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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (32 page)

BOOK: Un final perfecto
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—Sí. Tú, ¿qué? —respondió. El Lobo Feroz todavía parecía no darse cuenta de la terrible agonía que embargaba a su mujer.

—He leído lo que estás escribiendo —añadió.

La amplia sonrisa se borró rápidamente del rostro de su marido.

—¿Qué?

—Te dejaste las llaves del despacho cuando cambiamos de coche la otra noche. Entré y leí algunas de las páginas en el ordenador.

—Mi nuevo libro —repuso.

Ella asintió con la cabeza.

—No tenías que haberlo hecho —declaró el Lobo Feroz. El timbre de su voz había cambiado. Ya no tenía un tono divertido; este había sido reemplazado por un tono uniforme y monótono, como una sola nota disonante en una melodía de piano desafinada que se toca una y otra vez. Había esperado que gritase indignado e iracundo. La ecuanimidad de su voz la asustaba.

»Mi despacho, mi trabajo, me pertenecen. Es algo privado. No estoy preparado para enseñárselo a nadie. Ni siquiera a ti.

La señora de Lobo Feroz quería decir «perdóname» o «lo siento». De repente se sentía confusa. No estaba segura de quién de los dos había hecho algo peor. Ella, por violar el espacio y el trabajo o él, porque quizá fuese un asesino.

Pero se tragó todas sus disculpas como si fuese leche agria.

—¿Las vas a matar? —preguntó.

Le parecía increíble que hiciese esa pregunta. Se había pasado de directa. Si él contestaba que sí, ¿qué significaría para ella? Si decía no, ¿cómo podía creerle?

El sonrió.

—¿Qué crees que voy a hacer? —preguntó. El timbre de su voz había cambiado de nuevo. Ahora hablaba como alguien que está repasando la lista de la compra.

—Yo creo que tienes intención de matarlas. No entiendo por qué.

—Puede que saques esa conclusión de lo que has leído —repuso.

—¿Son tres…? —empezó una pregunta, pero se detuvo porque no estaba segura de cuál debía ser.

—Sí. Tres. Es una situación única —contestó a algo que ella no había preguntado.

—La doctora Jackson y esa chica de mi colegio, Jordan…

—Y otra más —añadió interrumpiéndola—. Se llama Sarah. No la conoces. Pero es especial. Las tres son muy especiales.

Esta palabra, «especial», le parecía errónea, pensó, pero no sabría decir cómo o por qué. Negó con la cabeza.

—No lo entiendo —prosiguió—. No lo entiendo en absoluto.

—¿Hasta dónde has leído? —inquirió.

La señora de Lobo Feroz dudó. La conversación no se desarrollaba como ella había pensado. Había hablado cara a cara con su marido y le había preguntado si era un asesino y esto tendría que haberlo aclarado todo, sin embargo ahora hablaban sobre palabras.

—Solo un poco —contestó—. Quizás una página o dos.

—¿Eso es todo?

—Sí. —La señora de Lobo Feroz sabía que era la verdad, pero daba la sensación de ser una mentira.

—Así que en realidad no sabes de qué trata el libro, ¿no? Ni lo que intento conseguir ni en qué contexto. Si te pregunto sobre el argumento o sobre los personajes o sobre el estilo, no serías capaz de contestarme, ¿verdad que no?

La señora de Lobo Feroz negó con la cabeza. Tenía ganas de llorar.

—Trata de asesinatos.

—Todos mis libros tratan de asesinatos. Sobre eso escriben los escritores de novela negra o de misterio. Pensaba que te gustaban.

Este comentario, que incluso podría ser una crítica, dio en el blanco.

—Claro que me gustan. Ya lo sabes —contestó. Parecía como si lo que pronunciaba fuese un ruego. Lo que quería decir era «esos libros fueron lo que nos unió. Esos libros me salvaron la vida».

—Pero solo has leído… ¿qué es lo que has dicho? ¿Un par de páginas? ¿Y crees que sabes de lo que trata el libro?

