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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (69 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Se le ocurrió que si allí hubiese habido un espejo y se hubiera mirado, habría reconocido al niño excesivamente crecido que a menudo veía, o tal vez, habría encontrado un monstruo. Se sumergió en aquellos pensamientos y fue presa de una tristeza que lo debilitaba. Resolvió que aquella noche le hubiera resultado más fácil pasarla con el conde que con aquella muchacha que, despreciada por él, dejaría de abordarlo.

Cuando apoyó el pie en el primer escalón y empezó a subir estaba algo desconcertado.

La puerta que daba a su estudio estaba abierta, y lo primero que vio fue el firmamento, la negrura absoluta del cielo y las estrellas titilantes.

La habitación era amplia; estaba vacía y a oscuras. Los grandes ventanales eran más altos que él. A su derecha distinguió una ancha claraboya de vidrio en el techo inclinado que acercaba todavía más aquella estancia a la noche.

Sus pasos sonaban huecos y, por un momento, casi perdió el equilibrio, como si el cielo que lo rodeaba en aquel pequeño pináculo en medio de Roma se moviese sobre un barco escorado.

Las estrellas brillaban prodigiosas.

Distinguía las constelaciones con una claridad magnífica y respiró hondo el aire fresco que llegaba de todas partes. Luego se volvió muy despacio bajo el cielo y de pronto se sintió insignificante y muy libre, como si no tuviera nada que perder en el mundo.

En aquel instante los objetos de la habitación empezaron a revelarse: una mesa, sillas, pinturas en sus caballetes con oscuras figuras esbozadas que se recortaban contra la blancura de los lienzos, y abundantes botellas y tarros. De repente, el olor de la trementina se sobrepuso al de los óleos de la pintora, más dulce y profundo.

Entonces distinguió a Christina, envuelta en las sombras, ante las ventanas más distantes, con la cabeza cubierta por una amplia capucha.

El miedo lo atenazó con una fuerza arrasadora y desconocida. Lo acosaron todas las dudas que había imaginado: ¿qué le diría, cómo empezarían, qué iba a pasar entre ambos, por qué estaban los dos allí?

Las piernas le temblaban, y al amparo de la oscuridad agachó la cabeza. La pena tomaba posesión de aquella habitación elevada y abierta, la pena escalaba hasta ella y extinguía la noche misma. La inocencia de aquella chica lo desarmaba y el recuerdo de su belleza formó en su mente una entidad casi etérea.

Aunque, en realidad, era una silueta oscura y silenciosa la que se le acercaba, y en aquel lugar vacío resonó la voz de ella que lo llamaba.

—Tonio —dijo, como si ya los vinculase cierta intimidad, y él se descubrió rozándose el labio mientras ella hablaba en voz baja y tono dulce.

Contempló su rostro bajo la capucha, y era esa misma capucha la que añadía un toque de terror a la escena, porque le recordaba a aquellos frailes que siempre acompañaban a los condenados al cadalso. Extendió el brazo, y acortó la distancia que los separaba. Retiró la capucha hacia abajo.

Ella no se apartó, ¡no tenía miedo! Ni siquiera cuando los dedos de Tonio se enredaron en las ondas rígidas de su pelo, separando las hebras pegadas hasta dejarlas en la parte posterior de su cabeza. Ella se acercó.

De repente, se puso de puntillas y entregó a Tonio todo su cuerpo joven bajo la túnica de lana fina y encaje, y él notó la cremosa suavidad de su pequeño mentón, unos labios tan inocentes e inexpertos que carecían de dureza, y entonces sintió que la ternura de Christina se disolvía de repente como si su cuerpo hubiera sido poseído por el deseo más palpitante.

El deseo también lo invadió a él, y se extendió por todos sus miembros, mientras su boca abandonaba los labios de ella, recorría su cuello y se posaba en la redondez de sus pechos.

Se detuvo, apretando la cabeza con tanta fuerza que podría haberle hecho daño. Luego hundió el rostro entre sus cabellos, los alzó con las manos e incluso en aquella penumbra admiró los dorados destellos de sus mechas. Acarició los pequeños rizos que le caían sobre la frente y volvió a detenerse, suspirando.

Ella retrocedió, lo tomó de la mano y lo condujo a otra habitación.

Sus dedos le parecían un tesoro inapreciable y extraño, cubiertos por aquella carne tierna y líquida. Le cogió la mano y se la llevó a la boca.

Frente a él había una cama, situada en la pared opuesta, rodeada de muebles protegidos por lienzos blancos. Parecía como si nadie utilizara aquella estancia.

—Velas —le susurró—. Luz.

Ella se quedó inmóvil, sin comprender. Luego sacudió negativamente la cabeza.

—Por favor, déjame verte —susurró él. La hizo poner de puntillas y la sostuvo en vilo hasta que sus ojos quedaron frente a frente. El cabello de la muchacha cayó hacia delante, en un intento de ocultarlos por unos instantes; él sintió un temblor que le recorría el cuerpo y los ligeros estremecimientos de ella.

