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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (34 page)

BOOK: Un final perfecto
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—Mi amiga está preocupada por el carácter violento de su marido —dijo Karen. Después negó con la cabeza—. Dicho de esta manera parece que se trate de un resfriado común. El tipo es un salvaje. Le ha pegado palizas tremendas, una y otra vez. Huesos rotos y ojos morados. La ha amenazado con matarla. No sabe adónde ir.

—Para eso estamos aquí—repuso la oronda mujer. Karen notaba la ira en sus palabras, dirigida hacia algún hombre anónimo. En este caso un hombre imaginario. La historia que Karen se había inventado era «una amiga, dos hijos pequeños, un marido violento, ella intenta huir antes de que él la mate». Había utilizado situaciones de la vida real y las había mezclado. Sabía que la directora de Lugar Seguro no iba a hacer demasiadas preguntas.

—Entonces serán tres, su amiga y los niños…

—Creo que a los niños los puede enviar con una familia con la que estarán seguros. Pero el marido perseguirá a mi amiga hasta el fin del mundo y más allá, si tiene que hacerlo. Está obsesionado y está loco.

—No sé si separarlos…

—A él no le importan los niños. Al fin y al cabo no son suyos, de manera que se interponen en el camino de lo que sea que pretende hacer. Es mi amiga la que está en peligro.

—Ya. ¿Está armado?

—No lo sé, pero supongo que sí.

Karen se preguntó qué tipo de armas tendría a mano el Lobo Feroz. Revólveres. Rifles. Espadas. Cuchillos. Bombas. Arcos y flechas. Venenos. Piedras y palos afilados. Sus manos. Cuchillas. Todas eran potencialmente letales. Cualquiera de ellas podría ser la que pretendía utilizar con las tres Pelirrojas.

—¿Y su amiga? ¿Va armada?

Karen se imaginó el revólver de Pelirroja Dos. Se preguntó si sería capaz de cargarlo, apuntar y disparar. Ni siquiera se atrevía a contemplar la parte de la ecuación que se ocupaba del asesinato.

—No —repuso.

La directora hizo una pausa.

—Se supone que esto no lo debería decir —añadió. Bajó la voz, casi un susurro, y se inclinó hacia delante—. Pero no voy a permitir otro incidente como el del año pasado.

Levantó la mano y colocó una pistola semiautomática grande en el escritorio. Era negra y despiadada. Karen la miró fijamente unos instantes y después asintió con la cabeza.

—Esto me hace sentir bastante mejor —dijo con una pequeña risa.

La directora guardó la pistola en el cajón de su escritorio.

—Tomo clases de tiro en el campo de tiro.

—Una afición acertada.

—Me he convertido en una experta tiradora.

—Resulta tranquilizador.

—¿Cuándo traerá a su amiga?

—Pronto —repuso Karen—. Muy pronto.

—La admisión es todo el día. Cualquier hora es la hora adecuada. Dos de la tarde. Dos de la mañana. ¿Entendido?

—Sí.

—Diré al personal que esperamos a una nueva huésped en cualquier momento.

—Será de gran ayuda.

Karen cogió sus cosas. Pensó que la entrevista se había acabado, pero la directora todavía tenía una última pregunta.

La directora la miró de cerca.

—Hablamos de una amiga, ¿no es así?

Pelirroja Uno solo tenía que hacer una parada antes de dirigirse a su consulta para el resto de la jornada. Era un lugar donde había estado muchas veces antes, pero que incluso con su formación médica y su experiencia como doctora le parecía irreprimiblemente triste.

Una de las cosas que siempre había notado en el hospital para enfermos terminales era que las luces de la entrada eran brillantes fluorescentes cegadores e implacables, pero que a medida que uno se adentraba en el edificio, se suavizaban, las sombras se hacían mayores y las paredes blancas adoptaban tonos de gris amarillento. El edificio en sí parecía reflejar el proceso de morir.

«Gaitas», recordó de su última visita.

Las enfermeras del hospital se sorprendieron un poco al ver a Karen. No la habían llamado.

—Solo vengo a revisar unos antiguos papeles —explicó Karen con aire despreocupado al pasar por delante de los escritorios donde las enfermeras se reunían cuando se tomaban breves descansos de la implacabilidad de la muerte que llenaba todas las habitaciones. Sabía que esa explicación era más que suficiente para tener privacidad.

Entró en una pequeña habitación lateral que tenía una fotocopiadora, una máquina de café en una mesa y tres archivadores grandes de metal negro. No tardó mucho tiempo en encontrar la carpeta de papel Manila que necesitaba.

Se la llevó a su escritorio. Por un momento, le tentó el paquete viejo de cigarrillos cuidadosamente marcado que la esperaba en el primer cajón. Se dio cuenta de que no había fumado en varios días.

«Bien por ti, señor Lobo Feroz —pensó—. Puede que me hayas ayudado a dejar el vicio de una vez por todas. Así que cuando me mates me estarás salvando de un final realmente horrible. No sé cómo agradecértelo.»

