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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (31 page)

BOOK: Un final perfecto
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Al otro lado de la acera, detrás de la parada del autobús, había un roble grande que ofrecía sombra y protección en verano. Sarah miró las ramas desnudas. «Aquel día seguro que estaban completamente en flor. Montones de hojas verdes. Hojas que susurrarían con la brisa. Un lindo sonido que con calma recuerda a las personas los días bonitos que están por venir», pensó.

Sarah llevaba una cartera grande. Mientras caminaba hacia el árbol, sacó de un tirón un martillo pequeño y algunos clavos.

Puso una mirada decidida, de operaría, y sacó una fotografía brillante de ocho por diez de su esposo, su hija y ella, hecha un año antes de que muriesen. Con cuidado, la había recubierto de plástico transparente para protegerla de la fina lluvia que caía.

Clavó la fotografía en el tronco. A la altura de los ojos.

Con rapidez, sacó del bolso un sobre rosa grande. El sobre estaba dentro de una bolsa de plástico transparente e impermeable. Lo clavó directamente debajo de la fotografía, con dos clavos para asegurarse de que no cayese al suelo. El martilleo sonaba como los disparos de una pistola que se disipan en la oscuridad de la noche.

El exterior del sobre tenía un sencillo mensaje escrito con tinta roja en letras grandes:

ENTREGAR A LA POLICÍA

«No es muy educado —pensó—. Ni siquiera por favor o gracias.» Se dio media vuelta y dirigió una rápida mirada hacia la intersección. Se detuvo de repente, como hipnotizada. De pronto empezó a respirar con jadeos cortos e intensos. «Venían por esa dirección. El camión cisterna aceleró en el semáforo. Seguramente se estaban riendo cuando sucedió. Puede que él estuviese cantando. Siempre le gustaba cantarle a nuestra hija cuando iba en el coche. Era una tontería, se inventaba las letras de las canciones, pero ella no paraba de reír, porque no había nadie en todo el mundo mundial más gracioso que su papá.» Sarah se ahogaba. Le pareció poder oír el chirrido de las ruedas y el terrible estruendo del impacto y del metal retorciéndose. Era una explosión de recuerdos y las manos le temblaban y no lograba controlar el temblor, era como si de repente le hubiesen cortado todos los músculos del cuerpo. Se desplomó sobre sus rodillas como una suplicante en una iglesia, sin apartar la vista del lugar donde todas sus esperanzas habían muerto.

Levantó involuntariamente las manos y se cubrió el rostro. Por un momento las mantuvo ahí, como si jugase al escondite. Tuvo el terrible pensamiento de que no volvería a ser capaz de moverse, nunca jamás.

En ese mismo instante, oyó una voz firme que no reconoció inmediatamente y que le gritaba en su interior: «¡Hazlo Sarah, hazlo ya!»

Le costó un gran esfuerzo obligarse a levantarse.

Notaba que el pulso se le aceleraba. Todavía sentía las piernas débiles. Sabía que su rostro mostraba la palidez de un infartado.

Primero dio un paso, después otro, mientras daba la espalda a todas sus penas. Al principio avanzó a trompicones, poniendo un pie delante del otro como un borracho, para coger el ritmo.

Después empezó a correr.

Aterrorizada, embargada por el miedo, pero ganando velocidad con cada zancada y la certeza de que no le quedaba otro camino, Sarah se adentró corriendo en la creciente oscuridad.

Sentía la húmeda llovizna en las mejillas.

Al menos, eso creía que era. También podrían haber sido lágrimas. Para ella no cambiaba nada. Sentía como si estuviese gritando: «¡Adelante, adelante, adelante!», pero los únicos sonidos que la rodeaban eran el ruido urgente que sus pies emitían al chocar contra la calzada.

Recorrió una manzana, seguida de otra. No intentó controlar el ritmo; corría a toda velocidad. Apenas veía los edificios que dejaba atrás.

«Encuentra el río», pensó.

Corriendo desesperadamente con todas sus fuerzas, intentando dejar todos los recuerdos atrás, avanzó como una exhalación. La acera se estrechaba ligeramente cerca del puente, pero caminó hasta el final. Entonces se detuvo jadeando.

El puente tenía cuatro carriles y se extendía por una parte del río situada justo debajo de la catarata Western Falls. Cerca había una planta de tratamiento de aguas residuales que utilizaba la corriente natural del río para ayudar a depurar las aguas. El agua era oscura, veloz, turbulenta y peligrosa; más de un pescador, mientras pescaba en el trecho río arriba, había resbalado y se había ahogado en la fuerte corriente producida por las necesidades de la planta y por la caída de seis metros creada por la naturaleza y ayudada por los ingenieros de principios de siglo. Pero la planta apenas funcionaba ya y las industrias que habían surgido en sus aledaños habían cerrado, de manera que ahora lo único que parecía tener vida eran las aguas negras, arremolinadas y crecidas por la lluvia.