La tomó por el hombro y casi sin darse cuenta, echó el pestillo de la puerta. Encontró un pequeño candelabro, lo llevó hasta la cama y cerró por completo sus cortinas de terciopelo verde que despedían un olor a polvo limpio. A medida que encendía una cerilla y acercaba la llama a una vela, y luego a otra y a una tercera, la luz fue llenando aquella pequeña estancia de cortinajes y suavidad. Ella se arrodilló ante Tonio. Su rostro era una maravilla de hermosos contrastes, sus ojos de aquel azul profundo orlados de pestañas oscuras, que estaban mojadas como si hubiera estado llorando, sus labios de un rosa virginal que no conocían el maquillaje. Para su sorpresa, Tonio descubrió que el vestido que llevaba bajo la capa negra era aquella encantadora seda violeta que teñía sus mejillas de un brillo etéreo y daba a sus redondos pechos una blancura casi imposible que resplandecía por encima de los volantes del corpiño. El color violeta bañaba su figura y formaba pálidas sombras en sus mejillas recubiertas por una delicada pelusa blanca.

Aunque Tonio absorbía todo aquello al mismo tiempo, era la expresión de Christina lo que le llegaba al alma, le aterrorizaba y le aceleraba sus ya rápidas palpitaciones, porque en la carne que allí moraba percibía un espíritu tan acerado y fiero como el suyo propio. Ella no le tenía miedo, estaba extasiada, y su actitud era resuelta. Cogió el candelabro, se lo acercó a Tonio y le imploró con la mirada que apagara las velas.

—No… —susurró él. Extendió el brazo y dudó. Quería acariciarle el rostro, pero cuánto más fácil resultaba tocarle el resto del cuerpo en la oscuridad. Notó el leve y pálido vello y la suavidad de su piel le provocó un gesto casi de dolor. El rostro de Christina había perdido toda compostura, las cejas oscuras y fruncidas se alargaron como toques de pincel sobre sus radiantes ojos que se llenaron de lágrimas y se empañaron e intensificaron su color azul.

Tonio apagó las velas, corrió las cortinas en la penumbra de la habitación, se volvió hacia ella y quiso tomarla en sus brazos, aunque ella retrocedió, intimidada por su apremio. Tonio le arrancó la seda y los volantes y sus pechos quedaron al descubierto.

Christina soltó un pequeño gemido. Se debatió contra él y Tonio la cogió de nuevo y la inmovilizó con un beso mientras notaba sus dientes tras los labios y la suavidad ardiente de la carne por encima de su labio superior. La obligó a contraer el rostro, a ladearlo de modo que no era ya una boca lo que besaba sino un pequeño portal viviente, húmedo y maleable…

Dejó caer su ropa, tumbó a la muchacha sobre la cama, y se colocó encima de ella, entre sus piernas abiertas, con la cabeza apoyada en sus pechos.

La pasión lo enardecía, estimulada por la visión y el aroma de Christina, y cuando le besó los pechos, primero un pezón y luego el otro, sintió que se ponía tensa bajo él. Tonio levantó las rodillas y tiró de ella hacia arriba para, de momento, mantenerla a salvo de su pasión.

El cabello le caía sobre los hombros desnudos, la frente era una piedra caliente contra su mejilla, y la calidez de sus pechos henchidos se derretía contra él. Eran todos sus sueños hechos realidad, y era dulzura, dulzura y anhelo, eso era ella, e incapaz de provocarla, de poseerla en todos sus secretos recovecos como una flor que se abriera pétalo a pétalo entre sus dedos decidió hacerla suya en aquel mismo instante.

Ella se puso rígida y él la tranquilizó con rápidos besos al tiempo que aproximaba la mano al húmedo vello que se escondía entre sus piernas.

Cuando ella soltó un pequeño grito asustado, él se incorporó y esperó, esperó, acariciando aquella carne secreta y sintiendo que se hacía más plena, mientras su aroma incitador le inundaba el cerebro.

Ella lo abrazó, se sumergió en él y cuando por fin alzó las caderas, Tonio la penetró. Al sentir la resistencia de aquel obstáculo, se enardeció y ya no controló su cuerpo. Fue entonces, al borde del éxtasis, cuando sintió la barrera de la inocencia de Christina y ya no pudo contener el estallido de su pasión.

Ella lloraba. Abrazada a él, lloraba, y se apartaba del rostro las mechas mojadas de cabello. Tonio se sentó en la cama, la acunó y admiró su menudo cuerpo doblado bajo la cascada de sus cabellos. Quiso tomarla por el rostro, seguro de que moriría si ella rechazaba su caricia.

—No quería hacerte daño… —le susurró—. Yo no sabía que…

Pero su pequeña boca se abrió a él tan ansiosa como antes.

Su cuerpo desnudo, inerte, era un conjunto de sombras fragantes entregado a él, y en la sábana despuntaba la mancha oscura de la sangre virginal.