—No, no, claro que no.

—¿Te das cuenta de que ese manuscrito tiene varios cientos de páginas que no has leído? —Sí.

—Si coges una novela de espías de John Le Carré, por ejemplo, y lees dos o tres páginas al azar por en medio del libro, ¿crees que podrías decirme de qué trata?

—No.

—¿Sabes siquiera si mi novela está narrada en primera o en tercera persona?

—Parecía en primera persona. Hablabas sobre un asesinato…

Él la interrumpió.

—¿Yo? ¿O mi personaje?

De nuevo tenía ganas de llorar. Tenía ganas de sollozar y de tirarse al suelo porque no sabía la respuesta. Una parte de ella temía que fuese «tú» y otra parte rogaba que fuese «tu personaje».

—No lo sé. —Es todo lo que fue capaz de decir. Pronunció las palabras en una especie de lamento.

—¿No confías en mí? —preguntó.

Al final, las lágrimas empezaron a empañar los ojos de la señora de Lobo Feroz.

—Claro que confío en ti —repuso.

—Y, ¿no me quieres? —preguntó.

Esta pregunta le afectó sobremanera.

—Sí, sí —repuso con voz ahogada—. Ya sabes que sí.

—Entonces, no veo cuál es el problema —añadió.

A la señora de Lobo Feroz le daba vueltas la cabeza. Nada sucedía como había pensado.

—Las fotografías de la pared. Los horarios. Los diagramas. Y después las palabras que he leído…

Esbozó una sonrisa bondadosa.

—Todo junto te ha hecho imaginar una cosa…

Ella asintió con la cabeza.

—… sin embargo, la verdad puede ser totalmente diferente. —Terminó su declaración.

Movía la cabeza arriba y abajo en señal de asentimiento.

—Así que —continuó hablando con voz suave, casi con las palabras sencillas que uno utilizaría con un niño—, todo lo que viste te preocupó, ¿no?

—Sí.

Se reclinó en el asiento.

—Pero soy escritor —prosiguió, con una amplia sonrisa en su rostro—. Y a veces para dejar volar la creatividad tienes que inventar algo real. Algo que parezca que está sucediendo delante de tus ojos. Algo más real que lo real, supongo. Es una buena manera de decirlo. Este es el procedimiento. ¿Crees que es así?

De nuevo temía ahogarse.

—Supongo que sí—repuso lentamente la señora de Lobo Feroz. Se secó algunas de las lágrimas en el rabillo del ojo—. Quiero creer… —empezó a decir pero se detuvo bruscamente. Volvió a respirar hondo. Se sentía como si estuviera debajo del agua.

—Piensa en los grandes escritores Hemingway, Faulkner, Dostoievski, Dickens… o los escritores actuales que más o menos nos gustan como Grisham y Connolly y Thomas Harris. ¿Crees que eran diferentes?

—No —contestó dubitativa.

—Lo que quiero decir es que, ¿cómo inventas a un Raskolnikov o a un Hannibal Lecter si no te metes completamente en su piel? Si no piensas como ellos. Si no actúas como ellos. Si no dejas que se conviertan en parte de ti.

El Lobo Feroz no parecía que quisiese una respuesta a su pregunta. Su esposa se sintió vapuleada de un lado a otro por la incertidumbre. Lo que le había parecido tan obvio y aterrador cuando invadió su despacho, ahora parecía algo diferente. Cuando leyó la novela que estaba escribiendo, ¿ya se había acercado a ella con sospechas o de forma ingenua e inocente? De pronto, se recordó sentada en la consulta médica austera y estéril, escuchando los complicados tratamientos y los programas terapéuticos, aunque en realidad solo oía las pocas posibilidades que tenía de vivir. Le parecía que toda esta conversación era igual. Tenía dificultad para oír cualquier otra cosa que no la reconfortase, aunque todo parecía volverlo más complejo. Pero al mismo tiempo, la señora de Lobo Feroz se agarraba a hilos de certeza. Una sola voz aterrorizada gritaba en su interior y al final cedió y formuló la atrevida pregunta.

