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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (43 page)

BOOK: Un grito al cielo
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—Pero también debo que admitir que sorprendiste a todo el mundo con esa cantata de Navidad —añadió—. La música es la sangre y el latido de este lugar, y si no hubieras tenido talento, no habrías causado tan grata impresión.

Tonio protestó. No quería renunciar a aquella vista de la montaña, no quería dejar aquella acogedora estancia de la buhardilla.

Pero cuando advirtió que todas aquellas habitaciones del primer piso se comunicaban entre sí a través de puertas, y que la suya quedaba junto al dormitorio de Guido, aceptó. Salió a comprar muebles para decorarla a su gusto.

El maestro se asombró al ver los tesoros que entraron por la puerta principal: un candelabro de cristal de Murano, palmatorias de plata, cofres esmaltados, una cama artesonada con dosel de terciopelo verde, alfombras orientales y por último un magnífico clavicémbalo con un teclado doble y una gran caja triangular, decorado con pinturas de sátiros galopantes y ninfas, bajo un suave barniz, en ocre, dorado y verde oliva.

En realidad, era un regalo para Guido, aunque dárselo nada más llegar hubiera resultado indiscreto.

Por la noche, cuando las cortinas de las ventanas que daban al claustro estaban corridas, y los pasillos resonaban con débiles y disonantes sonidos, nadie sabía quién dormía en qué cama ni quién entraba o salía de cada habitación, y el amor de Guido permaneció en secreto como hasta entonces.

Mientras tanto, Guido trabajaba con ahínco en la creación de un
Pasticcio
para Pascua, tarea que el
maestro de capella
le había confiado como resultado de su éxito en Navidad. Ese
Pasticcio
era una ópera completa en la cual prácticamente todos los actos eran revisiones de obras famosas anteriores. Zeno utilizaría música de Scarlatti para la primera parte del libreto, la segunda se basaría en composiciones de Vivaldi y así sucesivamente, pero a Guido se le concedía el honor de escribir el acto final.

Habría papeles para Tonio y para Paolo, cuyo soprano alto y dulce asombraba a cuantos lo escuchaban, y para otro prometedor estudiante llamado Gaetano, asignado a Guido como reconocimiento a su trabajo en Navidad.

Guido se hallaba en un estado de éxtasis. Tonio enseguida comprendió que, aunque podía pagar a Guido todo su tiempo para que le diera clases particulares, Guido deseaba el reconocimiento del maestro por el resultado obtenido con sus alumnos y sus composiciones, Guido avanzaba en la realización de algunos de sus sueños.

El día que el maestro aceptó el
Pasticcio
, la euforia de Guido llegó hasta tal punto que tiró al aire todas las páginas de la partitura.

Tonio se arrodilló para recogerlas y entonces le hizo prometer que los llevaría a él y a Paolo un par de días a la vecina isla de Capri.

Cuando le dijeron que iría con ellos, Paolo rebosaba de excitación. Era un muchacho cariñoso y que se hacía querer, con la cara redonda, la nariz chata y un manojo de indómito cabello castaño. Tarde por la noche, en la posada, Tonio le daba conversación, entristeciéndose al descubrir que el chico no recordaba a sus padres, sólo una sucesión de orfanatos, y al viejo maestro del coro que le había prometido que la operación no sería dolorosa, lo cual resultó ser mentira.

A medida que avanzaba la Cuaresma, Tonio iba adivinando qué triunfo anhelaba Guido: Tonio tenía que salir al escenario pero no con el coro, él solo.

No sería peor que en la capilla, ni que las procesiones que pasaban entre la gente de la calle camino de la iglesia.

Sin embargo, la perspectiva lo deprimía. Pensaba en el público y lo invadía un dolor casi físico cuando se imaginaba saliendo al escenario, ante las luces, la conocida sensación de desnudez, de vulnerabilidad, de… ¿qué? ¿De pertenecer a otros? ¿De ser objeto destinado a complacer a los demás, en vez de ser una persona que debe ser complacida?

A pesar de todo lo deseaba con todas sus fuerzas. Deseaba el dolor y el brillo y el entusiasmo, y recordó que, mientras Domenico cantaba, se había prometido que algún día superaría a su compañero.

Pero cuando por fin abrió la partitura de Guido y supo que tendría que hacer un papel de mujer, se quedó atónito.

Estaba completamente solo.

Había pedido permiso para llevarse la partitura al pequeño teatro vacío y practicar allí oyendo cómo su voz llenaba el lugar.

En el vestíbulo se filtraban unos rayos de luz solar, los palcos vacíos se veían huecos y oscuros, y el escenario, desposeído incluso de las cortinas, dejaba al descubierto el mobiliario y los decorados.

Al sentarse al clavicémbalo y mirar la partitura que tenía ante sí, experimentó la instantánea y nítida sensación de que lo habían traicionado.

No obstante, casi veía el rostro asombrado de Guido cuando se enfrentó a él. Guido no lo había hecho con el propósito de humillarlo, sino que se limitaba a proporcionarle todas las oportunidades de aprendizaje.