«Cáncer» era lo que buscaba en el informe. No exactamente la enfermedad. Pero era lo que había matado a la persona cuyo informe extendió sobre su escritorio.

Cynthia Harrison. «Un nombre bastante común —pensó Karen—. Eso es bueno.»

Treinta y ocho años. «Joven para un cáncer de mama. Eso era triste. Pero solo tres años mayor que Pelirroja Dos.»

Marido. Sin hijos. «Probablemente así es como descubrió la mala noticia: cuando no pudo concebir. Empezaron a hacerle las pruebas rutinarias de fertilidad y en los resultados aparecieron algunas indicaciones preocupantes. Después debió de ser una rápida sucesión de médicos, tratamientos y un dolor interminable.»

Solo tres semanas en el hospital para terminales, luego de las sesiones de radioterapia fallidas seguidas de cirugía igualmente fallida. «La enviaron aquí porque es el lugar menos caro para morir. Si se hubiese quedado en el hospital les hubiese costado miles de dólares. Y sabían que solo le quedaba el tiempo suficiente para que la familia hiciese las disposiciones adecuadas.»

Comprobó la información de la funeraria y vio cuál de sus compañeros había firmado el certificado de defunción. Había sido el cirujano. «Probablemente quería firmar y olvidar su fracaso.» Anotó toda la información necesaria en un bloc. Datos relevantes de Cynthia Harrison: fecha de nacimiento. Lugar de nacimiento. Ultimo domicilio. Profesión. Familiares más cercanos. Número de la Seguridad Social. Historia médica relevante. Altura. Peso. Color de ojos. Color de pelo. Karen buscó el máximo de detalles en el extenso informe del hospital.

Después caminó por el pasillo en dirección a uno de los puestos de enfermería. Se trataba de la sencilla tarea de encontrar una bolsa de plástico roja con la leyenda: «¡Peligro! Residuos médicos infecciosos» y un recipiente grande sellado donde se tiraban las agujas, los recipientes de muestras y cualquier cosa que hubiese podido contaminarse con un potente virus o con bacterias letales.

—Lo siento, Cynthia —susurró—. Me hubiese gustado conocerte.

«Aunque ahora ya te conozco.» Karen terminó el pensamiento. Enrolló bien todo el informe, lo metió en la bolsa de plástico y la selló con cuidado antes de introducirlo en el recipiente cerrado diseñado con el único propósito de mantener a todo el mundo sano y salvo.

Pelirroja Dos bailaba.

Bailaba el vals con un compañero invisible. Bailaba el tango al son de un ritmo sensual. Saludó a un espacio vacío en la habitación, como si siguiese los majestuosos pasos de un elaborado baile en parejas de la época isabelina. Cuando la música cambió, empezó a contraerse y a moverse como si estuviese en una pista de baile moderna. «Bailando con las estrellas —pensó—. No, Bailando con el Lobo.» Imitó bailes ridículos de los sesenta como el
fmg
y el
watusi
que recordaba que sus padres le habían enseñado en ratos desenfadados. En un momento determinado incluso se lanzó con
Macarena
moviendo las caderas de forma sugerente. Al final, cuando el cansancio se apoderó de sus pasos, se convirtió en bailarina, moviendo los brazos lentamente por encima de la cabeza y dando vueltas.
El lago de los cisnes
, esperaba. De adolescente había visto el ballet. Conmovedor. Precioso. Era el tipo de recuerdo mágico que una impresionable adolescente de quince años nunca olvida. Hubo un tiempo en que esperaba llevar a su hija a ver un espectáculo similar. Ya no. En el pequeño mundo del sótano, levantó los brazos por encima de la cabeza e intentó ponerse de puntas, como haría una bailarina interpretando al cisne blanco, pero le resultó imposible.

Su música era contradictoria. Ninguna de las canciones que llenaban su cabeza coincidía con sus movimientos. El rock and roll no era como el baile por parejas, a pesar de que eso era lo que oía y lo que bailaba.

Pelirroja Tres le había dejado su iPod con varias listas de canciones con el nombre de «música de espera». No reconocía a todos los cantantes, nunca había escuchado a The David Wax Museum ni a The Iguanas y no tenía ni idea de quién era una tal Silina Musango o quién constituía el grupo llamado The Gourds. Pero la música que Pelirroja Tres había seleccionado era irreprimible, entusiasta, animada y ella agradecía los ritmos alegres y la desenfrenada energía que todas las canciones destilaban.

«Pelirroja Tres intenta ayudar —pensó Sarah—. Qué detalle por su parte. Sabía que después de suicidarme estaría aislada y un poco loca.»

«Chica lista.»

Pelirroja Tres había creado otra lista de canciones, pero Sarah no la había escuchado porque no creía que fuese el momento adecuado. Sabía que tendría sonidos y selecciones completamente diferentes. Esta lista de canciones se titulaba: «Música para matar.»

