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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (44 page)

BOOK: Un grito al cielo
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—Es sobre Giovanni, Tonio. Ya sabes que el maestro quiere que se quede un año más, porque piensa que no está lo bastante preparado para el escenario, pero a Giovanni le han ofrecido un puesto en un coro de Roma y quiere aceptarlo. Si se tratara de la capilla papal, el maestro diría que sí, pero como no lo es, ha arrugado la nariz… ¿Tú que crees, Tonio?

—No lo sé —respondió éste, pero sí lo sabía. Giovanni nunca había tenido talento suficiente para el escenario, lo supo la primera vez que lo escuchó.

La chica del cabello dorado apareció, enmarcada en una arcada distante. ¿Llevaba el mismo vestido violeta? ¿El mismo que había llevado hacía casi un año? Su cintura parecía tan estrecha que Tonio hubiera podido abarcarla fácilmente con las manos. La redondez de sus pechos se adivinaba perfecta y radiante, y la piel de éstos tan delicada como la de sus mejillas. Sus cejas, inexplicablemente, no eran rubias, sino oscuras, a juego con el azul de sus ojos, y eso era lo que le daba un aspecto tan serio. Tonio distinguía con toda claridad su expresión, el ceño algo fruncido y el mohín algo disgustado de su labio inferior.

—Pero, Tonio, Giovanni quiere ir a Roma, eso es lo peor de todo. A Giovanni el escenario nunca le ha gustado, ni le gustará. Lo que siempre ha soñado es cantar en la iglesia. De niño ya fantaseaba con la idea de…

—¿Y qué quieres que yo haga? —preguntó Tonio con una sonrisa.

—Puedes darnos tu opinión, Tonio —respondió Pietro—. ¿Crees que Giovanni llegará a triunfar algún día en la Ópera?

—Lo que debes hacer es preguntarle a Guido.

—Pero, Tonio, no lo comprendes. El maestro Guido nunca podría contradecir al
maestro di capella
, y Giovanni desea con toda su alma ir a Roma. Tiene diecinueve años, lleva aquí tiempo suficiente, es la mejor oferta que jamás haya recibido.

Entre ellos se hizo un breve silencio. La chica se volvió, hizo una reverencia, tomó la mano de su compañero de baile y siguió a la hilera de bailarines, con la falda ondulándose a su alrededor. De repente, Pietro se echó a reír y le dio a Tonio un leve codazo en las costillas.

—Así que ésa es la que te gusta, ¿eh? —le susurró.

—No, no, en absoluto. —Tonio se ruborizó. Tenía que controlar su enojo—. Ni siquiera sé quién es. Sólo la estaba admirando.

Fingió indiferencia hasta donde le fue posible. Llamó a un camarero, cogió un vaso de vino blanco y lo levantó hacia la luz como si el reflejo del cristal bañado por el líquido lo fascinara.

—Adúlala, y tal vez te haga un retrato —dijo Pietro—. Si la dejaras, te pintaría desnudo.

—¿Qué estás diciendo? —inquirió Tonio, airado.

—Pinta hombres desnudos. —Pietro rió. Parecía disfrutar de lo lindo con aquellas bromas—. Claro está que son ángeles y santos, pero no llevan mucha ropa. Si no me crees, ve a visitar la capilla de la condesa. Todos los murales del altar son obra suya.

—¡Pero si es muy joven!

—¡Sí, lo es! —convino Pietro con una amplia sonrisa.

—¿Y cómo se llama?

—No lo sé, pregúntaselo a la condesa. Son algo parientes. Yo en tu lugar me fijaría en una dama más madura. Las chicas como ésa sólo traen problemas…

—Bueno, la verdad es que me da exactamente igual —dijo Tonio con brusquedad.

