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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (63 page)

BOOK: Un grito al cielo
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—¿Locuras? —preguntó entre dientes—. ¿Locuras? Me habéis repudiado, en una misma frase me habéis dicho que soy humano y que represento la maldad, me habéis dicho que los hombres enloquecen por mi culpa. ¿Qué significan esas palabras para mí? ¿Cómo debo tomarlas? Y sin embargo afirmáis que digo locuras. ¿Qué era el loco oráculo de Delfos sino una despreciable criatura cuyo cuerpo tenía la desdicha de ser un objeto de deseo?

Se secó los labios con el revés de la mano y presionó los dedos contra los labios en su afán de detener por la fuerza aquel torrente de palabras.

Advirtió que el cardenal lo miraba y que se había serenado.

El momento se prolongó en silencio.

—Perdóname, Marc Antonio —dijo despacio el cardenal en voz baja.

—¿Porqué, mi señor? ¿Qué debo perdonaros? —preguntó Tonio—. ¿Vuestra generosidad y vuestra paciencia incluso ahora?

El cardenal sacudió la cabeza como si hablase consigo mismo.

Con renuencia, apartó los ojos de Tonio y avanzó unos pasos hacia el escritorio antes de volverse. Alzó el crucifijo de plata con una mano, y la luz de la vela iluminó el tafetán rojo de su túnica. Sus ojos eran una estrecha línea brillante bajo los lisos párpados, y su rostro estaba inconfundiblemente triste.

—Qué terrible resulta —susurró— que pueda vivir mejor con mi renuncia ahora que conozco el dolor que sientes.

11

Aquella noche, cuando Guido regresó de la villa de la condesa, el cardenal lo mandó llamar para preguntarle si necesitaba algún tipo de ayuda especial ante la inminencia del inicio de la temporada operística.

Le aseguró a Guido que aquel año asistiría al teatro, aunque era la primera vez en su vida que alquilaba un palco. Y después del estreno, celebraría un baile en su casa si Guido así lo deseaba.

A Guido siempre lo conmovía la amabilidad del cardenal, pero entonces, de forma parca y directa, le preguntó si estaría a su alcance proporcionarle a Tonio una pareja de guardias armados.

Del mismo modo explicó que Tonio había sido proscrito del Véneto después de que lo castrasen hacía tres años. Pertenecía a una antigua familia, y todo aquel asunto envolvió un misterio, aunque Guido no sabía nada al respecto. Y muchos nobles venecianos se habían puesto de camino hacia Roma.

El cardenal meditó unos instantes y luego asintió.

—He oído antes ese tipo de historias. —Suspiró. No había ningún problema en que Marc Antonio fuese acompañado a todas partes por un par de
bravi
. El cardenal no estaba versado en la materia, pero tenía muchos caballeros a su alrededor que conocían bien la cuestión—. Lo arreglaremos todo sin consultarle nada a Marc Antonio —sugirió—. De ese modo no se alarmará.

Guido no pudo ocultar su alivio, ya que sospechaba que Tonio se habría negado a cualquier tipo de protección si se lo hubiesen preguntado.

Besó el anillo del cardenal y se esforzó por expresar el agradecimiento que sentía.

El cardenal siempre se mostraba amable y considerado; no obstante, antes de despedir a Guido, le formuló una pregunta.

—¿Le irá bien a Marc Antonio en el escenario?

Al ver la consternación en el rostro de Guido, se apresuró a explicar que no entendía nada de música. No podía juzgar la voz de Tonio.

Guido le dijo confiado, casi con exageración, que en aquel momento Tonio era el mejor cantante de Roma.

Cuando Guido volvió a sus habitaciones, se sintió afligido al ver que Tonio no estaba en el palacio.

En aquel instante lo necesitaba. Necesitaba el consuelo de sus brazos.

Paolo dormía profundamente. Las estancias estaban inundadas de luz de luna, y Guido, demasiado fatigado y nervioso para trabajar, se quedó sentado solo, pensando.

Al salir de los aposentos del cardenal, Tonio había ido directamente al salón de esgrima donde, después de algunas indagaciones, averiguó la dirección del florentino, el conde Raffaele di Stefano, que había sido tantas veces su oponente en el pasado.

Cuando llegó a la casa ya era de noche, y el conde no estaba solo. Algunos de sus amigos, todos ellos inconfundiblemente ricos, ociosos y atrevidos cenaban con él, mientras un joven
castrato
, vestido de mujer, cantaba y tocaba el laúd.

Era una criatura con pechos femeninos, y los mostraba en todo su esplendor bajo el escote de su vaporoso vestido naranja.

Sobre la mesa había abundante comida y los comensales mostraban la temeridad propia de los que llevan bebiendo muchos días seguidos.

El
castrato
, que tenía el cabello tan largo y abundante como una mujer, desafió a Tonio a cantar, y adujo que estaba harto de oír hablar de su voz.

Tonio miró a aquella criatura, y ésta miraba a los hombres. Miró al conde di Stefano que había dejado de comer y le devolvía la mirada casi ansiosamente, y entonces Tonio se levantó dispuesto a marcharse.

