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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (2 page)

BOOK: Un grito al cielo
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De este modo se convirtió en un joven cantante de presencia imponente cuyos rasgos primitivos le conferían un perturbador poder de seducción.

Durante toda su vida, algunos dirían de él «qué feo es», mientras que otros afirmarían «pero si es hermosísimo».

Sin embargo, había una característica de la que no era consciente: emanaba amenaza. Su familia había sido más brutal que las bestias que criaba y él tenía el aspecto de alguien capaz de hacer daño. Se debía a su mirada apasionada, la nariz aplastada, la boca exuberante, la suma de todo ello.

Así, sin advertirlo, una coraza protectora fue envolviéndolo. Nadie osaba intimidarle.

Aun así todos los que le conocían lo apreciaban. Los chicos normales le tenían tanto afecto como sus compañeros eunucos. Los violinistas lo adoraban porque percibían la fascinación que todos y cada uno de ellos ejercían sobre Guido y porque éste les escribía una música exquisita. De esta forma se labró fama de tranquilo y pragmático, se convirtió en el dulce cachorro de oso al que, cuando se le conocía, no había por qué temer.

Poco antes de cumplir quince años, una mañana lo despertaron y le dijeron que tenía que bajar de inmediato al despacho del maestro. No se puso nervioso. Nunca había tenido problemas.

—Siéntate —le dijo su profesor favorito, el maestro Cavalla.

Todos los demás estaban reunidos a su alrededor. Jamás se habían comportado con él de una manera tan informal; y en aquel círculo de rostros algo le resultó desagradable. De inmediato supo de qué se trataba. Le recordaba la habitación donde lo habían castrado, pero decidió no dar importancia a aquella sensación.

El maestro, que estaba sentado tras la mesa labrada, mojó la pluma, escribió con grandes trazos y le tendió el pergamino.

Diciembre de 1727. ¿Qué significaba aquello? Un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo.

—Ésta es la fecha —dijo el maestro incorporándose— en la que debutarás como
primo uomo
en la ópera de Roma.

Lo había conseguido.

No se quedaría en los coros de las iglesias, ni en las parroquias de pueblo, ni en las grandes catedrales de las ciudades. No, ni siquiera en el coro de la Capilla Sixtina. Se había elevado por encima de todo eso, hasta alcanzar el sueño que inspiraba a todos los músicos, año tras año, sin importar lo ricos o lo pobres que fueran, sin importar su procedencia: la ópera.

—Roma —susurró mientras salía solo al pasillo.

Había dos alumnos allí, parecían estar esperándole, pero pasó junto a ellos como si no los hubiera visto.

—Roma —susurró otra vez, dejando que el sonido rodara por su lengua, esa densa explosión de aire que la humanidad entera había pronunciado con reverencia y temor durante dos mil años: Roma.

Sí, Roma y Florencia, y Venecia, y Bolonia, y de allí a Viena, Dresde y Praga, todas las líneas del frente que conquistaban los
castrati
. Londres, Moscú, y de vuelta a Palermo. Estuvo a punto de echarse a reír.

Pero alguien le había tocado el brazo. Le resultó desagradable. No podía desprenderse de aquella visión de hileras de palcos y de un público enardecido.

Cuando se le aclaró la vista, descubrió que se trataba de Gino, un eunuco alto que siempre le había llevado ventaja, un italiano del norte, rubio y espigado, con los ojos rasgados. Junto a él estaba Alfredo, el rico, el que siempre tenía dinero en los bolsillos.

Le decían que fuera con ellos a la ciudad, que el maestro le había dado el día libre para que lo celebrase.

Entonces comprendió por qué se encontraban allí. Ambos eran las estrellas nacientes del conservatorio.

Y él también era ahora una de ellas.

2

Cuando Tonio Treschi tenía cinco años, su madre lo empujó escaleras abajo. En realidad no había sido ésa su intención; sólo quería darle una bofetada, pero él resbaló hacia atrás en el suelo de mármol y cayó rodando, presa del pánico.

Tonio podría haberlo olvidado. El amor que le profesaba su madre estaba teñido de una imprevisible crueldad. Era capaz de sentirse inundada de desesperado cariño en un momento dado y de maltratarlo al siguiente. Vivía desgarrado entre una dependencia espantosa y el terror más absoluto.

Pero aquella noche, para congraciarse con él, lo llevó a San Marco a ver a su padre en procesión.

La gran iglesia era la Capilla Ducal y el padre de Tonio era el inquisidor general.

Luego le parecería un sueño, pero había sido real y lo recordaría toda su vida.

Después de la caída se había escondido de su madre durante horas. El gran
palazzo
Treschi se lo tragó. A decir verdad, conocía mejor que nadie los cuatro pisos de la ruinosa mansión renacentista, y estaba familiarizado con todos los armarios y arcones donde poder refugiarse, donde poder estar solo el tiempo que quisiera.

La oscuridad no le asustaba. La posibilidad de perderse carecía de importancia para él. Las ratas no le daban miedo, al contrario. Observaba su rápido correteo por los pasillos con vago interés. Le gustaban las sombras en las paredes, los escarceos de luz procedentes del Gran Canal, que centelleaban tenues en los techos decorados con pinturas antiguas.