Una pintora de murales. La idea lo turbó, lo cautivó, le otorgaba un carácter nuevo y sensual, y de repente su aire negligente se le antojó mucho más seductor. Se la veía concentrada en algo ajeno a su belleza y al escudo que ésta le brindaba. ¡Era tan hermosa! ¿Había sido Rosalba, la pintora veneciana, tan hermosa? Y si era así, ¿por qué pintaba? Pensar en ello era una estupidez. ¿Qué más le daba a él si era la mejor pintora de toda Italia? Sin embargo, la idea de verla con un pincel en la mano lo llenaba de una deliciosa excitación.

El rostro de Pietro le pareció de pronto muy vulnerable y Tonio lo miró como si lo viera por primera vez. Empezaba a comprender sus palabras. Para Giovanni, aquella cuestión era crucial. Podía determinar el curso de su vida, y Pietro se había dirigido a él en busca de ayuda. Tonio estaba asombrado, aunque no era la primera vez que otros le pedían consejo.

—Tonio, si hablas con él, hará lo que tú le digas —dijo Pietro—. Yo creo que debería ir a Roma, pero a mí no me escuchará. Si sigue intentando triunfar en la Ópera fracasará y se sentirá humillado.

—De acuerdo, Pietro —asintió Tonio—. Hablaré con él.

La muchacha rubia había desaparecido. El baile había terminado. No la veía por ninguna parte. De pronto la distinguió a lo lejos, mientras ella se dirigía hacia la puerta, todavía del brazo de aquel caballero anciano. Se va, pensó, y lo transportó un agudo pesar al verla partir. No se trataba del mismo vestido violeta, por supuesto, sino de otro del mismo color, compuesto por amplias faldas, recogidas con manojos de pequeñas flores. Debía de gustarle ese color…

¿Y Giovanni? ¿Qué iba a decirle a Giovanni? Le haría expresar la respuesta por sí mismo y luego lo instaría a seguir sus propias convicciones.

La responsabilidad que había asumido empezaba a preocuparle, pero sobre todo experimentaba un hondo sentimiento de cariño hacia todos los chicos que a menudo se dirigían a él dispensándole un trato casi de líder. Le parecía estar muy cerca de ellos, y no sólo de los
castrati
. No hacía mucho, el estudiante compositor Morello le había dado una copia de su reciente
Stabat Mater
con una nota que decía: «Tal vez algún día lo cantes». Y hacía poco, Guido le había permitido por segunda vez encargarse de la instrucción de los chicos más pequeños, y la experiencia le había encantado, sobre todo al comprobar lo mucho que le respetaban.

Bueno, ¿por dónde iba? Ah sí, algo relacionado con la capilla, la capilla de la condesa, ¿dónde estaba? El vino se le había subido a la cabeza, y la propia condesa parecía haberse esfumado. Claro que cualquiera de los criados sabría decirle dónde se encontraba la capilla. Guido también lo sabría. ¿Y dónde estaba Guido? Intuyó que no debía hacerle esa pregunta a Guido.

—Estoy como una cuba —susurró. Y al ver su reflejo en un cristal, exclamó—: ¡El hijo de tu madre!

Le pareció encontrarse en un salón vacío y sintió la necesidad de tumbarse, pero cuando otro sirviente se le acercó con el inevitable vino blanco, se lo bebió. Luego le tocó el brazo y le preguntó:

—La capilla, ¿dónde está? ¿Está abierta para los invitados?

Lo siguiente que recordaba era que seguía al hombre por las amplias escaleras centrales de la casa y por un largo pasillo hasta una puerta de doble hoja. La intriga le agitó el pulso. Vio que el criado alzaba la vela hasta los candelabros de la pared y luego se quedó solo en la capilla.

Era hermosa, ricamente adornada y realzada por prodigiosos detalles. Siguiendo la tradición napolitana había oro por todos lados, arcos labrados y columnas estriadas que ribeteaban los techos y ventanas con relucientes arabescos. Las estatuas de tamaño natural llevaban túnicas auténticas de terciopelo y satén. Y el mantel del altar estaba incrustado con piedras preciosas.

