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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (29 page)

BOOK: Un final perfecto
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—¿Os habéis dado cuenta de que siempre hace las cosas de tres en tres? —prosiguió—. Las tres recibimos una carta el mismo día. Las tres recibimos un vídeo a la vez. Las tres recibimos una llamada, una después de otra…

—Claro —repuso Jordan—. ¿Por qué no iba a hacer las cosas de tres en tres?

Sarah no estaba tan segura.

Sin embargo, su voz cogió impulso, incluso cuando la bajó hasta casi un poco más que un susurro.

—Es evidente que tiene un sistema. Es obvio que tiene un plan. Nosotras somos las tres partes del plan —prosiguió, hablando cada vez más rápido—. Hace todo por triplicado, así que su disfrute se multiplica por tres. No le ha hecho nada diferente a alguna de las tres. Ni una sola vez. Es como si fuésemos tres guisantes en la misma vaina. He estado pensando en ello desde que nos llamó anoche. Quiero decir ¿y qué viene ahora? ¿Ponerse otra vez en contacto con nosotras para aterrorizarnos todavía más? O quizá vaya a empezar con los asesinatos. Podría hacerlo en cualquier momento. ¿No os sentís como un animal al que van a cazar?

Karen no dijo nada, pero así era exactamente como se sentía. Miró a Jordan de reojo. La más joven de las tres miraba fijamente hacia el frente. Con una expresión entre furiosa y resignada en el rostro.

—Cuanto más pienso en ello, más me parece como estar en una clase. Todas estamos aprendiendo sobre asesinatos, ¿verdad? No sé si sabéis, pero he pasado mucho tiempo dando clases. Y sé perfectamente cuándo sucede algo que rompe la clase. Arruina la planificación que has hecho de la lección. Todo lo que tienes preparado para la clase de ese día simplemente desaparece —continuó Sarah.

Su voz, aunque ansiosa, se quebró con algún recuerdo. Jordan imaginó que de repente Sarah había recordado qué era lo que la había puesto delante de todos esos jóvenes alumnos.

—Un pequeño altercado, bueno, se solventa de forma rápida y efectiva. Envías al alumno desobediente al despacho del director. Un poco de firmeza restablece el orden en la clase. Prosigues con la lección.

Jordan sabía exactamente de lo que hablaba. Al fin y al cabo eso había hecho ella precisamente esa mañana.

—Pero a veces hay altercados que no se pueden resolver con facilidad. En ese caso todo explota de repente.

—¿Y entonces qué pasa? —preguntó Karen.

—Toda la planificación se va directa al carajo.

—Bueno —interrumpió Jordan—, ¿qué quieres decir?

—Estamos en su clase. Tenemos que interrumpir lo que tiene planeado para nosotras. Romper su sistema. Tenemos que conseguir desbaratar todos los malditos planes que haya diseñado para cada una de nosotras.

Karen asintió con la cabeza.

—Suena bien. Pero del dicho al hecho… —susurró.

—No —respondió Sarah. Extendió las manos y sujetó las muñecas de Karen, para acercarla un poco más—. Sé cómo desbaratárselo todo. A la mierda total y completamente con el Lobo Feroz y con lo que tenga pensado para nosotras.

La obscenidad parecía miel que se desliza por la lengua.

—¿Cómo? —espetó Jordan. Estaba confundida, pero de repente tenía esperanza. La sola idea de hacer algo en lugar de esperar a que le hiciesen algo a ella ya resultaba alentador.

De repente, a Sarah le empezaron a brillar los ojos por efecto de las lágrimas, al mismo tiempo que su boca esbozaba una sonrisa. Extendió la mano y acarició la mejilla de Jordan con rapidez, un acto de afecto sorprendente para alguien que apenas era algo más que una desconocida.

—Una de nosotras tiene que morir —sentenció.

Las otras dos se quedaron boquiabiertas. Karen dio un grito ahogado e intentó dar un paso atrás, pero Sarah la detuvo sujetándole el brazo con más fuerza. Sarah negó con la cabeza.

—No —repuso a la pregunta no formulada—. Yo.

26

La señora de Lobo Feroz había descubierto rápidamente que hay un límite a lo que se puede encontrar sobre crímenes específicos sentada a un escritorio y navegando por Internet. Todavía había recibido menos ayuda electrónica para desentrañar el misterio del hombre a quien amaba.

Como era secretaria de administración y devota de la rutina y el orden, creó una hoja de cálculo para mantener sus pesquisas organizadas. Cuatro libros. Cuatro asesinatos. Después la boda. Colocó las fechas de publicación y de homicidios en la parte superior de la hoja de cálculo. Hizo subcategorías de escenas y de personajes de las novelas y las contrastó con víctimas reales y lugares de los crímenes. Hizo una lista de armas utilizadas en la vida real frente a las que había leído en las novelas de su marido. Recogió cada pequeño detalle que vislumbró en los diversos artículos de periódico que aparecían en la pantalla del ordenador y los reexaminó como si fuese un crítico literario tremendamente afanado. La impresora que estaba al lado del escritorio zumbaba mientras ella buscaba con tenacidad patrones, similitudes y cualquier aspecto compartido entre los libros y los asesinatos que pudiesen llevarla por el camino de la comprensión.