Sabía más de esas habitaciones mohosas que del mundo exterior. Constituían el paisaje de su infancia, y en todo su laberíntico recorrido reconocía señales dejadas en anteriores retiradas y peregrinaciones.

Lo que le hacía realmente sufrir era estar sin ella. Y angustiado y tembloroso, volvió a rastras a su lado como hacía cada vez que los criados perdían la esperanza de encontrarlo.

Se hallaba tumbada en la cama, sollozando. Y entonces apareció él, un hombre de cinco años, dispuesto a la venganza, con el rostro enrojecido y surcado por los regueros de las lágrimas.

Por supuesto no volvería a hablar con su madre en toda su vida, aunque no soportase estar sin ella.

Aun así, tan pronto como ella abrió los brazos se precipitó sobre su regazo y se inclinó contra su pecho, tan inmóvil como si estuviera muerto, con una mano alrededor del cuello y la otra agarrándole el hombro con tanta firmeza que le hacía daño.

Su madre era poco más que una niña, pero él no lo sabía. Notó sus labios en las mejillas, en el cabello. Su dulzura lo envolvió. Y en lo profundo del dolor que en aquel momento era su mente, pensó que si la sujetara, si la sujetara con fuerza, siempre sería como ahora, y la otra criatura no saldría de ella para lastimarle.

Entonces ella se incorporó, acariciándose las recias e indómitas ondas de su negro cabello, con los ojos aún enrojecidos pero desbordantes de súbita excitación.

—¡Tonio! —dijo impulsiva, meciéndose como una niña—. Todavía hay tiempo. Yo te vestiré. —Dio palmadas de alegría—. Te llevaré conmigo a San Marco.

Las institutrices del pequeño intentaron disuadir a la madre, pero no hubo forma de detenerla. El alborozo colmó la habitación iluminada con velas, cuyas llamas oscilaban y temblaban mientras los criados los seguían y los diestros dedos de su madre le abrochaban los pantalones de satén y el chaleco de brocado. Pasó el peine sobre los suaves rizos de Tonio entonando la vieja cantinela…, parecían seda negra…, y lo besó dos veces con brusquedad.

Y Tonio oyó a lo largo de todo el corredor su voz cantando suavemente a sus espaldas, mientras avanzaba intrigado por el repiqueteo de sus elegantes sandalias en el mármol.

Ella estaba radiante con su vestido de terciopelo negro y el leve rubor que iluminaba su piel aceitunada, y cuando se aposentó en la oscura
felze
de la góndola, su rostro de ojos rasgados parecía el de una
madonna
de las antiguas pinturas bizantinas. Lo tomó en su regazo. La cortina se cerró.

—¿Me quieres? —le preguntó. Él la acarició. Ella presionó una mejilla contra su rostro y las pestañas de ambos se entrecruzaron hasta que Tonio soltó una carcajada incontenible—. ¡Me quieres! —Ella le apretó el hombro.

Cuando él contestó que sí, sintió su abrazo enternecedor y, por un segundo, se sintió incapaz de reaccionar, como si estuviera paralizado, contra ella.

Ya en la
piazza
la tomó del brazo y bailó con ella de un lado a otro. ¡Todo el mundo estaba allí! Hizo reverencias a diestro y siniestro, decenas de brazos se alargaban para revolverle el cabello, para estrecharlo contra faldas perfumadas. El
signore
Lemmo, joven secretario de su padre, lo lanzó al aire siete veces antes de que su madre le pidiera que parase. Y su hermosa prima Catrina Lisani, seguida por dos de sus hijos, se echó el velo hacia atrás y, tomándolo en brazos, lo aprisionó entre sus fragantes senos blancos.

Pero tan pronto como entraron en la inmensa iglesia Tonio se quedó callado.

Nunca había presenciado un espectáculo semejante. Multitud de velas envolvían las columnas de mármol y las ráfagas de aire que invadían el recinto a través de las puertas abiertas hacían crepitar las antorchas sobre sus soportes. En las inmensas cúpulas resplandecían ángeles y santos, y a su alrededor los arcos, las paredes, las bóvedas, todo vibraba, cubierto por millones y millones de diminutas y centelleantes facetas doradas.

Sin mediar palabra, Tonio se aferró al cuello de su madre, y se encaramó a ella como si fuera un árbol. Ella se tambaleó hacia atrás bajo su peso, riendo.

Entonces pareció que una conmoción sacudía a la multitud y un murmullo, como de leña ardiendo, se extendía. Sonó el fragor de las trompetas. Frenético, Tonio se volvió a ambos lados, incapaz de localizarlas.

—¡Mira! —le susurró su madre, apretándole la mano.

Por encima de las cabezas de los presentes apareció el dux en su gran silla, bajo un palio oscilante. Un intenso y fragante aroma de incienso inundó el aire, y las trompetas subieron el tono, agudas, brillantes, estremecedoras. Entonces hizo su entrada el Inquisidor general en sus diamantinos atuendos.