—¿Has matado a alguien?

Hubiese deseado poder convertir esta pregunta en una exigencia, como un fiscal cargado de ira justificada e insistencia en la verdad en un juicio de ficción, pero sentía que se deshacía. Qué fácil era ser dura y firme en el colegio con todas las peticiones estúpidas de adolescentes egoístas y privilegiados. Ser dura con ellos no era un reto. Esto era distinto.

—¿Crees que he matado a alguien? —preguntó.

Cada vez que le devolvía las preguntas, ella se sentía más débil. Era como estar delante de uno de los espejos de la Casa de los Espejos y ver cómo el cuerpo se ensanchaba y era gorda y después se alargaba y era delgada y sabía que ese no era exactamente su aspecto, aunque temía de alguna forma quedar atrapada en la imagen distorsionada del espejo y que esa imagen deforme, rara, se convirtiese en ella. Con paso inseguro, la señora de Lobo Feroz se incorporó, caminó hasta donde había dejado su cartera y extrajo varios manojos de papel. Cogió todas las copias impresas y las hojas de cálculo que había recopilado ese día. La mano le temblaba mientras las sostenía, miró hacia abajo y de repente se sintió confusa; las había colocado en perfecto orden antes de salir del despacho. Estaban organizadas y ordenadas por horas y fechas y detalles como si demostrasen por sí mismas algunos puntos. Pero a la señora de Lobo Feroz le parecía que de alguna manera, como por arte de magia, habían cambiado. Ahora estaban completamente desordenadas, un desorden inconexo y enmarañado que no servía de nada.

—¿Qué es todo eso? —preguntó bruscamente el Lobo Feroz. De nuevo la irritación se había deslizado en su voz.

—¿Por qué guardabas recortes de periódico de estos asesinatos? —intentó formular una pregunta sensata, una pregunta que ayudase a aclarar las cosas.

—Documentación —repuso con rapidez en tono cortante—. Basar las novelas en hechos reales. Guardar recortes. Recordar la técnica que ha funcionado.

La miró fijamente.

—Así que no solo has leído mi nueva novela, sino que además has mirado mi álbum de recortes.

Se sintió como si la estuviesen interrogando. No lograba decir sí, de manera que se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Qué más? —preguntó.

Ella negó con la cabeza.

—¿Qué más? —preguntó de nuevo.

—Eso es todo —repuso. Las palabras, al pronunciarlas, le arañaban la garganta.

—Pero eso no es todo, ¿no es así?

Ahora las lágrimas sí que le quemaban los pómulos. Quería rendirse a la desesperación.

—He intentado comprobar —gimió.

No hacía falta que dijese lo que había intentado comprobar.

—¿Comprobar? ¿Cómo?

—He llamado al agente que se ocupaba de este caso.

Le pasó un recorte de periódico. El artículo trataba sobre una adolescente que había desaparecido cuando regresaba andando a casa desde el colegio. En el lenguaje periodístico de un periódico de poca monta, describía un terror inconmensurable. En un momento había desaparecido de la tierra y había sido asesinada. El caso era peor que una pesadilla y la señora de Lobo Feroz se estremeció levemente cuando su mano rozó la de su marido. Pensó que estaba atrapada entre la esterilidad del artículo periodístico y la verdad completamente terrible de los últimos minutos de la chica desaparecida. La señora de Lobo Feroz miró a su marido mientras sus ojos recorrían el artículo. Esperaba una explosión de ira de superioridad moral, aunque no estaba segura de por qué iba a reaccionar de esta manera. O de cualquier otra manera.

El Lobo Feroz echó una ojeada a las páginas y después se encogió de hombros. Se las devolvió a su mujer.

—¿Qué te dijo?

—No mucho. Es un caso abierto. Archivado. No espera que haya ningún avance.

