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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (40 page)

BOOK: Un final perfecto
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—Tengo dos gatos… —empezó.

El policía miró a un lado y a otro.

—Vive sola, debería tener un perro grande y agresivo.

—Ya lo sé. Pero no están aquí—repuso—. Son gatos de interior, ya sabe, apenas salen fuera.

El policía se encogió de hombros.

—Probablemente salieron como balas por la puerta principal detrás del ladrón, tan asustados como él. Yo diría que están escondidos en algún matorral por aquí cerca. Ponga un recipiente con comida en la pasarela trasera cuando nos vayamos. Regresarán enseguida. Los gatos, ya lo sabe, se saben cuidar muy bien. Yo no me preocuparía. Aparecerán cuando tengan hambre o haga mucho frío. Pero de todas formas lo pondré en el informe.

Karen pensó que debería llamar a
Martin
y a
Lewis
. Pero sabía que no vendrían.

No porque no obedeciesen cuando les llamaba sino porque estaba completamente segura, cien por cien segura, de que estaban muertos.

34

El Lobo Feroz sostenía en la mano un cuchillo de caza de 23 cm, balanceándolo en la palma. Tenía un peso adecuado, no era ni muy pesado para resultar aparatoso ni tan ligero que no pudiese utilizarse para cortar piel, músculos, tendones e incluso hueso. Colocó el pulgar contra la hoja dentada, pero controló la tentación de pasarlo por el borde afilado. En cambio, movió el dedo índice por la parte plana y con suavidad golpeó la longitud del cuchillo, hasta que llegó a la punta y se detuvo. Al cabo de un instante, rascó un poquito de sangre seca cerca de la empuñadura, antes de sacar de debajo de su escritorio un espray de desinfectante para la cocina y aplicarlo con generosidad por todo el cuchillo y a continuación, limpiar cuidadosamente toda la superficie para destruir cualquier resto de ADN.

—No queremos mezclar la sangre de gato con la sangre de la Pelirroja —dijo en voz alta. Aunque no era mucho más que un susurro, pues no quería que la señora de Lobo Feroz oyese nada. Y recordó para sus adentros que ella no aprobaría en absoluto que matase lindos gatitos, ni aunque le dijese que era esencial para el plan general.

Ni siquiera le habían arañado. Se preguntó por un momento cómo se llamarían. Ese era un detalle que tendría que haber aparecido en su investigación sobre la vida de Pelirroja Uno. Odiaba los deslices.

Entonces sonrió. «Puede que no esté muy segura respecto al asesinato, pero no respecto a matar gatos.»

Esta contradicción estuvo a punto de hacerle soltar una carcajada. Se removió en el asiento, miró el cuchillo y la pantalla del ordenador y se recordó:

«Sé meticuloso.

»Los detalles de la muerte hay que sopesarlos, anticiparlos, diseñarlos al milímetro. La documentación ha de ser igual de precisa. Las descripciones que escribes han de ser completamente perfectas.»

—No olvides —volvió a hablar para sí—, que también eres periodista.

Estaba en su despacho, rodeado de sus fotografías, sus palabras, sus planes y sus libros. No solo se sentía en casa, sino que sentía una inmensa sensación de comodidad con todo lo que había sucedido desde el día que había enviado a cada Pelirroja su primera carta.

—Hemos llegado al final del juego —dijo en voz alta, esta vez girándose hacia la pared llena de fotografías y dirigiéndose a cada Pelirroja. Apuntó el cuchillo a las imágenes.

Quería bailar una danza de la victoria tipo «yo soy el mejor» a lo Muhammad Ali, pero contuvo el impulso, porque en realidad todavía no había concluido nada.

El Lobo Feroz blandió en el aire la navaja una vez más, cortando cuellos imaginarios antes de bajarla al escritorio. A continuación, dio un pequeño empujón a la silla de escritorio para que girase y fuese hasta la librería. Cogió varios volúmenes:
Para ser novelista
, el último de John Gardner;
The Making of a Story
, de Alice LaPlante;
Mientras escribo
, de Stephen King. Colocó estos libros al lado de la copia de
The Elements of Style
, de Strunk y White que siempre tenía a mano. Sonrió y pensó: «Algunos asesinos locos leen la Biblia y el Corán para encontrar una justificación y una guía en las escrituras. Creen que hay mensajes en cada palabra sagrada dirigidos solo a ellos. Pero los escritores creen que Strunk y White son de hecho la biblia de su oficio. Y yo prefiero John Gardner porque sus consejos son serios a pesar de que estaba un poco loco. O quizás es que era muy excéntrico: conducía una Harley-Davidson, vivía en el bosque en la parte norte del estado de Nueva York y tenía una melena plateada hasta los hombros, que a veces le hacía parecer un loco.»

«Como yo.»