Incluso la pequeña valla, que se suponía tenía que evitar que la gente se acercase demasiado al peligro, estaba deteriorada. Una señal amarilla descolorida advertía al transeúnte de los riesgos. No muchas personas utilizaban el paso al lado del puente.

Era un buen lugar para que una persona consumida por la desesperación muriese.

Sarah se inclinó e intentó recuperar el aliento. De repente levantó la vista. «Pronto», pensó.

«Ahora en cualquier momento. Pelirroja Dos.»

Había llegado la hora.

«Catorce puntos, ocho tiros fallidos, un par de asistencias y hemos ganado por once.»

Pelirroja Tres se había sentado sola en el asiento habitual en la parte trasera de la furgoneta del colegio. Incluso después de su sólida, casi espectacular, aportación a la victoria del equipo, la seguían dejando sola en el viaje por carretera. Le habían dicho los rutinarios «buen partido» y «bien jugado» y dado unas cuantas palmadas inmediatamente después, pero para cuando el vapor de las duchas en el vestuario del equipo visitante se había disipado y se habían peinado los rizos mojados, Jordan ya había regresado a su habitual estatus de marginada y eso era con lo que había contado.

Estaba sentada en la última fila con el rostro pegado al cristal de la ventanilla. Notaba el frío contra la frente, pero tenía calor y estaba sudorosa. Las otras chicas del equipo estaban enzarzadas en varias conversaciones. El entrenador y su ayudante estaban en los dos asientos delanteros.

Jordan había jugado en ese colegio media docena de veces desde que había entrado en el primer equipo. Conocía la ruta que recorrería la furgoneta de regreso al colegio. Sabía lo que tardarían en llegar y las calles por las que pasarían.

Había adoptado una expresión triste y absorta, como si sus pensamientos estuviesen en otro lugar, cuando en realidad estaban clavados en lo que veía en el exterior.

«En el semáforo, giraremos a la derecha.»

«Cinco minutos. Tal vez menos.»

Notaba el cuerpo rígido por la tensión. Los músculos del brazo estaban tirantes y las piernas parecían cintas estiradas al máximo. Parecía la ansiedad que llenaba el vestuario antes de un partido importante.

«Todo depende de ti. Siempre ha dependido de ti.»

La duda se fue apoderando de ella, instalándose junto al miedo.

«No se detendrá. No hasta que hayamos muerto todas.»

Jordan despegó los ojos de la ventanilla. Examinó a los otros pasajeros de la furgoneta. El entrenador iba al volante y conducía lentamente y con cuidado, porque la aparatosa furgoneta era difícil de manejar en las autopistas resbaladizas. El ayudante revisaba la hoja de estadística del partido y utilizaba la luz del salpicadero para leer las cifras. Sus compañeras de equipo seguían hablando sobre chicos y fiestas y asignaturas y exámenes y música y trabajos y todas las cosas típicas que ocupan a los adolescentes; hablar sobre nada y sobre todo a la vez, pensó Jordan.

Volvió a dirigir la mirada a la ventanilla.

«Giramos a la izquierda, pasamos los apartamentos y la bodega donde seguramente venden drogas de tapadillo junto con otros productos alimenticios a un precio excesivo. Hay una señal de stop, en la que se detendrá solo un momento, porque este atajo nos lleva por un barrio muy malo de la ciudad y además la furgoneta está llena de niñas blancas ricas lo que, en potencia, es una mala combinación. Así que acelerará un poco incluso con lluvia, subirá por la calle hasta pasar los almacenes abandonados y después tirará por el puente.»

Apretó los dientes. Era como si fuese capaz de ver todo lo que iba a suceder segundos antes de que ocurriese. Podía sentir la presencia del Lobo Feroz como si estuviese sentado a su lado, respirando profundamente junto a su oreja.

El ruido del motor aumentó cuando la furgoneta cogió velocidad.

«¡Ahora! —exclamó Jordan para sí—. ¡Hazlo ahora!»

Respiró muy hondo y entonces soltó el aire con un potente grito a pleno pulmón, aterrorizado y cargado de pánico que explotó en el espacio reducido de la furgoneta.

Sarah miró por última vez la calzada y saltó la valla.

Dudó sobre las aguas negras arremolinadas. «Adiós a todo, Pelirroja Dos», se dijo.

La furgoneta viró descontrolada por el carril vacío, el entrenador-conductor a punto estuvo de perder el control por el penetrante chillido que venía de la parte trasera. Jordan se había incorporado un poco, agitaba los brazos y apuntaba frenéticamente a través de la ventanilla a la progresiva negrura del anochecer.

—¡Ha saltado! ¡Ha saltado! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Dios mío! La señora que estaba ahí, en el puente. ¡He visto cómo saltaba!

El entrenador consiguió dominar la furgoneta hasta frenarla y encender las luces de emergencia.

—¡No os mováis del sitio! —gritó.

El ayudante del entrenador forcejeaba con su cinturón de seguridad e intentaba abrir la puerta.