—¡Tu padre! —exclamó la madre de Tonio con un espasmo de excitación casi infantil.

La alta y huesuda figura de Andrea Treschi apareció. Las mangas de sus vestiduras llegaban hasta el suelo, los cabellos blancos semejaban la melena de un león, y sus hundidos y claros ojos miraban con la misma fijeza que los de la estatua que tenía delante.

—¡Papá!

El susurro de Tonio se propagó con toda claridad. Algunas cabezas se volvieron, estallaron risas ahogadas. Y cuando el inquisidor desvió la mirada y distinguió a su hijo entre la multitud, la clavó en él. El anciano rostro se transformó, con una sonrisa casi de embeleso, y sus ojos cobraron vida, brillantes.

La madre de Tonio se ruborizó.

Pero, de repente, una gran cántico pareció irrumpir de la nada, entonado por voces altas, claras y desafiantes. A Tonio se le formó un nudo en la garganta. Durante un instante permaneció inmóvil y con el cuerpo absolutamente rígido mientras absorbía el impacto de aquel canto; luego se retorció, mirando hacia arriba, momentáneamente cegado por las velas.

—Estate quieto —dijo su madre, que apenas podía sostenerlo. El cántico se hizo más rico, más pleno.

Surgía en oleadas de todos los rincones de la inmensa nave, melodía entretejida con melodía. Tonio casi podía verla. Era como una gran red de oro lanzada en un mar agitado bajo la trémula luz del sol. El mismo aire se colmaba de sonido. Finalmente los vio. Los cantantes estaban justo arriba.

Se hallaban en dos grandes galerías a izquierda y derecha de la iglesia, con la boca abierta y el rostro resplandeciente de luz. Parecían los ángeles de los mosaicos.

En un segundo, Tonio saltó al suelo. Notó la mano de su madre que intentaba detenerlo, pero se precipitó entre la multitud de faldas y capas, perfume y aire invernal, y vio que la puerta de acceso a la escalera estaba abierta.

Mientras subía, tenía la impresión de que las paredes que lo rodeaban vibraban a los acordes del órgano y, de repente, se encontró en la calidez de la galería del coro, entre aquellos altos cantantes.

Se produjo un pequeño tumulto. Se hallaba junto a la barandilla con la mirada fija en los ojos de un hombre gigantesco cuya voz manaba tan nítida y áurea como el registro de la trompeta. El hombre pronunciaba la más grande de las palabras: «¡Aleluya!», que tenía el sonido peculiar de una llamada, una convocatoria. Y todos los hombres que estaban detrás de él le seguían, entonándola una y otra vez a intervalos, superponiéndose los unos a los otros.

Mientras, en el lado opuesto de la iglesia, el otro coro la repetía en tono ascendente.

Tonio abrió la boca y empezó a cantar. Pronunció la palabra al unísono con el cantante alto y notó que la mano del hombre se cerraba afectuosamente en su hombro. El cantante asentía, con sus grandes ojos casi soñolientos le decía «sí, canta», sin decírselo. Tonio notó el enjuto costado del hombre bajo su túnica y luego un brazo que lo asía por la cintura para cogerlo en brazos.

Abajo resplandecía toda la congregación: el dux en su silla tapizada de oro, el senado con sus túnicas púrpura, los inquisidores del estado vestidos de escarlata, todos los patricios de Venecia con sus blancas pelucas. Sin embargo, los ojos de Tonio estaban clavados en el rostro del cantante mientras, como el tañido lejano de una campana, escuchaba su propia voz, de distinto registro a la del cantante. Tonio notó que el cuerpo lo abandonaba. Se dejó llevar, elevado por su voz y la voz de aquel hombre al tiempo que los sonidos se confundían. Percibió placer en los ojos trémulos del cantante, y que la somnolencia desaparecía de ellos, pero el sonido poderoso que surgía de su pecho lo pasmaba.

Cuando todo terminó y lo condujeron de nuevo junto a su madre, ésta alzó la cabeza hacia aquel gigante que le hacía una gran reverencia y le dijo:

—Gracias, Alessandro.

—Alessandro, Alessandro —musitó Tonio. Y mientras se agazapaba junto a ella en la góndola, preguntó con desespero—:
Mamma
, cuando sea mayor, ¿cantaré así? ¿Cantaré como Alessandro? —Le resultaba imposible explicárselo—.
¡Mamma
, quiero ser un cantante como ésos!

—No, Tonio, por Dios. —Su madre soltó una carcajada. Y con un vanidoso ademán de la mano hacía Lena, la institutriz de Tonio, alzó la vista al cielo.

La casa entera temblaba y crujía, desde la planta baja hasta el terrado. Y al mirar hacia la desembocadura del Gran Canal, anticipo de ese infinito hechizo de oscuridad que era la laguna, Tonio vio que el mar ardía. Cientos y cientos de luces, unas sobre otras, flotaban en el agua. Era como si toda la destellante iluminación de San Marco se hubiera derramado, y en un respetuoso susurro su madre le explicó que los hombres de estado iban a venerar las reliquias de San Giorgio.

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