Movió el cuchillo para ponerlo al lado de los libros como si estuvieran relacionados. Entonces escribió:

Un cuchillo es una elección maravillosa y a la vez una mala elección como arma para matar. Por un lado, ofrece la intimidad que requiere la experiencia de matar. Los psicólogos y los freudianos de poca monta creen que representa algún tipo de sustituto del pene, pero evidentemente eso simplifica las cosas de manera significativa. Lo que logra es crear la proximidad necesaria y una gran intimidad en el asesinato, de modo que no haya barreras en ese momento final entre el asesino y la víctima, que es el néctar del que todos bebemos. La unión va más allá de la que existe entre compañeros, entre gemelos, entre amantes.

Por otro lado es muy escandalosa.

La sangre es a la vez el deseo del asesino y su enemigo. Sale a chorros de forma incontrolable. Fluye con rapidez. Mancha, se filtra por las suelas de los zapatos, en los puños de las camisas y deja pequeños recordatorios microscópicos del asesinato que algún policía pesado puede encontrar en una fase posterior de la investigación. Todo esto la convierte en la sustancia más peligrosa con la que entrar en contacto.

Una de las mejores teorías sobre los infames asesinatos de Fall River cometidos por Lizzie Borden en 1892 —«Lizzie Borden cogió un hacha y golpeó a su madre cuarenta veces… y cuando vio lo que había hecho, golpeó a su padre cuarenta y una…»— es que se desnudó para matar a sus padres y una vez que hubo terminado, se bañó y se vistió, de manera que cuando apareció la policía, no había nada en ella que la incriminase.

Salvo, evidentemente, los dos cuerpos en la casa. No te puedes llevar nada del lugar del asesinato a no ser que estés seguro al cien por cien —una prenda o un mechón—, y siempre has de ser consciente de que al final puede suponer tu perdición.

Se detuvo, los dedos sobre el teclado, y pensó: «No soy como tantos asesinos baratos; no necesito un recuerdo sangriento. Tengo mis recuerdos y todos esos artículos de periódico tan detallados. Son como críticas de mi trabajo. Buenas críticas. Críticas positivas. Críticas exultantes, fantásticas, loables. El tipo de críticas que obtienen cuatro estrellas.»

Se inclinó otra vez sobre el escrito:

El riesgo, por supuesto, siempre resulta atractivo y la sangre siempre es un riesgo. Un asesino de verdad ha de comprender la naturaleza narcotizadora, adictiva, de su alma. No la puedes ignorar, pero tampoco puedes dejar que te esclavice.

Pero lo mejor es el riesgo controlado.

El equilibrio es importante. Disparar a alguien con una pistola, o incluso con un antiguo arco y una flecha, te da la distancia necesaria para eliminar muchos de los sutiles hilos que llevan a la detección, pero al mismo tiempo aumenta otros riesgos. ¿La pistola es robada? ¿Hay huellas en los casquillos de las balas? Ahora bien, mi antipatía por las pistolas es diferente; odio la separación. Cada paso que te alejas de tu Pelirroja disminuye la sensación. Obviamente no quieres alejarte de un asesinato planeado con todo detalle con una sensación de frustración y de haber dejado algo inacabado.

Por lo tanto, el asesino cuidadoso anticipa los problemas y toma medidas para evitarlos. Sabe que con cada elección hay problemas. Los guantes quirúrgicos, por ejemplo. ¿Vas a utilizar cuchillo? Buena elección, pero no exenta de peligros. Esos guantes son una parafernalia imprescindible.

Durante unos minutos se preocupó de sus palabras. Le inquietaba que su tono fuese demasiado familiar y hablar a sus futuros lectores de una forma demasiado directa. Se preguntó durante unos instantes si debería rehacer las últimas páginas. John Gardner, en particular, y Stephen King también escribieron extensamente sobre la planificación detallada y sobre la importancia de rescribir. Sin embargo, no quería que el manuscrito perdiese espontaneidad por haberlo trabajado en exceso. «Eso es lo que hará que los lectores vayan a las librerías —pensó—. Sabrán que están conmigo en cada paso del camino.» «Pelirroja Uno. Pelirroja Tres.»

Con rapidez, dio una vuelta, se apartó del escritorio y salió disparado hasta la librería, pasó un dedo de arriba abajo por los lomos de los libros allí reunidos. En el tercer estante que examinó, encontró lo que buscaba:
A Time to Die
, las memorias del fallecido columnista Tom Wicker sobre el levantamiento y aplastamiento de la prisión estatal de Attica. Hojeó las primeras páginas, antes de encontrar el párrafo que buscaba. En él, el autor se lamentaba de que pese al reconocimiento como periodista y como escritor, en su opinión no había hecho lo suficiente para dar un significado a su vida. Se rio a carcajadas.

«Eso no va a ser un problema para mí.»

Regresó al ordenador, se encorvó y escribió febrilmente.