—Eso es lo que hubiese esperado yo. Si me hubieras preguntado, te lo podría haber dicho. Seguramente has hablado con el mismo agente con el que yo hablé hace años, cuando estaba escribiendo el libro.

Eso no se le había ocurrido a la señora de Lobo Feroz.

—No sé si recuerdas, en mi novela la chica es de octavo curso. Es rubia y proviene de una familia desestructurada. —Ahora el Lobo Feroz hablaba como un maestro a una clase de alumnos especialmente tontos—. Pero como ves en esta fotografía, la víctima era más mayor, morena y formaba parte de una familia extendida.

La señora de Lobo Feroz se estremeció. «Claro. Tenías que haberlo recordado. Todo es diferente.»

El Lobo Feroz cruzó los brazos.

—Pensaba que siempre habíamos confiado el uno en el otro —prosiguió—. Cuando estuviste enferma, ¿no confiabas en que cuidaría de ti?

—Sí —masculló.

—Desde el mismísimo día en que nos conocimos, ¿no hemos tenido siempre, no sé, algo especial?

—Sí, sí, sí —contestó. Parecía que rogaba.

—Siempre hemos sido compañeros, ¿no es así? ¿Cuál es esa palabra tonta que utilizan los niños hoy en día? ¿Almas gemelas? Eso es. Bueno, dos palabras. Desde el primer momento supiste que estabas en la tierra para mí y yo supe que estaba aquí para ti…

De los labios de la señora de Lobo Feroz brotaban síes pronunciados con suavidad.

El Lobo Feroz sonrió.

—Entonces, no entiendo —añadió—. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?

—Las otras… —empezó a decir.

—¿Cuáles?

—Antes de que nos casásemos. Antes de conocernos.

—¿Otras mujeres?

—No, no, no…

—Entonces, ¿qué otras?

Hablaba con suavidad. Las palabras parecían flotar en el aire entre ellos, como nubes.

—Las mujeres en los artículos de los periódicos.

—¿Te refieres a los casos reales que utilicé para mis novelas?

—Sí.

—¿Qué pasa con ellos?

—¿Las asesinaste? ¿Y después escribiste sobre ellas?

El Lobo Feroz dudó. Señaló el sofá del salón, movió la mano para que su esposa ocupase su asiento habitual. Ella hizo lo que le indicaba, dejando que las preguntas reverberasen en la casa como un trueno lejano cuyo sonido disminuye entre el martilleo de la lluvia. Cuando se sentó, incómoda, el Lobo Feroz se dejó caer en el sillón donde normalmente se sentaba por las tardes. Se reclinó, como si se relajase, pero miró hacia el techo como buscando orientación.

—¿No tiene más sentido leer sobre esos casos y después escribir sobre ellos? —preguntó al final, bajando los ojos para fijarlos en los de ella.

La señora de Lobo Feroz intentaba organizar sus pensamientos, comparaba las fechas de las muertes con las fechas de publicación, añadiendo el tiempo que tomaba escribirlas, el intervalo entre la complexión y la publicación. Todos los factores matemáticos implicados. No entendía por qué las fechas que estaban claramente grabadas en su memoria ahora parecían borrosas e ilegibles.

—¿De verdad crees que he matado a alguien? ¿A cualquiera? ¿Crees que ese soy yo?

No estaba segura. Una parte de su ser quería decir sí. Pero otra parte no. Se encontró moviéndose hacia delante de forma involuntaria, de manera que estaba sentada al borde del sofá, casi a punto de deslizarse al suelo. Se sentía mal, tenía náuseas, la cabeza le daba vueltas y notaba un dolor inconexo por todo el cuerpo. El corazón le latía con fuerza, lo sentía empujando con furia contra su pecho y las sienes le palpitaban con un repentino y terrible dolor de cabeza. Tenía sed, la garganta reseca y de repente pensó: «Si me dice la verdad, ¿tendrá que matarme?

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