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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (39 page)

BOOK: Un final perfecto
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Perdió el equilibrio, se cayó de bruces sobre la hierba húmeda detrás de la casa de Pelirroja Dos. Se acercó con dificultad hasta la base del árbol donde Sarah le había dicho que se escondiese y esperó hasta que la respiración se le normalizó. La adrenalina que le subía hasta los oídos era como el ruido de una catarata y tardó varios minutos en tranquilizarse lo bastante para poder oír los ruidos de la noche: un coche a varias manzanas de distancia. Una sirena lejana. Más perros, pero no tan ruidosos como para que alguien pensase que estaban alarmados de verdad.

«Espera», se dijo.

Aguzó el oído por si oía pasos amortiguados. Dirigió las orejas hacia cualquier ruido que pudiese ser un hombre siguiendo sus pasos.

«Nada.»

No logró sentirse más tranquila.

Lo que necesitaba de la casa de Pelirroja Dos no era complicado. Si hubiese estado centrada, le habría dicho a Sarah que trajese algunas cosas con ella cuando simuló el suicidio. Pero Karen no había estado tan acertada y ahora tenía que cogerlas ella.

Se había planteado limitarse a caminar hasta la puerta principal y entrar, sin importarle si el lobo la veía o no. Pero esta muestra de bravuconería no le pareció bien. «Es mejor el secretismo», se dijo, aunque no sabría decir por qué.

Si hubiese podido observarse desde alguna atalaya segura, quizás habría visto que cada movimiento estaba definido por el miedo. Pero eso ya no era posible, ni siquiera para alguien tan sensato y culto como Karen.

«Estamos cerca del final», lo sabía. Y eso hacía que cada maniobra fuera mucho más peligrosa.

«Puerta trasera. Maceta. Llave de repuesto.»

Karen se puso en pie con dificultad, se encorvó y corrió como un soldado que esquiva las balas enemigas.

En los escalones que llevaban a la casa dudó y hundió las manos en la tierra fría de la maceta. Le costó unos segundos encontrar la llave, limpiarla y llegar hasta la puerta. Tanteó un poco en la oscuridad para introducirla en la cerradura, pero le dio media vuelta y oyó el clic del pestillo, se abrió y se lanzó al interior.

Las sombras llenaban la casa. Había un poco de luz que llegaba de la casa de los vecinos y de una farola en el exterior, pero esto poco servía para que la casa fuese algo más que una variedad de negros. Karen, sensata, había traído una linterna, no iba a encender luces y, como un ladrón, se movía con sigilo por los pasillos, mientras su pequeña linterna dibujaba círculos de luz al moverla de un lado a otro.

La asustaba hasta su respiración.

Era consciente de que no estaba haciendo nada malo.

Pero la casa parecía cargada de muerte.

Veía la luz lánguida de la linterna temblando en su mano. Sarah le había dicho dónde tenía que buscar, pero todavía se sentía como si estuviese caminando por un paisaje extraño en un mundo que no era el nuestro y, si hacía algún ruido, despertaría a los fantasmas dormidos a su alrededor.

Tirando de la mochila que llevaba al hombro, Karen empezó a coger las pocas cosas que necesitaba. Iba de una habitación a otra evitando entrar en el estudio del difunto marido y en el dormitorio de la hija muerta, como Sarah le había indicado. Una fotografía enmarcada que estaba en un pasillo, una fotografía pegada a la nevera con un imán; Karen cogía fotografías para hacer un montaje. «Tiene que parecer que ha muerto. Las fotografías tienen que subrayar una época diferente, cuando Sarah rebosaba esperanza. El contraste es importante.»

Es lo que habían acordado.

Estaba a punto de terminar, tan solo le quedaba buscar un último retrato familiar que según Sarah le había explicado estaba en la pared de su dormitorio, cuando de repente creyó oír un ruido que provenía de la parte delantera.

Era incapaz de describir el tipo de ruido que era. Puede que fuese un chirrido, quizás el crujir de papeles. Su primera y aterradora sensación fue que alguien estaba en la casa con ella.

«Alguien no. El.»

«Me va a matar aquí.»

Para Karen esto no tenía sentido. «Sarah debería morir aquí. Es su casa.» Esto tampoco tenía sentido. Es como si no se hubiese planteado la posibilidad de que el Lobo Feroz matase donde quisiera y que le daba igual dónde muriesen, siempre y cuando él las matase.

Karen se quedó paralizada, inmóvil mientras apagaba la linterna. Pensó que cada respiración entrecortada que robaba a la noche sonaba fuerte, como un estruendo.

Esperar le parecía terrible. No sabía si esconderse debajo de la cama o en el armario o arrastrarse hasta un rincón de la habitación y esperar acurrucada a que la asesinasen.

Aguzó el oído. «Nada.»

«Los oídos te están jugando una mala pasada.»

Aun así cogió el último retrato de la pared y lo metió en la mochila. Pensó que incluso el sonido de la cremallera al cerrar la mochila era fuerte y estridente.