Recorrió el pasillo en silencio. Y en silencio se arrodilló en el cojín de terciopelo del comulgatorio y juntó las manos en actitud de rezar.

A la tenue luz vio los murales que vibraban sobre él, y le resultaba increíble que ella hubiese pintado aquellas inmensas y espléndidas imágenes: la Virgen María subiendo a los cielos, ángeles de alas arqueadas, santos de cabellos grises.

Robustas, poderosas, aquellas figuras parecían a punto de cobrar vida, y mientras las contemplaba sintió una oleada de amor por ella y se la imaginó a su lado, enfrascados ambos en una apasionada conversación en la que, por fin, escuchaba su voz. Oh, si un día pudiera pasar cerca de ella en la pista de baile y oírla hablar con su acompañante… En lo alto, el cabello oscuro de la Virgen le caía en ondas hasta los hombros, su rostro era un óvalo perfecto con los párpados entornados. ¿De veras era ella la autora? Resultaba difícil de creer que aquella exquisita imagen hubiera sido creada por el ser humano. Cerró los ojos.

Apoyó la frente en la mano derecha. Un cúmulo se sensaciones lo invadía. Se sentía desgraciado y obligado a darle a Guido una explicación de por qué había ido a aquel lugar.

—Sólo te amo a ti —susurró.

Aturdido por el vino, mareado, caminó con torpeza desde el altar hasta las puertas. De no haber encontrado un sofá en un saloncito del piso de arriba, se hubiese desplomado.

Se tumbó y cerró los ojos, y entonces oyó a su madre decir con toda claridad: «Tenía que haberme escapado a la Ópera», y se durmió.

Cuando se despertó todo estaba en silencio. Sin duda la fiesta ya había terminado. Se levantó con rapidez y se dirigió a lo alto de la escalera. Guido estaría furioso con él. Debía de haber vuelto solo a casa.

Únicamente quedaban unos pocos invitados esparcidos por las inmensas habitaciones y, en el piso de abajo, los criados recogían en silencio las servilletas y los vasos en bandejas de plata. El aire olía a tabaco, y un clavicembalista solitario, un aficionado, tocaba una animada cancioncilla.

Todavía había allí tres de los violinistas, hablando entre sí, y cuando Tonio reconoció a Francesco entre ellos, bajó las escaleras a toda prisa.

—¿Has visto a Guido? —preguntó—. ¿Ha vuelto a casa?

Francesco estaba muy cansado, aquella noche había tenido que tocar en dos sitios distintos, y al principio hizo ademán de no comprender lo que le decía.

—Se va a poner furioso conmigo, Francesco. Me he dormido. Me habrá estado buscando —explicó Tonio, y entonces Francesco sonrió.

—No se enfadará —le susurró en un extraño tono confidencial. Guardó el violin en su funda, cerró la tapa y se puso en pie dispuesto a marcharse, pero al ver el rostro inexpresivo de Tonio, sonrió de nuevo y miró significativamente hacia lo alto de la escalera.

Tonio se inclinó hacia delante como si intentara oír las palabras que el violinista no había pronunciado. Francesco repitió el gesto con los ojos.

—Está con la condesa —dijo por fin—. Espéralo.

Durante un instante interminable, Tonio se limitó a mirar a Francesco. Observó cómo recogía su partitura, cómo se despedía de los demás y se marchaba.

Al quedarse sólo en uno de los extremos de aquella inmensa sala vacía, las palabras de Francesco cobraron pleno significado para él y se encaminó hacia las escaleras.

Intentó convencerse de que no era cierto, de que aquella afirmación carecía de fundamento. Tal vez lo había comprendido mal.

Francesco, claro está, ignoraba que Guido y él eran amantes, no lo sabía nadie.

Cuando llegó al final del largo y oscuro pasillo del piso de arriba, estaba temblando.

Se apoyó contra la pared. El aturdimiento anterior volvió a embargarle y de repente deseó hallarse lejos, muy lejos de allí. No obstante, se quedó inmóvil.