He estudiado. He revisado. He observado. Un asesino es como un psicólogo y como un amante. Uno debe conocer a fondo su objetivo. Pelirroja Uno es más vulnerable en el espacio que se encuentra entre la puerta principal y el lugar donde aparca en el exterior de su casa. La noche es mejor que la mañana porque cuando llega a casa tiene miedo de lo que le espera en el interior. No se centra en la distancia entre el coche —seguridad— y la puerta principal —posible seguridad, amenaza potencial—. Esa ha sido una ventaja secundaria de mis pequeñas entradas. Se ve obligada a concentrarse en lo que puede esperarle dentro de las paredes de la casa. Igual que Caperucita Roja, esperará que esté en el interior. La distancia entre el coche y la puerta principal es de menos de seis metros. En la puerta principal hay una luz potente que se enciende antes de que ella llegue por la noche. Toda la casa tiene temporizador. Recuerda ese detalle. Si rompo la luz exterior para darme un poco más de margen, sospechará. Quizá no salga, dará la vuelta con el coche y huirá. No, aunque disminuye el número de sombras en las que me puedo esconder, tengo que dejarla que brille radiantemente.

Se detuvo e hizo memoria: «El Lobo irá hasta ella desde el bosque. No me verá llegar.»

«El mayor problema —pensó— es, en realidad, el periodo de tiempo entre los asesinatos.»

Prosiguió donde lo había dejado:

El momento más vulnerable de Pelirroja Tres también es la noche, cuando atraviesa sola el campus andando. Pero su otro momento más vulnerable es el martes por la mañana. No tiene clase hasta las 9.45. Sus compañeras de residencia tienen clases una hora antes, a primera hora de la mañana. Así que los martes a mi Pelirrojita Tres le gusta dormir un poco más y no se da cuenta de que está sola en esa vieja casita, porque la señora García, responsable de la residencia, esos días también tiene compromisos en el colegio temprano por la mañana.

Pelirroja Tres se levanta con lentitud y perezosamente se dirige a la ducha que está al final del pasillo con el cepillo de dientes y el champú, está medio dormida, se restriega el sueño de los ojos y no tiene la más ligera idea de lo que le puede esperar allí.

Sonrió y asintió con la cabeza. Habló para sí: —Así que tendrá que ser un martes: Pelirroja Tres por la mañana y Pelirroja Uno por la noche.

Al Lobo Feroz esto le gustaba. Tendría que haber sido mañana, tarde y noche, cosa que le frustraba. «Habría ido a por Pelirroja Dos después de medianoche.» Pero sobre eso ya no había nada que hacer.

Se percató de un problema obvio: ¿Y si Pelirroja Uno se entera del asesinato de Pelirroja Tres? Entonces sabrá que ese es su último día. Sabrá que está tan solo a unos minutos de su propia muerte.

«Ese espacio de tiempo entre asesinatos, ese es el dilema.»

«De modo que para todo el mundo tiene que parecer que Pelirroja Tres no está muerta. Tan solo extrañamente ausente. De clase. Del baloncesto. De las comidas. Pero no ausente de la vida, que es precisamente como estará.»

Cogió el libro de Strunk y White de su escritorio. «Siempre abogan por la sencillez y la sinceridad. Lo mismo se puede decir de matar.»

El Lobo Feroz regresó a su ordenador.

Escribió:

Pelirroja Tres cada día está más guapa. Su cuerpo, a medida que se hace mujer, es cada vez más ágil, más flexible. Ella es la que más va a perder.

Pelirroja Uno es lo contrario. Envejece un poco con cada hora que pasa. Encanece y sabe que su muerte está a la vuelta del próximo minuto y se le nota en la figura, de la misma forma que le corroe el corazón.

El Lobo Feroz trabajó un poco más antes de decidirse a imprimir unas pocas páginas. Le gustaría ser poeta para describir con más elocuencia a las dos víctimas que le quedaban. Se entristeció un poco al pensar en Pelirroja Dos. «Esto será difícil —se dijo—, pero tendrás que escribir su epitafio en un capítulo dedicado solo a ello.» Asintió con la cabeza, rápidamente escribió algunas notas en un archivo que decidió titular: «Ultima voluntad y testamento de Pelirroja Dos», y, antes de cerrar el capítulo en el que estaba trabajando, se preguntó si había necesidad de encriptar sus archivos. Pensó que ya no tenía nada que temer de la señora de Lobo Feroz. Imaginó que nunca había tenido nada que temer de ella. Ella le amaba. Él la amaba a ella. El resto formaba parte de la convivencia.

Mientras pensaba en estas cosas, entró en Internet para pasar el rato, con la intención inicial de jugar un solitario. Pasó por la habitual avalancha diaria de mensajes que recibía de
Reader's Digest
, de
Script
y de otras publicaciones instándole a inscribirse, a gastar algo de dinero y, a través de seminarios on line o del acceso a DVD sobre todos los trucos de la profesión literaria, lograr que lo publicasen o que le garantizasen una opción o que paso a paso y dólar a dólar le indicasen todos los elementos necesarios para crear su propio libro electrónico. En lugar de hacer esto, se dirigió a la página web de un noticiario local, con objeto de consultar la previsión meteorológica de la semana. Sabía que para su plan del martes lo mejor sería una lluvia fría y constante. Pero antes de consultar el tiempo, un breve y enigmático titular de un resumen de noticias le llamó la atención:

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