Aunque reanudó sus tiernos argumentos y la consoló, envolviéndola con palabras y besos, su propia voz le sonó distante, casi ajena a él. Estaba simple y locamente enamorado de ella. Christina le pertenecía. La visión de la sangre en las sábanas ahuyentaba de su mente cualquier otro pensamiento racional. Ella era suya, no había pertenecido a ningún otro hombre. A Tonio lo asaltaron la locura y el ansia, sintió que la trayectoria de su vida sufría una sacudida y se oscurecía como una pequeña carretera que se curvara hacia el norte tras un terremoto, y un intenso terror se apoderó de él, junto a la necesidad absolutamente ciega de darle placer, al igual que le había sucedido en aquellas primera noches confusas con el cardenal hacía sólo unos meses.

¡Unos meses! Parecían años. Bajo la batuta del tiempo aquellas noches se habían vuelto tan distantes y espectrales como Venecia.

La deseaba de nuevo. Le demostraría tal dulzura y habilidad que el dolor se alejaría como la sangre que le manchaba las piernas. Le besaría allí y seguiría por la sedosa piel de sus muslos, debajo de sus brazos y bajo la solidez de sus pechos blancos. No le daría lo que cualquier hombre podía darle, sino todos los secretos dictados por su paciencia y su arte, el incienso y el vino de todas aquellas otras noches pasadas absorbiendo amor sólo por amor, cuando todavía no había encontrado eso tan precioso, esa compañera que temblaba, vulnerable, entre sus brazos.

Misterio, misterio, musitó, y el corazón comenzó a latirle de nuevo con fuerza.

2

A las diez de la mañana se despertó en su cama del
palazzo
y enseguida comenzó a practicar con Paolo en una serie de difíciles dúos. Luego se puso su chaqueta favorita de terciopelo gris, la levita de brocado y un encaje blanco como la nieve; finalmente se ciñó la espada más grande que tenía antes de dirigirse a toda prisa a Via del Corso, donde su carruaje se encontró con el de Christina. Tonio se introdujo en el vehículo de ella con la mayor discreción posible.

Christina era toda una visión, y se sentó a su lado. La besó con brusquedad y la hubiese poseído allí mismo en el carruaje de haber podido convencerla.

Sus cabellos estaban calientes y fragantes por el sol de la mañana, y cuando desvió un poco la mirada, sus pestañas hicieron que sus ojos aparecieran aún más hermosos y de un azul más translúcido. Tonio le tocó el borde de las pestañas con las yemas de los dedos y se rindió ante el encanto de su exuberante labio inferior.

Pero no podía permitir que la tristeza volviera a vencerlo, y cuando sintió que la melancolía se apoderaba de él, dejó de besarla y se limitó a abrazarla. Luego se la sentó sobre el regazo y la acunó con el brazo derecho. Su melena se derramaba sobre él como una fuente de oro, y su rostro adquirió aquella asombrosa expresión de seriedad e inocencia prodigiosamente combinadas. Por primera vez, la llamó por su nombre.

—Christina —dijo, intentando en broma pronunciarlo como los ingleses, haciéndolo sonar como un bloque sólido, con el ceño fruncido, aunque no lo consiguió y lo dijo como un italiano, con la lengua en la parte frontal de la boca de forma que todo el aire circulaba entre las sílabas: sonó como una canción.

Ella rió jovial.

—No le habrás contado a nadie que pasé la noche contigo, ¿verdad? —preguntó Tonio de repente.

—No, ¿por qué tendría que hacerlo? —preguntó ella a su vez.

El pequeño temblor de su voz exigía un respeto tan vehementemente que lo hipnotizaba. Le resultaba casi imposible prestar atención a sus palabras.

—Eres joven e inexperta y es obvio que no conoces el mundo —continuó él—. No voy a permitir que sufras. No podría soportarlo. Además, no cuidas de ti misma.

—¿Vas a dejarme tan pronto?

La pregunta lo dejó atónito y no supo si su rostro traicionaba sus sentimientos, porque no podía concentrarse en nada salvo en la proximidad de ella, en el cuerpo que sostenía entre los brazos.

—Entonces te ahuyentaré para siempre de una vez por todas —dijo Christina—. Permíteme que te cuente lo poco que me importa el mundo.

—Hummm. —Intentaba escucharla con toda su atención, pero ella resultaba tan apetitosa y la vivacidad con que pronunciaba las palabras tan deliciosa… Por su determinación deducía que se trataba de un ser humano y no de una criatura voluptuosa, aunque a buen seguro no era humana, ninguna persona podía poseer tanta belleza.

No, eso era una estupidez. Toda ella era cautivadora y, sin embargo, demostraba poseer una inteligencia clara y valiente.

—No me importa lo que los demás quieran de mí —explicó—. He estado casada, he sido obediente. Acaté todas las órdenes.

—Pero tu marido era demasiado viejo como para recordar sus derechos o privilegios —replicó Tonio—. Aún eres joven, has heredado su fortuna y puedes volver a casarte.

—No voy a volver a casarme —dijo, entornando un poco los ojos mientras el sol centelleaba en las hojas de los árboles—. ¿Por qué dices eso? —preguntó con sincera curiosidad—. ¿Por qué te resulta tan difícil comprender que quiero ser libre y pintar, tener mi estudio y llevar la vida que me apetezca?

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