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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (66 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Guido creía poder adivinar lo que vendría a continuación, pero, aunque lo cogió por sorpresa, se amoldó al instante: Tonio había elegido precisamente aquel trino de una sola nota que Bettichino había interpretado con tanta perfección, y en aquellos momentos lo sostenía con el mismo paso rítmico del aria de su oponente en vez de hacerlo con el de la propia, aunque para cualquier otra persona aquel cambio sería imperceptible. La nota era transparente, rutilante, y ganaba en potencia, y empezó a intensificarla y disminuirla sin dejar de trinarla. Estaba realizando a la vez y de manera irreprochable la doble proeza de Bettichino. Sin embargo, el trino seguía y seguía con la nota dilatada hasta el infinito. Guido se había quedado sin aliento, Con el vello de la nuca erizado. Vio que Tonio volvía levemente la cabeza y que, sin interrupción, ascendía en el pasaje más exquisito, ascendiendo progresivamente hasta que llegó de nuevo a la misma nota, sólo que una octava más alta.

La hinchaba despacio, lentamente la dejaba fluir de su garganta, hasta el límite mismo de la voz humana, aunque con una suavidad tan aterciopelada y dulce que evocaba la visión más hermosa del dolor, dilatado hasta el punto que un humano pudiera soportar.

Si en aquel momento respiró, nadie lo vio, nadie lo oyó, sólo sabían que él se había lanzado de nuevo a aquel paso lánguido, cantando con dulzura la tristeza y la pena, bajándolo hasta la desnuda pulsación de su voz de contralto y luego detenerse con un ligero movimiento de cabeza antes de quedarse completamente inmóvil.

Guido bajó la cabeza. Las tablas que tenía bajo los pies temblaban con el arrasador rugido que se alzó por doquier. Ningún alboroto de la chusma podía compararse con el atronador volumen de aquellas dos mil personas que manifestaban su adoración. Sin embargo, Guido esperó hasta que oyó, procedentes del primer piso, las voces que tanto anhelaba: los
abbatti
gritando: «¡Bravo, Tonio! ¡Bravo, Tonio!». Entonces, cuando se había dicho asimismo que en aquella dulcísima victoria él no importaba, oyó que otro grito se alzaba por doquier.

—¡Bravo, Guido Maffeo!

Una, dos, cien veces, oyó cómo se mezclaban esos dos gritos. Entonces, justo antes de ponerse en pie para saludar, alzó los ojos para fijarlos en Tonio, que seguía inmóvil, sin poner la mirada en nadie del imaginario mundo que lo rodeaba, sino observando calladamente a su oponente.

Bettichino tenía los ojos entornados, su rostro había cobrado un aire distante. Y entonces, despacio, cedió a una larga sonrisa, al tiempo que asentía. Cuando eso ocurrió, el teatro pareció a punto de venirse abajo en medio de un clamor torrencial.

15

Era medianoche pasada, el teatro reverberaba con la avalancha de los que salían a la calle, con las risas y los gritos de los que bajaban por las oscuras escaleras.

Tonio cerró la puerta del camerino y se apresuró a correr el pestillo. Se quitó el casco dorado de papel maché, apoyó la cabeza en la pared y miró a la
signora
Bianchi.

Casi de inmediato sonaron unos golpes. La puerta traqueteó con violencia a sus espaldas.

Se detuvo para recuperar el aliento y el agotamiento hizo mella en él. Durante cuatro horas, Bettichino y él habían competido en buena lid, cada aria constituía un nuevo desafío, cada bis se llenaba de nuevos triunfos y nuevas sorpresas. Apenas daba crédito a lo que había ocurrido; deseaba que otros le contasen que había sido tal como él lo imaginaba, y sin embargo no quería tener a nadie cerca. Prefería disfrutar de su soledad y deseó que el sueño llegara en ondas a aquella habitación para llevarlo consigo lejos de todos los que gritaban que querían entrar.

—¡Querido! ¡Querido! —decía la
signora
Bianchi—. ¡Las bisagras acabarán cediendo, tienes que abrir!

—¡No, primero ayúdeme a quitarme esto! —Avanzó un paso, se arrancó el escudo de cartón que llevaba atado al brazo y arrojó la espada de madera.

Entonces hizo una pausa, asombrado por la horrorosa figura que el espejo le devolvía, una cara femenina profusamente maquillada: labios escarlata, ojos perfilados en negro, y aquella prenda con unas placas doradas en los pechos que le hacían parecer un guerrero de otro mundo.

Se quitó la peluca empolvada, y sin embargo aquel Aquiles con la túnica manchada de sudor y el rostro tan blanco que podía haber sido una máscara de carnaval resultaba incluso más infernal que la Pirra que había interpretado cuando se había alzado por primera vez el telón.

—Quítemelo todo, todo —urgía, moviendo las manos con torpeza mientras la
signora
Bianchi intentaba ayudarlo.

Se puso su ropa de calle y se restregó con agua los ojos y la cara.