Cuando por fin la venció el cansancio, Sarah se quitó los auriculares y se desplomó en el suelo de cemento del sótano de Pelirroja Uno. Lo notaba frío contra su mejilla. Sabía que se estaba ensuciando, por todas partes había polvo y porquería y notaba el sudor que le caía por la barbilla, pero no le importaba. El aire era caliente y espeso debido a la caldera que había en un extremo y que se esforzaba en calentar la casa. No había ventanas, así que no podía mirar al exterior. Solo sabía que estaba escondida y que incluso aunque el Lobo Feroz estuviese aparcado en el exterior, vigilando la puerta principal, no podría verla. Una parte de su ser se preguntaba si cerrar la única bombilla que colgaba del techo e iluminaba la habitación con una débil luz sería como la negra turbulencia de las aguas del río en que había simulado lanzarse.

La noche anterior, cuando había corrido a través de la noche creciente hasta donde sabía que Pelirroja Uno la esperaba, había imaginado el grito desgarrador de Pelirroja Tres. «Seguro que ha convencido a todos.»

Se acurrucó en un ovillo.

«Sarah murió anoche —pensó—. Nota de suicidio y adiós me he ido para siempre. Me enterrarán al lado de mi marido y de mi hija. Pero no seré yo. Será un ataúd vacío.»

Sabía que su destino era convertirse en otra persona. No estaba segura de que eso le gustase.

Pero hasta que renaciese, tan solo sería Pelirroja Dos.

«Una mortífera Pelirroja Dos —se dijo—. Una Pelirroja Dos homicida.» Un escalofrío de furia la recorrió y una ira incontrolable se apoderó de ella.

Entonces, de pronto, se dejó llevar por todas las emociones que reverberaban en su interior y empezó a sollozar sin parar en el suelo mientras acunaba no una fotografía de su familia muerta, sino la Colt Magnum .357.

30

El Lobo Feroz dio un grito ahogado y después empezó a chillar una retahila incomprensible de maldiciones. Se volvió y tuvo que reprimirse para no golpear la pared de la cocina. En su lugar, estrujó en su puño la sección de noticias locales del periódico y cerró los ojos como si alguien estuviese arañando una pizarra con las uñas e hiciese un ruido que agrediese cada terminación nerviosa de su cuerpo. Debajo de sus dedos tenía el titular de un breve artículo: «Antigua maestra, presunto suicidio.»

—¡No, maldita sea! ¡No! —bramó con una ira repentina e incontrolable.

Una luz brillante se reflejaba en la superficie del río. Al fin había dejado de llover y la temperatura había subido un poco. El viento había parado de soplar y el sol de la mañana había aparecido en un cielo azul sin nubes. Una pequeña muchedumbre se había congregado en el puente, apoyada en la barrera de cemento de poca altura y mirando la actividad abajo. Un reducido equipo de noticias parecía aburrido, la cámara de hombros yacía inútil en el suelo, junto a la rueda de su furgoneta. Los coches que pasaban por el puente disminuían la velocidad y sus ocupantes miraban boquiabiertos la actividad antes de acelerar. Tres mujeres hispanas, cada una empujando una sillita de paseo con un bebé, se habían detenido y hablaban deprisa y gesticulaban señalando la superficie plana de agua negra. Una mujer cruzó rápidamente tres veces. El Lobo Feroz se deslizó entre un par de hombres no mucho mayores que él. Sabía que los dos serían observadores y que compartirían sus opiniones de buena gana. Fumaban y dejaban que las volutas de humo llenasen el aire de un olor acre.

—Te lo digo yo, no van a encontrar nada —dijo uno de los hombres con seguridad, a pesar de que no le habían preguntado nada. Llevaba un abrigo gris andrajoso y un sombrero de fieltro gastado calado en la frente curtida. Se protegió los ojos del sol de la mañana con la mano.

—Yo no me metería ahí —repuso su compañero—. Ni siquiera con una cuerda de seguridad.

—Tendrían que poner carteles de PROHIBIDO BAÑARSE por todo el puente.

—Sí, lo único que no están buscando a ninguna nadadora.

Los dos hombres gruñeron en señal de asentimiento.

A treinta metros de los pilares del puente había dos pequeñas lanchas fueraborda de aluminio. Dos policías, con trajes de buzo negros y con dos botellas de oxígeno cada uno, se turnaban para sumergirse en el río, mientras otros sujetaban cuerdas y maniobraban las lanchas en la fuerte corriente.

El Lobo Feroz observaba con detenimiento. Había algo fascinante en la forma en que desaparecía un submarinista, dejando un rastro de burbujas y una ligera alteración en la superficie del agua, para emerger al cabo de unos instantes, luchando contra la fuerte corriente del río. Percibía la frustración y el cansancio cuando sacaban a los submarinistas del agua y las lanchas se dirigían a una ubicación distinta. «Una búsqueda por cuadrículas —pensó el Lobo Feroz—. Procedimiento policial estándar: dividir la zona en segmentos manejables e inspeccionar cada uno antes de pasar al siguiente.»

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