Era un trabajo duro.

Mordisqueaba las gomas del extremo de los lápices, chupaba caramelos de menta y miraba por encima del hombro para asegurarse de que nadie veía lo que hacía, aunque sabía que no había nadie más en el despacho. Por suerte, el director había escogido esa semana para asistir a una conferencia académica en Nueva York. Le había dejado poquísimas tareas para terminar, así que pudo acometer sus propósitos con una fiebre que se asemejaba a sus sentimientos desbocados.

A media mañana, un alumno de segundo curso había pasado por el despacho para pedir información sobre un programa de idiomas en el extranjero. Lo echó enseguida con una mentira rápida, diciéndole que no sabía nada de ese programa, a pesar de que en el primer cajón tenía un extenso folleto que lo explicaba todo sobre él.

Un poco más tarde, justo antes de la pausa que normalmente se tomaba a mediodía, dos alumnas del último curso se presentaron en la puerta porque necesitaban el permiso del director para una visita de dos días a una universidad. Se trataba de una artimaña común, concebida no tanto para conocer una futura facultad, sino más bien para encontrarse con un par de alumnos que se habían graduado el año anterior. La señora de Lobo Feroz hizo marchar a la pareja con un resoplido áspero y sarcástico y dos preguntas sencillas y embarazosas: «¿Os pensáis que sois las primeras alumnas lo bastante listas como para urdir un plan así?», y «¿vuestros padres están enterados de la aventura que proponéis?».

Se saltó el almuerzo. En circunstancias normales hubiese estado muerta de hambre, pero ese día la ansiedad le llenaba el estómago.

Cuando la jornada laboral quedó reducida a la tarde, se dio cuenta de que cualquier verdad que había encontrado con su esfuerzo, quedaba atrapada en una especie de zona pantanosa. Veía que algunos elementos de las novelas y de los crímenes parecían concordar y otros divergían por completo. Un asesino que empuñaba una navaja en una novela parecía una espeluznante imitación de comportamientos descritos en artículos de prensa. Una joven prostituta descubierta en un callejón en la ficción se parecía a una prostituta cuyo cadáver fue abandonado en una callejuela de una pequeña ciudad.

A la señora de Lobo Feroz se le ocurrió pensar que estaba pisando un terreno peligroso. Cualquier cosa que descubriese podía dar igual o no dar igual. Se dijo que tenía que ser precisa. Se dijo a sí misma que tenía que ser concreta. Se dijo que debía ser analítica.

En dos de los asesinatos que había analizado, dos hombres habían sido condenados y cumplían duras condenas. En otros dos, la policía había incluido los asesinatos en la categoría de «caso abierto» que, por lo que sabía de los
reality-shows
que veía en la televisión, eran casos que cada cierto tiempo un policía aquí o allá investigaba de nuevo y, cuando por arte de magia surgía alguna prueba nueva, podía llevar hasta un arresto de lo más sonado. Era lo bastante inteligente para saber que estos desenlaces poco habituales hechos para ser éxitos de Hollywood ocultaban la gran mayoría de los fallos de la vida real.

La señora de Lobo Feroz estaba bloqueada.

Cuando vio que dos de los asesinatos que su marido había elegido habían acabado con la condena de otros hombres, el corazón se le desbocó y le bajaron las pulsaciones.

—Ves, ya te lo dije. No es gran cosa. Nada por lo que preocuparse —tuvo que susurrarse.

Sin embargo, el hecho de que dos de los asesinatos no se hubiesen resuelto le preocupaba. Y todavía le preocupaba más que el condenado por uno de los asesinatos hubiese dado una larga entrevista a un periodista en la prisión en la que insistía en su inocencia y afirmaba que el caso que se había construido contra él era por completo circunstancial; y el otro, según un artículo mucho más breve en un periódico menos importante, había aceptado que le representase el Proyecto Inocencia con sede en Nueva York, especializado en demostrar condenas erróneas basándose en las nuevas pruebas de ADN descubiertas.

Odiaba la palabra circunstancial. Quizás había sido suficiente en una sala de juicios. Sin embargo, a ella le suscitaba más preguntas que respuestas. Le daba miedo la idea de que pocas personas en el mundo eran mejores que su marido para crear circunstancias. «Eso es lo que hace un escritor», pensó.

«Pero lo hace para que sus libros resulten inteligentes y parezcan reales. Nada más. Nada menos. No hay un motivo encubierto», se dijo para sus adentros.

