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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (35 page)

BOOK: Un final perfecto
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—¿Han encontrado algo? —preguntó a los dos hombres que sin duda llevaban toda la mañana mirando. Utilizó un tono de mera curiosidad escogido con cuidado.

—Algunas porquerías. Como una chaqueta de niño o algo así. Eso les ha tenido entusiasmados un rato y los dos tipos se han sumergido unos quince minutos. Pero nada más. Así que ahora van de un lado a otro. Supongo que con la esperanza de tener suerte.

—A veces pesco en ese tramo —añadió su compañero—. Pero nadie es tan tonto como para acercarse al río antes del verano, cuando baja el nivel. Al menos nadie que quiera vivir. —Este otro viejo llevaba una gorra de béisbol con el nombre del
USS Oriskani
, un portaaviones de la época de la guerra de Vietnam, retirado de servicio, que fue hundido para formar un arrecife artificial. La gorra tenía una visera deshilachada. El Lobo Feroz se dio cuenta de que tenía unas manos nudosas llenas de cicatrices, como las raíces de un vetusto roble.

—Que te lo digo yo, no van a encontrar nada —repitió el otro hombre—. Lo único que hacen es malgastar el dinero de nuestros impuestos. Compran todos esos sofisticados aparejos de submarinismo y no tienen oportunidad de utilizarlos.

—Enseguida se van a rendir —dijo el de la gorra al del sombrero.

El Lobo Feroz decidió seguir observando. Pero pensó que probablemente el viejo tuviese razón.

«No van a encontrar nada.»

«Puede —pensó—, que no haya nada que encontrar.»

Pero no estaba seguro, cosa que lo irritaba sobremanera. Sabía que la certeza era la base del asesinato. Pequeños detalles y valoraciones exactas. A veces se consideraba un contable del asesinato. Este era uno de esos momentos en que la atención al detalle era decisiva. «Es como hacer una declaración de la renta sobre la muerte.»

«Quizá la haya matado —pensó. Ciertamente la intensa presión que había ejercido el Lobo Feroz era suficiente para empujar a una persona a suicidarse—. Si sabes que están a punto de asesinarte, ¿no preferirías suicidarte?» Tenía cierto sentido. Pensó en los prisioneros que esperaban su ejecución y que se ahorcaban en sus celdas o en las personas a las que les diagnostican una enfermedad terminal. Le vino a la mente la imagen de los desgraciados agentes financieros y oficinistas que se lanzaron al vacío desde las Torres Gemelas el 11 de Septiembre. «La incertidumbre de esperar a que te maten puede ser mucho peor que el dolor del suicidio.» Y sabía que Pelirroja Dos era la más débil de las tres. Si se había tirado al río, bueno, pues era «casi» lo mismo que si la hubiese estrangulado él. Por un momento sintió la tensión en las manos, como si rodeasen el cuello de Pelirroja Dos y la estuviese estrangulando debajo de él. «Verdaderamente merece la pena hacer una muesca en la pistola», se dijo, pensando como un viejo pistolero del Oeste.

«La muerte es como la verdad. Responde las preguntas.»

Pensó que tenía que recordarlo para ponerlo en el siguiente capítulo.

Quizá pudiese reivindicar legítimamente su muerte junto con el asesinato de las otras dos. Consideró esta posibilidad y pensó que la ira que le había embargado podría haber estado mal enfocada. «Los lectores estarán intrigados con la idea de que he logrado que se quite la vida. Será espeluznante. Como todas esas personas disminuyendo la velocidad en el puente para intentar ver algo, los lectores necesitarán ver lo que sucede después. Hará que se sientan más intranquilos por Pelirroja Uno y Pelirroja Tres. Y eso supondrá que los últimos días de las Pelirrojas que quedan sean más fáciles de manejar con una parada menos en el camino de la muerte.»

Como un periodista que reúne los elementos de un artículo con una fecha de entrega y que ha de ser publicado en un futuro cercano, el Lobo Feroz miró a su alrededor. Se fijó en los policías que trabajaban en el río, contó las personas que observaban desde el puente, se percató del equipo de noticias que guardaba las cámaras y los aparatos de sonido y se preparaba para irse en busca de una historia mejor y más importante. Esto le hizo sonreír. «No lo saben —pensó—, pero esta es la mejor historia de toda la zona. Con diferencia.»

Sonrió.

«Pero esta historia es toda mía.»

El Lobo Feroz decidió que daría a los agentes que peinaban el río media hora más para que sacasen a Pelirroja Dos de la negra corriente, pero no más. Se instaló en su atalaya sobre el río y esperó las respuestas que en realidad no pensaba obtener. Mientras miraba, formuló otras maneras de encontrar esas mismas respuestas.

El director se apoyó en la puerta y esbozó una leve sonrisa a la señora de Lobo Feroz. Parecía preocupado, tanto por el tono suave de su voz como por su postura encorvada.