Avanzando poco a poco, se abrió camino hasta el pasillo y miró a través de la oscuridad hacia la parte delantera. Algo veía a través del ventanal del salón.

Miró fijamente. Parecía como si las sombras se fundieran en una forma. La forma reunía bordes del negro de la noche que se convertían en brazos, piernas, torso, cabeza. Karen veía unos ojos cuya mirada la quemaba.

«El Lobo.»

Sabía que era una alucinación. Sabía que estaba creando algo de la nada, pero también sabía que todos los depredadores preferían las horas vacuas después del atardecer y sabía lo que Jordan le había dicho que había visto en el exterior del centro médico, así que Karen creó la misma imagen en sus ojos.

—No estás aquí —susurró mientras miraba fijamente la forma, como si las palabras por sí solas pudiesen hacer explotar la imagen que tenía ante ella.

Las sombras se movieron. Jamás había imaginado que pudiesen existir tantos tonos de negro.

De puntillas, se replegó en la casa de Sarah, consciente de que la neblina-lobo detrás de ella seguía sus pasos. Cuando llegó a la puerta de la cocina, se detuvo, dio media vuelta y miró hacia atrás.

La forma había desaparecido.

Se volvió de nuevo hacia la puerta.

«No, está ahí. Esperándome.»

Intentó decirse que estaba completamente loca. «Así que esto es lo que se siente con la locura.» No estaba segura de que esta advertencia fuese útil.

Le costó un inmenso esfuerzo lanzarse por la puerta. Estuvo a punto de tropezar y de caerse por las escaleras. Corrió hasta la valla trasera esperando caerse en cualquier momento y se sorprendió cuando fue capaz de agarrarse a la parte superior y treparla. La cadena de separación parecía que intentaba agarrarla, como dedos desesperados que se aferraban a sus ropas.

En la casa roja, blanca y azul se encendió una luz.

La ignoró y corrió hacia la noche acogedora.

Por segunda vez esa noche, a Karen le tembló la mano. Se le cayeron las llaves del coche al suelo y maldijo en voz alta mientras se agachaba y las buscaba a tientas antes de encontrarlas. Órdenes contradictorias reverberaban en su interior: «¡Sal de aquí!», que chocaban con: «Tómate tu tiempo.» «Mantén la calma.»

Pasaron varios minutos y varios kilómetros antes de que se le tranquilizara el corazón desbocado. Se imaginó que era un ciervo que había logrado escapar de una manada de perros salvajes. Quería acurrucarse en un rincón oscuro de algún café hasta recobrar la compostura.

Un coche la adelantó zumbando. Controló el impulso de girar bruscamente, como si el otro vehículo se hubiese acercado demasiado, cuando en realidad la había adelantado de una forma normal, rutinaria. «Ese es el Lobo, que me espera», pensó entontes. Negó con la cabeza, en un intento de deshacerse de todos los miedos que la ahogaban. Eso formaba parte de su miedo: que lo que en realidad era normal y ordinario se transformase en algo escalofriante y aterrador.

Ningún curso de psicología de los que había hecho cuando empezó sus estudios universitarios, ni los que hizo durante sus años como estudiante de medicina, le habían enseñado la realidad del terror.

Mientras reflexionaba al respecto y dejaba que los pensamientos se arremolinasen descontroladamente en su interior, sonó el teléfono. De nuevo estuvo a punto de dar un volantazo. El timbre del teléfono era desgarrador, alargó la mano y a punto estuvo de soltar el volante. No era el móvil especial con el número que solo tenían Jordan y Sarah. Era el normal. Lo cogió del asiento del pasajero.

«Una emergencia médica», fue su primer y único pensamiento.

—¿Doctora Jayson? —preguntó una voz seca y autoritaria.

—Al habla.

—Llamamos de Alpha Alarm Systems. ¿Está en casa?

Karen no entendía. Entonces recordó el sistema de alarma que había instalado en su casa después de recibir la primera carta del Lobo Feroz y el caro servicio de alarma que había contratado.

—No, estoy en el coche. ¿Hay algún problema?

—Su sistema muestra una intrusión. ¿No está en casa?

—No, maldita sea, ya se lo he dicho. ¿Qué tipo de intrusión?

—De acuerdo con el protocolo tengo que decirle que no regrese a su casa antes de que contactemos con la policía local para que así puedan esperarla allí. Si están robando en su casa, no queremos que sorprenda al ladrón. Ese es el trabajo de la policía.

Karen intentó responder, pero no lograba articular las palabras.

Un coche de policía esperaba en el camino de entrada. Un policía joven estaba de pie, ocioso, al lado de la puerta del conductor, esperándola. Estaba apoyado en su vehículo y no daba la impresión de que hubiese ninguna emergencia.

—Esta es mi casa —dijo Karen mientras bajaba la ventanilla—. ¿Qué ha pasado?

—Su documentación, por favor —contestó el policía.