Obligó a sus manos a tocar la primeras notas, liberó toda la potencia de su voz y oyó cómo las frases iníciales llenaban el pequeño teatro. En su mente cobró vida toda la representación. Sintió a la multitud, oyó la orquesta, y vio a la muchacha rubia en primera fila.

Él se hallaba en el centro de aquel espléndido horror, un hombre vestido de mujer. No, no eres un hombre, lo habías olvidado. Sonrió. Al recordarlo, Domenico le parecía inocente, sublime y poderoso en sumo grado.

Notó que la voz se le secaba en la garganta.

Sabía que debía hacerlo. Que tenía que aceptar la situación. Ésa era la lección aprendida en la montaña, y dentro de los pétalos abiertos de aquel nuevo terror se encontraba la semilla de una fuerza mayor. Deseó poder regresar a la montaña. Deseó comprender por qué lo había ayudado y transformado en aquella ocasión.

Sin perder un instante, se puso en pie y cerró el clavicémbalo.

Buscó un lápiz en el dormitorio de Guido y escribió su mensaje en la primera página de la partitura: «No puedo interpretar papeles de mujer, ni ahora ni nunca. No pienso interpretar ese papel si no lo modificas».

Cuando Guido volvió, podía haberse enzarzado en una discusión, pero Tonio mantuvo un obstinado silencio. Conocía todos los argumentos: los
castrati
interpretaban papeles de mujer en todas partes, ¿pensaba que podría ir por el mundo cantando sólo papeles masculinos? ¿No comprendía que aquello implicaba un sacrificio? ¿Que no siempre podría elegir?

Tonio, finalmente, alzó la vista y en voz baja, dijo:

—No lo haré, Guido.

Guido se había marchado. Había ido a pedir permiso al maestro para reescribir, para modificar por completo el último acto.

Había transcurrido una hora desde que se había ido.

En la garganta de Tonio persistía aquella sequedad, aquella sensación de espesor desconocida. Le resultaba imposible cantar, y todas las vagas imágenes de la montaña y la noche que pasó allí no le servían de consuelo. Estaba asustado. Se sentía arrastrado hacia un sentimiento que lo destruiría por completo, y que hasta entonces no había previsto. Ser todo lo simple y manejable que un castrado debía ser, eso representaría la muerte. Siempre estaría dividido. Siempre existiría dolor. Dolor y placer, que se amalgamaban y le provocaban distintas reacciones, le daban forma pero sin que uno se impusiera jamás al otro. Nunca habría paz.

Cuando Guido regresó, no esperaba que lo hiciera en una actitud tan cabizbaja, y enseguida intuyó que ocurría algo. Guido permaneció sentado un buen rato ante su escritorio sin decir palabra.

—Le ha dado el papel principal a Benedetto, su alumno —anunció al fin—. Dice que tú puedes cantar en el último acto el aria que escribí para Paolo.

Tonio pugnaba por encontrar las palabras, quería decir que lo sentía, y que era consciente de que lo había decepcionado profundamente.

—Es tu música, Guido —murmuró—, y todo el mundo la escuchará…

—¡Pero yo quería que la escucharan cantada por ti, tú eres mi alumno, quería que te escucharan!

11

El
Pasticcio
de Pascua fue un éxito. Tonio colaboró en las revisiones del libreto, echó una mano con el vestuario, y trabajó entre bastidores en todos los ensayos hasta el agotamiento.

Habría un lleno absoluto y era la primera vez que Guido iba a tocar allí. Tonio le había comprado una peluca nueva para la ocasión y una elegante chaqueta de brocado color burdeos.

Guido había reescrito la canción para él. Era un
aria cantabile
traspasada de una exquisita ternura y perfecta para el talento cada vez mayor de su alumno.

Cuando Tonio salió al escenario, deseó fervientemente que la ya conocida sensación de vulnerabilidad se transmutara en regocijo, en una embriagadora conciencia de la confusa belleza que le rodeaba, las caras expectantes por doquier y la obvia e indudable potencia de su propia voz.

Respiró hondo y con calma antes de empezar, sintió la tristeza del aria y entonces se lanzó de lleno con la esperanza de conmover al público hasta las lágrimas.

Pero cuando vio que lo había conseguido, que los espectadores que tenía delante estaban llorando, se quedó tan asombrado que casi se le olvidó abandonar el escenario.

La joven de rubios cabellos también estaba allí, tal como Tonio había sospechado. La vio paralizada, con la mirada fija en él. El triunfo casi superaba todas las expectativas de Tonio.

Pero ésa era la noche de Guido, el debut de Guido ante un público de sofisticados napolitanos, y cuando Tonio lo vio saludar, desechó de su mente todo lo demás.

Aquella noche, más tarde, en casa de la condesa Lamberti, se encontró con la muchacha rubia de nuevo.