—¿Ha leído el informe del entrenador del equipo de baloncesto? Han tenido un viaje de regreso al colegio muy movido. —Mientras decía esto negaba con la cabeza.

En la pantalla del ordenador, la señora de Lobo Feroz tenía una copia del informe de una sola página que el entrenador había enviado por correo electrónico al director. Se trataba de una corta descripción, tan solo un breve informe de las razones del retraso de su regreso después de la victoria. Tuvo la clara impresión de que el entrenador hubiese preferido escribir sobre la victoria, no sobre lo que sucedió después. Hizo un gesto de asentimiento al director con la cabeza.

—Envíe una nota y un correo electrónico de seguimiento al profesor de Historia de Jordan Ellis. Esa es la clase que tiene la próxima hora. Dígale que envíe a Jordan a mi despacho antes del almuerzo.

—Ahora mismo —repuso la señora de Lobo Feroz jovialmente.

—Dígale que quiero verla —añadió el director después de pensar unos segundos.

Tecleó los mensajes. Después de enviarlos, abrió el horario de Jordan en la pantalla. Después miró el reloj de la pared y supuso que Jordan cruzaría la puerta del despacho a las once.

Se equivocó por dos minutos.

Jordan parecía distraída, como con prisa.

La señora de Lobo Feroz adoptó su expresión más compasiva y utilizó su tono de voz más comprensivo.

—Dios mío, anoche tuvo que ser terrible. Me imagino lo que te debiste de asustar. Tuvo que ser horrible para ti. Y tan triste.

—Estoy bien —repuso Jordan con brusquedad—. ¿Está en el despacho? —Hizo un gesto señalando el despacho interior.

—Te está esperando. Ya puedes pasar.

La señora de Lobo Feroz sintió cómo se le aceleraba el corazón. No se había dado cuenta de lo emocionante que iba a ser para ella estar cerca de Jordan, saber que era un modelo literario de una víctima de asesinato. De repente se sintió viva, como si estuviese atrapada en el remolino de la creación de secretos. Las respuestas hurañas de Jordan y su actitud pasota y despectiva hicieron que la señora de Lobo Feroz asintiese con la cabeza con total comprensión. «No me extraña que la haya elegido.» De repente encontraba cientos de razones para matar a Jordan.

«Mátala —pensó la señora de Lobo Feroz—. En el libro.»

Las manos le temblaron ligeramente, estremeciéndose con una deliciosa especie de intriga. «Es como si estuviese atrapada en mi propia novela», se dijo.

La señora de Lobo Feroz sintió que resbalaba, como si se deslizase en un mundo donde la ficción y la realidad ya no eran distintas. Era como introducirse en un baño caliente y relajante.

Jordan pasó por delante de su escritorio a grandes zancadas y la señora de Lobo Feroz la observó por detrás. De pronto veía la arrogancia, el egoísmo, el aislamiento de adolescente y el carácter desagradable presentes en cada una de sus zancadas.

Respiraba de forma superficial y tenía ganas de soltar una carcajada. Era como cuando te hacen partícipe de un secreto enorme y maravilloso. De repente podía imaginar todo el proceso de la escritura, convertir a una joven privilegiada y egoísta en personaje de una novela. Era como estar presente en la creación, pensó, aunque admitía que tal vez eso fuera exagerar un poco.

Jordan no había cerrado la puerta del despacho interior del director, que era lo que se suponía que tenía que hacer. Normalmente, la señora de Lobo Feroz se hubiese levantado con un bufido y la hubiese cerrado enfadada para darle privacidad al director cuando hablaba con una alumna, especialmente una con tantos problemas con las notas como Jordan. Se había medio incorporado en la silla cuando se dio cuenta de que podía escuchar toda la conversación del interior del despacho. Y en el mismo instante se dio cuenta de que quizás oyese algo que pudiera ayudar.

«Soy mucho más que una secretaria», pensó.

Estiró la cabeza para escuchar y colocó un bloc en el escritorio delante de ella para tomar notas.

Lo primero que escuchó fue:

—Mire, estoy bien. No necesito hablar con nadie, especialmente con un psicólogo ultracomprensivo y tocón. —La voz de Jordan sonaba enfadada y cargada de desprecio.

—Mira, Jordan —repuso el director lentamente—, este tipo de incidentes traumáticos tienen repercusiones ocultas. Ser testigo del suicidio de una mujer, como fuiste tú, no es algo intrascendente.

—Estoy bien —repitió Jordan tozuda. En su fuero interno estaba desesperada por salir del despacho. Cada segundo que pasaba sin ocuparse de la verdadera amenaza era potencialmente peligroso. Sabía que el único respiro lejos del Lobo Feroz eran los momentos que pasaba en la cancha de baloncesto donde lograba perderse en el esfuerzo. Quería gritarle al director: «¿No sabe que estoy haciendo algo mil veces más importante que una clase o una sesión con un psiquiatra o cualquier cosa que pueda imaginar en su pequeña mente cerrada de colegio privado?»