Al final, un joven irritado, con el rostro algo enrojecido y una lustrosa cabellera negra que le caía hasta los hombros se plantó ante la puerta, dispuesto a recibir los primeros gritos y abrazos.

Hombres y mujeres desconocidos, los músicos de la orquesta, Francesco, el violinista del conservatorio, una joven meretriz de bonito cabello cobrizo, todos ellos le daban palmadas de felicitación, los labios le dejaban su humedad en las mejillas, al tiempo que varios criados pugnaban por entrar, cargados de regalos, y luego hacían cola para entregárselos. Le mandaban cartas cuyos mensajeros esperaban que leyera y respondiese de inmediato. Le llevaban flores, y el empresario Ruggerio lo abrazó con tanta fuerza que casi lo levantó del suelo. La
signora
Bianchi sollozaba.

Con grandes dificultades fue empujado hasta el espacio más amplio al que daba la puerta de su camerino, y un gran telón de fondo colgado crujió cuando cayó contra él. De pronto, la voz de Paolo se alzó por encima del alboroto, gritando su nombre, y se encontró zarandeado de un lado a otro, hasta que, al ver los brazos abiertos de Paolo, lo cogió entre los suyos hasta levantarlo del suelo. Mientras, un caballero le agarró la mano derecha y puso en ella una pequeña caja de rapé de orfebrería. Era imposible saludarlo personalmente. Susurró agradecimientos que fueron en dirección contraria. Una joven acababa de besarlo en la boca y, presa del pánico, estuvo a punto de caer hacia atrás. Tan pronto como los pies de Paolo volvieron a tocar el suelo, la gente se abalanzó de nuevo sobre él.

Sin embargo, Tonio advirtió enseguida que Ruggerio lo empujaba en dirección al camerino donde habían colocado media docena de sillas tapizadas de seda y los tocadores se habían convertido en riberas de flores fragantes.

Se dejó caer en una silla. Apareció otra mujer flanqueada por caballeros con librea, y de improviso cogió unas cuantas flores blancas y se las pasó por el rostro a Tonio, que rió con sonoras carcajadas al sentir su frescor y suavidad. Ella tenía los ojos azules, entornados en una sonrisa silenciosa. Tonio le demostró su agradecimiento con leve asentimiento.

Entonces llegó Guido. Había entrado arrastrándose contra la pared y lo miraba con una expresión singular. Su mente retrocedió de un salto hasta aquel momento en casa de la condesa Lamberti, cuando había cantado por primera vez, y Tonio se sintió traspasado por aquel mismo torrente incontenible de orgullo y amor. Se lanzó a los brazos de Guido y lo abrazó durante un prolongado instante de oscuro e íntimo silencio, hasta que la habitación que lo rodeaba se quedó inmóvil. Era como si en la estancia no hubiera nadie, sólo Guido y él. O al menos ésa era la sensación que tenía.

En la distancia, Ruggerio se excusaba con cortesía. Oyó una voz: «Pero mi señora está esperando una respuesta». Y la
signora
Bianchi se horrorizó al ver que Paolo tenía un corte lleno de sangre en la mano derecha.

—Dios mío, te ha mordido un perro.

Nada de aquello lo afectaba. El corazón de Guido latía contra el suyo, y entonces Guido lo llevó de regreso a la silla, tomándolo por el brazo y dijo:

—Ahora debemos ir a presentar nuestros respetos al gran cantante.

—¡Oh, no! ¡No quiero pasar por entre esa multitud! ¡Ahora no!

—Es necesario y debemos hacerlo ahora mismo —insistió Guido, y con una leve sonrisa, añadió—: No podemos eludirlo.

Tonio se puso en pie, obediente, y flanqueado por Ruggerio y Guido se abrieron paso entre el gentío hacia otra multitud, la que se agolpaba ante la puerta de Bettichino y en el camerino espacioso y brillantemente iluminado del cantante. En realidad, parecía un salón, donde ya se habían acomodado unos seis o siete hombres y mujeres con las copas de vino en la mano, y Bettichino, que seguía caracterizado, se levantó de inmediato para saludar a Tonio.

En un momento de confusión, Bettichino pidió que todos salieran de la habitación, excepto Tonio y Guido. El maestro se quedó de pie junto a Bettichino y le indicó a Tonio con un gesto que fuera lo más comedido posible.

El muchacho inclinó la cabeza y habló en voz baja.

—Esta noche he aprendido mucho de usted,
signore
. Si no hubiéramos actuado en el mismo escenario, no habría aprendido…

—Olvídelo —se burló Bettichino con una carcajada—. Ahórreme esa palabrería, señor Treschi. Ambos sabemos que usted ha sido el triunfador. Lo siento mucho por mis seguidores, pero al final han tenido que reconocer la excelencia de su voz.

Hizo una pausa, aunque no había terminado. Se irguió como si se hallara en medio de un pequeño debate, su expresión intensificada por el maquillaje dorado y blanco que todavía llevaba.