Le entregó el carné de conducir. El policía lo cogió, aparentemente sin notar su mano temblorosa, lo miró y comparó su cara con la de la fotografía del carné antes de devolvérselo.

—Ya hemos registrado la casa —añadió—. Allí arriba hay otro coche patrulla. ¿Puede seguirme, por favor? —Era una pregunta formulada como una orden.

Karen hizo lo que le decía. Como había dicho el joven agente, había otro coche de policía delante de su garaje. Estaba ocupado por dos agentes, uno de ellos era una joven nerviosa que tenía la mano en la culata de su pistola 9 mm enfundada en la pistolera, el otro era un hombre bastante más mayor, con mechones grises que le sobresalían por debajo de la gorra.

Al salir del coche, Karen sintió que le temblaban las piernas. Temía tropezar y caer de bruces o que la voz se le quebrase por el miedo.

—Hola, doctora —saludó el policía más mayor de manera jovial—. Ha tenido suerte de no llegar a casa antes.

—¿Suerte? —preguntó Karen. Era todo lo que pudo estrujar en una sola palabra.

—Déjeme que le enseñe.

Acompañó a Karen hasta una ventana adyacente, pasando primero por delante de la puerta principal que estaba abierta. El cristal de la ventana estaba roto, había fragmentos esparcidos por el suelo del interior.

—Por aquí es por donde ha entrado —indicó el policía—. Entonces, cuando sonó el teléfono, eso es lo que hace la empresa de seguridad, llamar a la casa y si responde le piden la contraseña, y si después de sonar cuatro veces no hay respuesta, nos llaman, bueno, el teléfono suena, el ladrón ve la identidad de quien llama, le entra el pánico, puede que agarre algo, sale corriendo por la puerta principal y se dirige hacia el bosque o hacia donde sea que haya aparcado su coche. Tardamos unos minutos en llegar, pero ya hacía mucho que se había marchado y…

—¿Cuántos minutos? —interrumpió Karen. Su voz parecía pálida, como si las palabras pudiesen perder su color.

—Tal vez cinco. Diez como mucho. Hemos venido enseguida. Uno de nuestros agentes estaba a tan solo unos tres kilómetros en la carretera principal en un control de velocidad cuando recibimos la llamada. Dio la vuelta, puso las luces y la sirena y llegó aquí enseguida.

Karen asintió con la cabeza.

—Ya he llamado a un cristalero. Espero que no le importe. En los archivos de la comisaría tenemos algunos nombres de trabajadores que vienen inmediatamente, día o noche.

—No, está bien.

—Estará al llegar. Le cambiará el cristal roto. Le conectará de nuevo el sistema de alarma. Pero mientras esperamos, nos gustaría inspeccionar la casa, para ver lo que ha cogido antes de salir corriendo. Los del seguro, ya sabe. Quieren que el informe de la policía contenga la mayor cantidad de información posible para cuando haga la reclamación.

De nuevo, Karen asintió con la cabeza. No se le ocurría nada que decir. Su mente rebosaba con demasiadas posibilidades.

«Era el Lobo.»

«No, ha sido demasiado burdo. El tiene que ser más sutil. Más listo.»

«¿Por qué iba otra persona a entrar en la casa? No puede ser una coincidencia.»

«¿Ha venido a matarme?»

No sabía qué decirle al policía. En lugar de decir algo, se limitó a caminar despacio por su casa, en busca de alguna señal que indicase que algo faltaba. Pero aparte de los cristales debajo de la ventana rota, no encontraba nada más. Parecía como si quienquiera que fuese hubiese roto la ventana, hubiese saltado al interior, se hubiese dado media vuelta inmediatamente y se hubiese marchado. «Y el Lobo sabía que yo no estaba en casa.»

Con el policía cernido sobre su hombro, Karen entró en todas las habitaciones, comprobó todos los armarios, abrió todas las puertas y encendió todas las luces. No faltaba nada. Esto todavía la confundió más.

A mitad de inspección, un hombre de mediana edad de «Reparación de cristales Smith 24 horas», se presentó en su casa y enseguida empezó a reparar la ventana. El cristalero había saludado a los policías como si fuesen de la familia y Karen supuso que quizá lo fuesen.

—¿Alguna cosa? —preguntó el policía canoso.

—No. Todo parece estar en su sitio.

—Siga mirando —sugirió el policía—. A veces no es tan obvio como un televisor de plasma arrancado de la pared. ¿Tenía dinero en efectivo o joyas en la casa?

Karen miró por los cajones de la cómoda de su dormitorio. Su exigua colección de pendientes y de collares estaba donde la había dejado por la mañana.

—No falta nada —dijo. Sabía que debería sentirse más tranquila, pero por el contrario, se sentía mareada, con náuseas.

—Ha tenido suerte. Creo que el sistema de alarma ha cumplido su función.

Karen no se sentía afortunada.

Siguió inspeccionando la casa. Seguía habiendo algo que le parecía que no cuadraba y tardó un segundo en darse cuenta de que
Martin
y
Lewis
no se veían por ninguna parte.

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