No dijo nada de esto. En cambio sintió una tensión en su interior que apretaba como un nudo y sabía que tenía que decir lo adecuado para poder salir y regresar a otro asunto más serio que consistía en evitar ser asesinada.

—Bueno, bien, te creo —continuó el director—. Y me fiaré de tus palabras. Pero insisto en que veas a alguien. Si lo haces y el médico te da el alta, dice que todo está bien, entonces ya está. Pero quiero que te vea un profesional. ¿Dormiste anoche?

—Sí. Ocho horas. Dormí como un bebé. —Jordan salió con un cliché, aunque en realidad no imaginaba que el director la creyese.

Negó con la cabeza.

—Lo dudo, Jordan —dijo. No añadió «por qué me mientes», aunque eso es lo que le pasó por la cabeza.

Le entregó un papel.

—A las seis en punto. Esta tarde en el centro médico para el alumnado. Te estarán esperando.

—Bueno, bueno, iré, si eso es lo que quiere —repuso Jordan.

—Eso es lo que quiero —contestó el director—. Pero también debería ser lo que tú quieres. —Intentó decirlo en un tono más suave, más comprensivo, pero era como tirar palabras a una playa pedregosa, pensó.

—¿Puedo irme?

—Sí. —Suspiró el director—. A las seis en punto. Y si no te presentas, nos volveremos a ver aquí mañana por la mañana, y haremos lo mismo de nuevo, solo que esta vez haré que te acompañen a la cita.

Jordan metió el papel de la cita en la mochila. Se levantó y salió sin decir nada más. El director la observó al marchar y pensó que jamás había visto a nadie tan decidido como Jordan a tirar por la borda cualquier oportunidad.

Fuera del despacho, la señora de Lobo Feroz se apresuró a anotar todo lo que había oído. «Seis de la tarde. Centro médico para el alumnado.» Levantó la vista cuando Jordan pasó por delante de ella y cogió el teléfono. La adolescente ni siquiera miró en su dirección.

31

Jordan no veía nada por la ventana salvo la creciente oscuridad. El ángulo a través del cristal mostraba canchas vacías que se mezclaban con hileras de árboles lejanos que marcaban el principio de la zona protegida de tierra sin explotar. Esto era algo típico en los colegios privados de Nueva Inglaterra; preferían la imagen arbolada, aislada y boscosa que daba a los visitantes la impresión de que no había nada que distrajese del mundo del estudio, los deportes y las artes que el colegio promovía. Jordan sabía que en otras direcciones había luces brillantes, música a todo volumen y los típicos problemas que habitualmente encontraban las adolescentes. Sus problemas no tenían nada que ver con el de ellas.

Esperó pacientemente a que la psicóloga que estaba sentada detrás del escritorio frente a ella terminase la conversación que mantenía con un psiquiatra local especializado en soluciones farmacológicas para los miedos adolescentes. Discutían sobre una receta de Ritalin, el medicamento preferido para el tratamiento por déficit de atención con hiperactividad. La psicóloga, una mujer joven angulosa y desaliñada, probablemente tan solo unos diez años mayor que Jordan pero que se esforzaba en parecer más madura, tenía cuidado de no mencionar nombres porque estaba Jordan. Parece que el problema era una nueva receta que no se debería haber extendido. Jordan sabía exactamente por qué este alumno anónimo se había quedado sin Ritalin antes de tiempo: porque había vendido algunas o le habían robado unas cuantas, o quizá las dos cosas. Se trataba de una de las drogas preferidas para las fiestas.

«Diversión para algunos —pensó—, y ahora el chaval no se puede concentrar lo suficiente para aprobar el examen trimestral de Historia.»

Tenía ganas de reír por el dilema y por la forma patética en que el alumno había intentado convencer a la psicóloga para que le recetase más. Jordan sabía que el colegio controlaba el número de pastillas que cada alumno «debía» tener en un momento dado: lo justo para un respiro de la distracción una vez al día.

La psicóloga gesticuló en el aire, como si quisiese puntualizar algo y, con el teléfono todavía en la oreja, hizo un gesto en dirección a Jordan, un movimiento que significaba «espera un momento», y Jordan volvió a mirar por la ventana. Distinguía su reflejo en un extremo de la hoja de cristal, pálida, como si la imagen fuese algo diferente a Jordan. «Esa es Pelirroja Tres, no Jordan», decidió.

La psicóloga colgó el teléfono con un coro de «de acuerdo, de acuerdo, de acuerdo» repetidos antes de desplomarse en la silla y mirar a la adolescente. Sonrió.

—Bueno, Jordan, háblame sobre lo que viste anoche.

«No se anda con rodeos», pensó Jordan.

—Tal vez si me diese una receta de Ritalin… —empezó Jordan.

La psicóloga fingió reírse.

—Era una conversación bastante predecible, ¿no crees?

Jordan asintió con la cabeza.

—Pero intentar sin éxito convencer al personal de que no hay necesidad de utilizar sustancias de clase 4 no es lo mismo que ver cómo se suicida una mujer.

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