—¡Que alguien llame al 911! —gritó mientras salía por la puerta y corría hasta la barrera de hormigón en el lateral del puente para examinar la negra extensión del agua que fluía. Las otras chicas gritaban de manera incomprensible, en una algarabía de miedo y pánico, estirando el cuello en la dirección que Jordan señalaba. Una de ellas había cogido un móvil de una mochila y marcaba frenéticamente un número para pedir ayuda. Jordan de repente se desplomó en el asiento, la cabeza todavía pegada al cristal, gemía y sollozaba de forma incontrolada; emitía sonidos de desesperación profundos y guturales mezclados con: «Lo he visto. Dios mío. Lo he visto. Ha saltado. Ha saltado. La he visto saltar…»

28

La señora de Lobo Feroz estaba extrañamente familiarizada con la turbulenta sensación que sacudía sus sentimientos. Era la ridícula esperanza de que todo volviese a ser como era, enturbiada por la certeza de que nada volvería a ser como antes. Había pasado por una enfermedad que había amenazado con robarle la vida, había experimentado la fría creencia de que su propio cuerpo estaba a punto de traicionarla y se había enfrentado a la idea de que la muerte inminente la esperaba.

Y había sobrevivido.

Sin embargo, no estaba segura de poder sobrevivir a lo que la esperaba ahora. «¿Puede matarme la verdad?», se preguntaba.

Sabía la respuesta a esa pregunta.

«Claro que sí.»

Se le llenó la cabeza de advertencias furibundas.

«Idiota. Idiota. Idiota. Nunca debiste abrir la puerta del despacho. Antes de hacer esa estupidez eras feliz. Nunca abras una puerta cerrada con llave. Nunca.»

Al otro lado de la habitación el Lobo Feroz examinaba el correo y descartaba casi todo en el cubo de plástico que utilizaban para el reciclaje, haciendo una mueca a la factura ocasional que aparecía entre folletos, catálogos y cartas que ponían «importante» en el sobre pero que, en realidad, eran señuelos para nuevas tarjetas de crédito o peticiones para donaciones a partidos políticos o para buenas causas. La señora de Lobo Feroz se dio cuenta de que su marido guardaba algunas de esas cartas; sabía que hacía pequeñas donaciones para la investigación sobre el cáncer y las enfermedades cardiovasculares. Se trataba de unos pocos dólares aquí o allá, donaciones que le hacían bromear y decir: «Solo intento asegurarme de que iremos al cielo.»

No estaba segura de que el cielo todavía fuese una posibilidad para cualquiera de los dos.

—¿Quieres que veamos un poco la tele? —preguntó el Lobo Feroz cuando, con una floritura tiró la última carta inútil a la basura.

La señora de Lobo Feroz sabía que la respuesta habitual era «sí», a la que le seguía que cada uno se sentase en su asiento habitual y zapease por los canales de siempre hasta encontrar los programas usuales. Había algo maravillosamente reconfortante, casi seductor, en la idea de que con solo decir «sí» y colocarse suavemente detrás de su marido, las cosas volverían a ser como antes. Con palomitas.

Albergaba muchas dudas. Gran parte de su ser insistía en callar la boca, hubiese pasado lo que hubiese pasado, y dejar que todo volviera inexorablemente a la vida que la había hecho tan feliz. Pero una pequeña parte de su ser se daba cuenta de que no había nada en el mundo más pernicioso que la incertidumbre. Había pasado por ello con la enfermedad y ahora se preguntaba si alguna vez podría volver a tomar la mano de su marido y estrecharla en la suya sin que la embargasen dudas persistentes y aterradoras.

Y mientras este debate se lidiaba en su interior y hacía que casi se marease por la ansiedad, oyó que decía:

—Tenemos que hablar.

Era como si alguien hubiese entrado en el salón y otra señora de Lobo Feroz hablase en voz alta, en un tono de voz siniestro y teatral, muy dramático. Quería gritar a esa intrusa: «¡Mantén la boca cerrada!» y «¿cómo te atreves a inmiscuirte entre mi marido y yo?».

El Lobo Feroz se volvió con lentitud hacia ella.

—¿Hablar? —preguntó.

—Sí.

—¿Sucede algo? ¿Te encuentras mal? ¿Tengo que llevarte al médico?

—No. Estoy bien.

—Qué alivio. ¿Tienes algún problema en el trabajo?

—No.

—Bien, de acuerdo. Hablemos. Será otra cosa, supongo. ¿Qué te pasa?

Parecía tan solo ligeramente confundido. Se encogió de hombros e hizo un gesto en su dirección, como invitándola a continuar.

La señora de Lobo Feroz se preguntó qué aspecto tenía su rostro. ¿Estaba pálida? ¿Estaba surcado por miedos? ¿Le temblaba el labio? ¿Tenía un tic en el ojo? ¿Por qué no veía la angustia que ella sabía que llevaba como un traje llamativo de vivos colores?

Pensó que era incapaz de respirar. Se preguntó si se iba a ahogar e iba a desplomarse en el suelo.

—Yo… —se calló.

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