Pero el conde Di Stefano salió de inmediato tras él. Dio permiso a sus amigos para que, si así lo deseaban, se quedasen toda la noche en el comedor y luego instó a Tonio a subir las escaleras.

Después de que se cerrara la puerta del dormitorio, Tonio permaneció inmóvil mirando el cerrojo. El conde había ido a encender una vela. La luz se apoderó de la estancia y reveló una gran cama con un dosel de pilares profusamente labrados. Al otro lado de la ventana abierta la luna colgaba del cielo como una esfera gigantesca.

La cara redonda del conde tenía una seriedad obsesiva, sus brillantes rizos negros le daban un aire semita y la barba afeitada formaba una auténtica corteza en su barbilla.

—Siento que mis amigos te hayan ofendido —se apresuró a decir.

—Tus amigos no me han ofendido —respondió Tonio tranquilo—, pero sospecho que ese eunuco de abajo abriga unas esperanzas que yo no puedo cumplir. Quiero irme.

—¡No! —exclamó el conde casi con desespero. Su mirada era vidriosa y extraña y se acercó a Tonio como si no pudiera evitar el impulso, y cuando la proximidad hizo que el roce fuera inevitable, levantó la mano y la dejó suspendida en el aire, con los gruesos dedos extendidos.

Parecía medio loco. Tan loco como había parecido el cardenal, tan loco como algunos de los amantes más viejos y agradecidos que Tonio había tenido. No tenía el orgullo ni la altivez de los hombres que Tonio había encontrado por la calle.

Tonio quiso abrir la puerta, pero su pasión creció inconteniblemente hasta dejar su mente tan atolondrada y enloquecida como la del conde.

Se volvió y dejó que su aliento silbara entre los labios mientras el conde lo agarraba y lo sujetaba contra la puerta.

Resultaba extraño, extraño y exquisito al mismo tiempo, porque no podía controlarse.

Durante mucho tiempo había creído que tenía la pasión bajo control, ya fuera con Guido o con cualquier otro que él mismo hubiera elegido como quien elige una copa de vino. Sin embargo, en aquellos momentos no era dueño de sí, era consciente de que se hallaba en casa del conde, en su poder, como nunca antes había estado en compañía de ningún joven e irrefrenable amante.

El conde se quitó de un tirón la camisa y se desabrochó los pantalones. Tonio sintió verdadero dolor cuando le besó la nuca, restregándole aquel mentón oscuro y luego, casi en un gesto infantil, tiró de la chaqueta de Tonio y le aflojó la espada.

El arma cayó al suelo con un tintineo metálico.

Pero cuando el conde presionó su cuerpo desnudo contra Tonio y notó el puñal en la camisa de éste, lo dejó allí. Lo atrajo hacia sí, gimiendo, con su turgente pene, cuya hendidura, en el extremo, estaba hinchada.

—Dámelo, déjamelo —jadeó Tonio. Se arrodilló y absorbió el miembro dentro de su boca.

Era medianoche cuando Tonio se levantó para marcharse, y en la casa todo parecía haberse detenido. Envuelto en sábanas blancas, el conde yacía desnudo, a excepción de unos anillos de oro en los dedos corazón y meñique de la mano izquierda.

Tonio lo miró, tocó la máscara de piel sedosa que le cubría la nariz y las mejillas y salió en silencio.

Ordenó al carruaje que lo llevara a la Piazza di Spagna.

Cuando llegó a los pies de la alta escalinata, se quedó sentado, contemplando por la ventanilla a los que caminaban en la oscuridad. Más arriba, contra el cielo iluminado por la luna, se veían ventanas con luces, pero no conocía ni las casas ni los nombres de sus habitantes.

Una antorcha que pasaba brilló unos instantes en su rostro antes de que el hombre que la llevaba la apartara con toda cortesía.

Le pareció que se había quedado un rato dormido, no estaba seguro. Se despertó de repente y notó la presencia de ella, intentó recuperar un sueño en el que habían estado juntos en rápida conversación; Tonio trataba en vano de explicarle algo, y ella confundida, amenazaba con marcharse.

Se dio cuenta de que estaba en la Piazza di Spagna. Tenía que volver a casa. Por unos angustiosos instantes, no supo dónde vivía.

Sonrió. Dio la orden al cochero. Se preguntó medio dormido por qué no habría llegado aún Bettichino, y entonces advirtió con un sobresalto que faltaban menos de dos semanas para el estreno de la ópera.

12

El día de Navidad les llegó la noticia de que Bettichino ya se hallaba en la ciudad.

El primer toque de escarcha purificaba el aire que se llenaba con el repiqueteo de todas las campanas de las iglesias de Roma. De los coros salían himnos, y los niños rezaban desde el pulpito, tal como exigía la costumbre. El Niño Jesús, resplandeciente en medio de deslumbrantes hileras de velas, yacía sonriente en miles de magníficas cunas.

