parecido al de Alessandro, tu antiguo maestro.

Yo le comento que tu modelo es Caffarelli, y tendrías que ver la cara que pone.

¡Le gustaría que todo el mundo se compadeciera de él! ¿Lo puedes creer? Me recrimina que no sepa entender el suplicio que representa para él el recuerdo de este terrible infortunio.

«¿Y los duelos? —me dice—. ¿Qué son todos esos duelos? Yo sólo deseo que viva en paz.»

«Sí, pero sólo en la tumba se halla la auténtica paz», le contesto. Y eso desata de nuevo sus emociones y se marcha hecho un mar de lágrimas.

Aunque luego vuelve, fortalecido por el vino, complacido y cansado de los juegos de azar. Y con ojos turbios me condena por mi acritud, sí, y me confiesa que a menudo se pregunta si no hubiera sido mejor que el cirujano le hubiese causado un daño mayor a su desgraciado hermano Tonio a fin de que pudieras descansar en paz.

«¿Pero cómo? —le contesto riendo—, qué idea más descabellada. Pero si le va de maravilla en todos los aspectos.»

«¿Y si lo matan en uno de esos estúpidos duelos? Ese temor ocupa mi pensamiento día y noche. No deberías haberle mandado las espadas que te pidió.»

«Las espadas se pueden comprar en cualquier parte», le recuerdo.

«Oh, mi pobre hermano —se lamenta con tanta emoción que arrancaría las lágrimas de cualquier público—. ¡Nadie sabe por lo que estoy pasando!» Y entonces me vuelve la espalda despectivo, como si no pudiera confiar a alguien tan estúpido y poco compasivo el auténtico alcance de sus lamentos.

Tonio, te suplico que seas juicioso y prudente. Si le llegan más rumores sobre tu destreza con las espadas, tal vez se decida a mandar un par de
bravi
a Nápoles para que te protejan. Y me parece que la compañía de esos hombres sería un engorro. Tonio, ve con cuidado y sé prudente.

En cuanto a la voz, ¿quién puede cuestionar el don que Dios te ha dado? Por las noches, tumbada en mi cama, oigo tu voz. Cómo me gustaría poder escucharla de nuevo y abrazarte para demostrarte que mi amor no ha disminuido lo más mínimo. Tu hermano es un estúpido incapaz de imaginar tus logros futuros.

Tonio guardó aquella carta mucho tiempo antes de quemarla, como había hecho con tantas otras.

La carta lo había divertido y fascinado de un modo extraño, y atizó su odio hacia Carlo con una llama nueva y más ardiente.

¡Con qué claridad veía a su hermano apurar el cáliz de la vida que le ofrecía Venecia! Se lo imaginaba moviéndose por los salones de baile, asistiendo al Senado, al Ridotto, y abandonándose en brazos de una cortesana.

Los consejos de Catrina no influyeron en absoluto en Tonio, que no introdujo ningún cambio en su vida.

Se dedicaba con más entrega que nunca a la esgrima. Y cuando tenía tiempo, perfeccionaba su puntería con la pistola. A solas en su habitación, seguía adiestrándose en el manejo del puñal a pesar de que el privilegio de clavarlo en la carne de un enemigo le estuviera vedado.

Pero Tonio sabía que su interés por el manejo de las armas o la actitud combativa que había demostrado ante Giacomo Lisani no se debían a una personalidad especialmente valerosa o beligerante.

Simplemente, no podía esconder ante el mundo lo que era.

Cada vez con más frecuencia, las miradas que se cruzaban con la suya le hacían saber que conocían su condición de eunuco. Y las miradas de los jóvenes napolitanos le confirmaban que se había ganado su respeto incondicional.

Por lo que al escenario se refería, ser otro Caffarelli, como Catrina tan generosamente había dicho, constituía su mayor deseo a la vez que le provocaba tanto temor que en ocasiones su mente lo desconcertaba.

Se sentía embriagado por los aplausos, el maquillaje, el brillo de los hermosos decorados, y por aquel instante único en que oía su propia voz alzarse por encima de las demás, tejiendo su esquiva y poderosa magia para quienes quisieran escucharla.

Sin embargo, la perspectiva de actuar en grandes teatros lo llenaba de un extraño miedo, excitante y desconocido.

—¡Dos niños en dos años!

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