—Ha pasado demasiado tiempo desde que diera lo mejor de mí mismo en un escenario —prosiguió—, pero esta noche lo he hecho, usted me ha impulsado,
signore
Treschi, y debo darle las gracias por ello. Sin embargo, no se mida conmigo sobre esas tablas mañana por la noche, o pasado mañana, o la siguiente sin utilizar todas sus habilidades. Ahora estoy listo para enfrentarme a usted. Tendrá que echar mano de toda su habilidad y preparación para medirse conmigo.

Tonio se ruborizó intensamente y los ojos se le humedecieron. Sin embargo, en su rostro apareció una sonrisa involuntaria.

Como si leyera los pensamientos de su contrincante, Bettichino abrió de repente los brazos. Durante unos instantes abrazó a Tonio con fuerza y luego lo soltó.

Cuando el cantante abrió la puerta, Tonio se sentía flotando en un silencioso desvarío, pero se detuvo cuando oyó a sus espaldas que Bettichino hablaba con Guido.

—Esta no es su primera ópera, ¿verdad que no, maestro? —le preguntaba—. ¿Qué hará a continuación?

16

Cientos de personas asistieron a la recepción del cardenal Calvino, una fiesta que se prolongó hasta el amanecer. Las más rancias familias romanas, los más nobles, hasta la realeza pasó por aquellas amplias salas profusamente iluminadas.

El propio cardenal presentó a Tonio a muchos de los presentes, y al final toda aquella situación le resultó deliciosamente exasperante: los elogios interminables, el dulce recuento de determinados momentos, los elegantes saludos y los leves apretones de mano. Sonrió ante los despectivos comentarios que se hicieron sobre Bettichino. Estaba plenamente convencido de que Bettichino era el mejor cantante, no importaba lo que dijese la gente.

No obstante Tonio les había hecho olvidar todo eso durante un rato.

Hasta el propio cardenal se había conmovido con la obra. Se llevó a Tonio aparte y pugnó por expresar los sentimientos que la ópera le había suscitado.

—Angeles, Marc Antonio —dijo con asombro contenido—. ¿Qué son? ¿Cómo es el sonido de sus voces? ¿Y cómo alguien corpóreo puede cantar como tú lo has hecho esta noche?

—Sois demasiado generoso, mi señor —dijo Tonio.

—¿Me equivoco cuando digo que se trataba de algo etéreo? ¿Lo he comprendido mal? En el teatro, en un momento determinado, iban juntos el mundo del espíritu y el mundo de la carne, y a partir de esa fusión, tu voz se elevó. Estaba rodeado de seres terrenales, que reían, bebían, y se divertían como hacen en todas partes, y luego escuchaban tu voz en completo arrobo. Así pues, ¿era aquello la cima más alta del placer sensual o más bien un placer espiritual que, por unos momentos, se había instalado en nuestro mundo?

Tonio se maravilló ante la seriedad del cardenal. La rendida admiración de éste lo llenó de calidez, y hubiera renunciado alegremente a la multitud, a la bebida, al dulce delirio de la noche, para disfrutar otra vez a solas de la compañía del cardenal y hablar un buen rato de todas aquellas cuestiones.

Sin embargo, el cardenal lo tomó de la mano y lo llevó junto a los demás. Unos lacayos abrieron la puerta doble del salón. Al cabo de unos instantes se separarían de nuevo.

—Hoy me has enseñado una cosa, Marc Antonio —confesó el cardenal en un rápido y furtivo susurro—. Me has enseñado a amar lo que no comprendo. Te aseguro que no amar lo que es hermoso e incomprensible sería vanidad, no virtud. —Entonces le dio a Tonio un pequeño beso ceremonial.

El conde Raffaele di Stefano también dejó oír sus cumplidos hacia la música, confesando que, en el pasado, la ópera nunca lo había conmovido. Permaneció cerca de Tonio, aunque no habló mucho con él, observando celoso a todos los que se acercaban a su amigo.

A medida que transcurría la velada, la visión de Raffaele hechizaba a Tonio. Le trajo vividos recuerdos de la noche que habían compartido y en algunos momentos llegó a considerar a Raffaele una criatura que no podía vestirse como los demás hombres. El grueso vello de sus manos ofrecía una imagen incongruente bajo diversas capas de encaje, y Tonio tuvo que desviar la mirada varias veces para reprimir el impulso de marcharse con él en aquel mismo instante.

Si algo lo decepcionaba era la ausencia de Christina Grimaldi en la recepción.

La buscó con avidez. No podía haberla pasado por alto y no comprendía por qué no estaba allí.

Había asistido al teatro, por supuesto, la había visto. Aunque comprendía perfectamente que después no apareciera por el camerino. Pero ¿por qué no había acudido a casa del cardenal Calvino?

Por su cabeza pasaron ideas abominables. Cuando pensó que ella lo había visto vestido de mujer, se sintió sumido en una pesadilla. No obstante le había hecho una reverencia, y ella se la había devuelto desde el palco de la condesa, había aplaudido a rabiar después de las arias, y Tonio distinguió claramente su sonrisa pese a la distancia que los separaba.

¿Por qué no había acudido a la fiesta del cardenal?

No se atrevía a preguntárselo a Guido o a la condesa, que no se apartaba del maestro.

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