Guido, al descubrir que los violinistas del Teatro Argentina eran músicos consumados, había reescrito la partitura de la sección de cuerda. Se había limitado a sonreír cuando Bettichino, alegando una ligera indisposición, había suplicado que le excusara por no poder ir a verlo en persona. ¿Sería Guido tan amable de mandarle la nueva partitura? Guido estaba dispuesto a afrontar las dificultades. Conocía las reglas del juego y le había dado al gran cantante tres arias más altas que las del Tonio, con las que el cantante podría hacer gala de sus habilidades. No le sorprendió en absoluto que el cantante le devolviera la partitura en veinticuatro horas con todos las variaciones que él mismo había añadido pulcramente copiadas en el papel. Ya podía ajustar el acompañamiento. Y aunque no había ningún cumplido sobre la composición, tampoco expuso ninguna queja.

Sabía que en los cafés no se hablaba de otra cosa, y que todo el mundo frecuentaba el nuevo estudio de Christina Grimaldi en donde ella sólo tenía palabras de elogio para Tonio.

La principal preocupación de Guido en aquellos momentos era mantener a Tonio alejado de su propio miedo.

Dos días antes del estreno, se realizó el ensayo general.

Tonio y Guido se presentaron en el teatro a media tarde para encontrarse con su oponente, cuyos seguidores tal vez intentarían echar a Tonio del escenario.

Sin embargo, enseguida apareció el representante de Bettichino y anunció que el cantante todavía estaba aquejado de aquella leve indisposición y que ensayaría sin cantar. De inmediato, los tenores insistieron en disfrutar de la misma prerrogativa y Guido ordenó a Tonio que se limitara a ensayar como los demás.

Sólo el viejo Rubino, el
castrato
más viejo que haría de
secondo uomo
, aceptó cantar sin plantear más problemas. Los músicos del foso dejaron sus instrumentos para aplaudirlo y éste se lanzó de todo corazón a la primera aria que Guido le había dado. Desde hacía ya tiempo su edad no le permitía interpretar las notas más altas. Aquella pieza estaba escrita para una voz de contralto tan llena de brillo y claridad que cuando el intérprete terminó casi todo el mundo lloraba, incluso el propio Guido, al escuchar su música cantada por aquella voz nueva.

Pero fue justo después de esta pequeña actuación cuando apareció Bettichino. Tonio notó el leve roce de una figura que pasaba y se volvió con un ligero sobresalto. Entonces descubrió a un hombre gigantesco con una bufanda de lana en la garganta, cabello rubio y abundante, y tan pálido que su rostro parecía de plata. Su espalda era muy estrecha y la mantenía muy erguida.

Al llegar al otro extremo del escenario, tras pasar con la misma indiferencia junto al viejo Rubino, se volvió sobre sus talones y lanzó a Tonio una primera mirada decisiva.

Sus ojos azules eran los más fríos que Tonio jamás hubiera visto, rebosantes de una extraña luz nórdica. Al fijar la vista en Tonio, su mirada vaciló de repente, como si quisieran desviarla sin conseguirlo.

Tonio permaneció inmóvil y en silencio, no obstante experimentó un temblor singular, como si el hombre le hubiera lanzado una horrible descarga y él fuese una anguila encontrada con vida en una playa de arena.

Se permitió examinar su cuerpo de arriba abajo de manera casi respetuosa y después volvió a subir los ojos hasta la cabeza de aquella figura de casi un metro y noventa centímetros que empequeñecería de forma tan exquisita su tierna ilusión en el escenario.

Entonces, Bettichino, con un movimiento indolente de la mano derecha, tiró del extremo de su bufanda de lana y ésta se deslizó con un suave susurro sobre el cuello y quedó colgando para revelar en su totalidad la expresión de su gran rostro cuadrado.

Era atractivo, incluso majestuoso, la gente no exageraba, y se adivinaba en él aquel poder abrasador que Guido había definido, hacía muchos años, como la magia que sólo unos pocos cantantes privilegiados poseían. Cuando dio un paso al frente la tierra entera pareció resonar.

Sus ojos seguían clavados en Tonio, con una expresión tan implacable, tan fría que todos los presentes vacilaron confusos.

Los músicos tosieron sobre sus instrumentos como si hicieran acopio de fuerzas para afrontar algún desafío tácito y el empresario se retorcía con nerviosismo las manos enlazadas.

Tonio no se movió; Bettichino empezó a avanzar hacia él con pasos lentos y medidos. Luego, tras detenerse frente a él, el hombre le tendió su pulcra y blanca mano.

Tonio se la estrechó de inmediato, emitió un suave murmullo de respetuoso saludo y el cantante se volvió antes de que sus ojos lo hicieran con él, e indicó con un gesto que empezara la música.

Aquella tarde, Paolo regresó de los cafés contando que los
abbati
amenazaban con abuchear a Tonio y echarlo del escenario.

—Sí, claro —susurró Tonio. Estaba interpretando una pequeña sonata para pasar el rato, contentándose con escuchar la música que salía del clavicémbalo en lugar de cantarla él.

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