No tuvo que esperar demasiado.

En el otro extremo del pasillo, se abrió una puerta y en la luz que inundó la alfombra de flores, aparecieron Guido y la condesa. El cuerpo pequeño y rollizo de ésta seguía enfundado en un primoroso vestido de baile, pero llevaba el cabello suelto. Guido se volvió hacia ella con ternura para darle un beso de despedida.

Sus siluetas se fundieron en la oscuridad. Luego ella se fue y se llevó la luz. Guido caminó hacia las escaleras.

Tonio contempló todo aquello con mudo estupor. Ni siquiera cuando vio la inconfundible figura de Guido acercándose, fue capaz de emitir sonido alguno.

Cuando sus miradas se cruzaron y vio la expresión en el rostro de Guido, no le cupo la menor duda.

12

Lloraba. Lloraba como un niño pequeño y no le importaba. No podía aceptar lo que estaba ocurriendo. Guido lo había engañado, lo había herido a propósito. Y si al principio Tonio le había lanzado furiosas acusaciones, éstas eran producto del pánico, del intento desesperado por mantener lejos de sí el dolor que le causaba aquel descubrimiento.

Guido le hablaba en su habitual tono frío, sin inflexiones, sin concesiones. ¿Qué esperaba? ¿Excusas, mentiras, tal vez? Guido le recordaba que ya se lo había advertido, que ya le había avisado. Y que aquello estaba al margen del amor que existía entre ellos.

—Pero me has engañado —susurró Tonio. Sin embargo, era incapaz de controlar sus pensamientos, no podía seguir acusándolo con cierta coherencia.

—¿Que te he engañado? ¿Es que crees que no te amo? ¡Tú eres mi vida, Tonio!

No aducía excusas alguna ni expresaba remordimiento. Ningún reconocimiento de culpa, nada, excepto aquella frialdad y una voz grave que repetía las mismas palabras una y otra vez.

—Pero ¿ha sido sólo esta noche o ha habido otras noches? Sí, claro que ha habido otras noches.

Guido no contestaba. Se quedó en silencio, con los brazos cruzados, los ojos clavados en Tonio, ajeno al daño que había infligido.

—¿Desde cuándo? ¿Cómo empezó? —gritaba Tonio—. ¿Cuánto hace que yo no te basto? ¡Dímelo!

—¿Que tú no me bastas? Pero si lo eres todo para mí —contestó Guido en voz baja.

—No vas a dejarla, ¿verdad?…

Guido no respondió.

Era inútil hablar. Tonio sabía que las respuestas no variarían, y el miedo a que el abismo pudiera abrirse bajo sus pies y que volviera aquel sufrimiento que le reabría viejas heridas lo dejaba sin sentido. El dolor se le hacía insoportable. Sacudía todas las fibras de su ser. Era como si el pequeño mundo que había construido para sí se tambaleara y amenazase con derrumbarse. ¿Qué más le daba haber conocido un sufrimiento peor? Aquello pertenecía al pasado; lo real, lo que importaba era aquel instante.

Quiso ponerse en pie, marcharse. No quería ver a Guido nunca más, ni a la condesa, ni a nadie, y sin embargo sabía que eso era impensable.

—Yo te amaba… —musitó—. Para mí no había nadie más, nunca ha habido nadie más.

—Y ahora me amas y para mí no hay nadie más que tú —dijo Guido—. Ya lo sabes.

—No digas nada, déjalo. Cuanto más hables, peor. Se ha terminado.

Pero en cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, vio que Guido se acercaba a él.

Justo cuando creía que no podría contener su deseo de pegarle, se encontró volviéndose hacia él. Hundido en su sufrimiento no podía resistirse a Guido. Era como si pudiese protegerlo incluso de su propia crueldad.

—Tú eres mi vida —susurró Guido de nuevo.

Sus palabras sonaban atormentadas y anhelantes, y Tonio se entregó a él.

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