El palacio estaba atestado de gente. La Cuaresma había terminado y todo el mundo quería bailar, beber, y como la velada en el conservatorio había sido un éxito, todos los músicos eran bien recibidos en la fiesta. Tonio, vagando de acá para allá con el vaso en la mano, descubrió a la chica que entraba por una puerta. Iba del brazo de un caballero muy anciano de tez oscura, pero cuando sus miradas se cruzaron, ella lo saludó levemente con un gesto. Luego se fue a bailar.

Nadie se dio cuenta, por supuesto. Nadie lo hubiera considerado importante, pero a Tonio la cabeza le empezó a dar vueltas. Se alejó de ella lo más deprisa que pudo preguntándose incluso críticamente y con repentino mal humor por qué estaba ella allí. A fin de cuentas era tan joven… Seguro que no estaba casada, y casi todas las chicas italianas de su edad estaban encerradas en conventos. Era raro que asistieran a un baile.

Su futura esposa, Francesca Lisani, había permanecido tanto tiempo enclaustrada que cuando le anunciaron que se casaría con ella, ni siquiera recordaba su cara. Pero estaba tan hermosa la tarde que por fin se vieron en el convento… aunque fuera a través de una reja… ¿Por qué se había sorprendido tanto?, pensó en esos instantes. Al fin y al cabo era hija de Catrina.

¿Para qué pensar en todo eso? Le resultaba irreal, o mejor dicho, a ratos le parecía irreal y a ratos intensamente real. En cualquier caso, la única verdad abrumadoramente objetiva era que cada vez que hacía una pausa, alguien lo felicitaba por su actuación.

Elegantes caballeros a los que no conocía, con el bastón en una mano y un delicado pañuelo de encaje en la otra, le hacían reverencias, le aseguraban que había estado magnífico, que tenían grandes esperanzas puestas en él. ¡Grandes esperanzas! Las damas le sonreían, y bajaban momentáneamente aquellos espléndidos abanicos pintados, dándole a entender que si lo deseaba, podía sentarse con ellas.

¿Y Guido? ¿Dónde estaba Guido? Guido estaba rodeado de gente, y se reía, cogido del brazo de la condesa Lamberti.

Tonio se detuvo, bebió con torpeza un buen trago de vino blanco y continuó su paseo. Llegaban más invitados y por la puerta principal se coló una corriente de aire fresco.

Apoyó el hombro contra el marco esculpido en madera de un gran espejo, y de pronto advirtió que había sido durante su último día en Venecia cuando vio a su futura esposa. ¡Oh, ese día habían ocurrido tantas cosas!, se había acostado con Catrina, había cantado en San Marco.

Aquellos recuerdos eran una agonía. ¿Cuánto tiempo llevaba en Nápoles? ¡Casi un año!

Cuando vio que Guido lo llamaba con una seña, se acercó a él.

—¿Has visto a ese hombrecillo de ahí, el ruso? Es el conde Sherzinski —susurró Guido—. Es un aficionado con mucho talento. He compuesto una sonata para él. Tal vez la interprete después.

—Eso es estupendo —dijo Tonio—, pero ¿por qué no la tocas tú mismo?

—No. —Guido sacudió la cabeza—. Es demasiado pronto. Acaban de descubrir que soy algo más que… —Pero se tragó las palabras y Tonio le apretó la mano con disimulo.

Habían llegado más músicos del conservatorio. Guido se alejaba y Pietro, el rubio
castrato
milanés, se acercó a Tonio.

—Esta noche has estado maravilloso —le dijo—. Cada vez que cantas aprendemos algo nuevo de ti.

Tonio vio a lo lejos a Benedetto, el nuevo discípulo que había interpretado el papel que en principio estaba reservado para él. Benedetto pasó junto a ellos sin mirarlos.

—Ha sido su noche —comentó Tonio con aire resignado—, y la de Guido, por descontado.

Había ayudado a Benedetto con su vestuario, le había puesto la peluca de rizos y las cintas en el cabello. Qué desdeñoso se había mostrado éste con los que estaban a su alrededor, y a Tonio lo había tratado como a un criado. Estaba muy orgulloso de sus largas y perfectas uñas ovaladas, todas ellas con su pálida media luna en la base. Debía de habérselas pulido al quedarse a solas, pues en el escenario brillaban como si se las hubiera esmaltado. Sin embargo, había en su talante algo encallecido, famélico, y los encajes y las joyas falsas no llegaban a transformarlo, aunque él los llevaba sin el menor reparo. ¿Qué pensaría, se preguntaba Tonio, si supiera que he renunciado a ese papel por no ponerme esa ropa?

—Ha estado bien, siempre estará bien —dijo Pietro dedicando a Benedetto una mirada de fría aprobación.

Condujo a Tonio a la sala de billar.

—Quiero hablar contigo, Tonio —le dijo. Desde donde estaban se veía la sala de baile y la larga hilera de los que danzaban el minuet, aunque la música llegaba allí baja y distorsionada. En determinados momentos, cuando el murmullo de las conversaciones se intensificaba, aquellos hombres y mujeres de espléndidos atuendos parecían bailar sin música.

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