La señora de Lobo Feroz se agarró al escritorio como si la tierra amenazase con temblar bajo sus pies. Miraba con fijeza el artículo de un periódico sobre un asesinato especialmente sangriento que ocupaba la pantalla de su ordenador. Cuchillos, miembros descuartizados y sangre.

—¿De dónde demonios si no iba a obtener los detalles correctos que necesita para sus libros? —estalló en voz alta, sin importarle de repente que alguien la oyese.

Le parecía una pregunta razonable y se desplomó en la silla con brusquedad. Estiró el brazo y tecleó con indolencia una nueva entrada en la hoja de cálculo.

Era la fecha en que había conocido a su futuro marido.

Balanceándose en la silla, empezó a tararear fragmentos de canciones de amor pasadas de moda de los años ochenta. Al mismo tiempo, la señora de Lobo Feroz intentó imaginarse los cuatro asesinatos reales. La música que sentía zumbar en sus labios contradecía las imágenes que creaba en su imaginación de cuerpos abandonados dispersos por lugares aislados en el campo y de prendas salpicadas de sangre.

Podía ver cabellos rubios apelmazados y oler la carne en descomposición. Cerró los ojos y, en lugar de ahondar en imágenes mentales de asesinatos, de repente se vio subiendo las escaleras de la biblioteca local una tarde cálida de finales de la primavera. Recordaba que era la primera vez que el sonido de los grillos propio de la estación había llenado el aire. No sabía por qué había recordado ese detalle, pero se mezclaba con el recuerdo de ocupar un asiento en la parte delantera.

«Hasta esa noche estaba completamente sola.»

Tras la conferencia en la biblioteca, para avanzar hacia delante se había abierto paso a empujones entre otras mujeres que intentaban hablar con el Lobo Feroz.

Recordaba que él le había sonreído. Ella se había sentido un poco avergonzada; rara vez era tan agresiva en situaciones sociales.

—¿Así que te gusta la novela negra? —le había preguntado mientras bebía sorbos de un café templado y mordisqueaba galletas rancias con trozos de chocolate.

—Me encanta la novela negra —había contestado—. Vivo para la novela negra.

Las palabras que había pronunciado la sorprendieron.

—Especialmente las suyas.

Él había sonreído, se había reído a carcajadas y había inclinado la cabeza a la manera oriental en señal de agradecimiento. Después dirigió la conversación hacia los escritores de literatura barata, como Jim Thompson, comparándolo con la nueva hornada de autores muy centrados en los procedimientos, como Patricia Cornwell o Linda Fairstain. Les unió su afición a las novelas negras antiguas. Estaban de acuerdo en que
El asesino dentro de mí
era una novela muy superior a cualquiera del mercado actual.

La señora de Lobo Feroz abrió los ojos de repente y como un resorte se sentó derecha en la silla, la columna como un hierro. Hizo un esfuerzo por recordar cuál de los dos había sacado a relucir ese título.

De pronto parecía importante, mucho más importante que recordar el sonido de los grillos, pero no logró acordarse enseguida de quién lo había dicho. Esto la sorprendió. Pensaba que tenía grabada en la memoria la primera conversación. Se preguntó si veinticuatro horas antes habría sido capaz de recitar todo lo que se habían dicho aquella noche, palabra por palabra, frase por frase, igual que un actor que recuerda algún famoso soliloquio de Shakespeare.

Tenía un lápiz en la mano y lo partió en dos. Durante un instante, bajó la vista a los dos fragmentos idénticos de madera amarilla astillada y mina. Después retomó su tarea, a pesar de que la llenaba de una irrefrenable tristeza.

«Nada mejor que la muerte para centrar la mente», pensó el Lobo Feroz.

Se dio cuenta de que esto era tan cierto para el jubilado de noventa y cinco años que vive en una residencia, como para las enfermeras que cuidan de diminutos bebés prematuros en una planta de cuidados intensivos pediátricos. Pensó que un adolescente que ha bebido demasiado recobra de pronto la serenidad en la décima de segundo en la que pierde el control del coche de su padre porque va demasiado rápido en una carretera mojada y ve como un destello el grueso tronco del árbol contra el que está a punto de estrellarse. Lo mismo se puede decir del soldado que se agacha junto a una polvorienta pared, mientras los disparos de las armas automáticas explotan en el aire a su alrededor.

Así que se imaginó que Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres entraban en el mismo estado mental intensificado. Escribió: «Existe una curiosa simbiosis entre el asesino y la futura víctima. Los dos realizamos la misma prueba, con las mismas respuestas para las mismas preguntas. La diferencia es que uno de los dos emerge más fuerte. El otro no emerge en absoluto.

»En muchas culturas primitivas, los guerreros creían que absorbían la fuerza y las habilidades de los enemigos que derrotaban. Esto se lograba devorando el corazón del enemigo o simplemente, como cuando David derrotó al torpe Goliat, cortando la cabeza del pobre estúpido.»

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