Read Últimas tardes con Teresa Online
Authors: Juan Marsé
Teresa se sentó en la cama bruscamente, sin preocuparse en absoluto —al parecer— de la abrumadora transparencia del camisón. Qué simple sería todo al abrigo de esta doble mirada amorosa (lagos azules sus pupilas, violetas primerizas sus pezones). Durante un breve instante, los dos amantes darían vida a una inocente y jubilosa escena de ángeles en una postal navideña, muy juntas e inclinadas las frentes, adorando, pasmados, un mismo y mesiánico resplandor que provenía del regazo de la doncella. ¡Chisssst...!, hizo Teresa con el dedo en los labios, y sonreía, gemía, balbuceaba una especia de telegrama con miedo y alborozo: “Loco... has venido... sorpresa... si nos descubren”. Virguerías aparte: él acariciaría sus cabellos, sus hombros ardorosos, la apretaría contra su pecho. “Recibí tu carta. ¿Estás contenta de verme?”, sólo pudo decir. Había cierto temor (perfectamente controlado, por otra parte) en los ojos de la muchacha, causado no tanto por el deseo quemante que le transmitían las manos y la boca de él (un fuego todavía no aventado, pero en el que ella estaba dispuesta y bien dispuesta a consumirse) como por el extraño silencio en que se hallaba sumida la villa. Y entonces iba a ocurrir algo muy normal, pero que él no comprendería inmediatamente, tal era ya a estas alturas la buena fe del Pijoaparte: librándose bruscamente del abrazo, Teresa saltó del lecho y durante un momento se movió desorientada de acá para allá para correr finalmente en dirección a la puerta del dormitorio como si pretendiera ponerse a salvo, iniciando lo que parecía poder degenerar en una huida desesperada, ella indefensa, semidesnuda y aterrada escapando por pelos una y otra vez de las garras de algún fauno (fue lo que él pensó), y con sus pies desnudos, con su melena flotando, con su leve camisón que procuraba mantener despegado de las piernas al correr (aunque de hecho le era imposible) pellizcándolo delicadamente con los dedos a la altura del muslo, ofrecería una rápida y nerviosa sucesión de imágenes que, convenientemente ordenadas en la mente del murciano, sólo un año atrás le hubiese todavía deleitado provocando su risa sarcástica de fauno suburbial que siempre tuvo a bien hollar y pisotear los floridos jardines de barrios residenciales corriendo en pos de las trémulas nalgas de las señoritas, rara aptitud de la cual aquí en la villa, esta noche, ante lo que parecía la huida de la ninfa, lógicamente cabía esperar una continuidad o por mejor decir una culminación. (No exactamente una representación de “Perseguida hasta el catre”, por ejemplo, pero en verdad que si el paso del tiempo no hubiese depositado a Manolo en este dormitorio en un estado tal de esperanzada efervescencia, convertido en un crédulo, miedoso y decoroso pretendiente —valga la turbia expresión— en un cortés ejecutivo, en una triste y estremecida sombra de lo que fue, ni a Teresa, por otra parte, la experiencia amorosa de este verano la hubiese convertido en una universitaria realista, consciente de la situación social y sexual de ambos, algo parecido a cuanto pueda evocar el vandálico título hubiera sin duda tenido lugar en esta alcoba, y por cierto con gran contento y regocijo de los demonios verdes.) Pero él no movería un dedo para detenerla, se quedaría clavado al pie del lecho; en su descargo no podría alegar un conocimiento ni siquiera una sospecha de la verdadera intención de Teresa, que no era por supuesto huir de sus brazos, sino simplemente asegurarse de que en la villa todo el mundo dormía y de que no había peligro; por eso ella abriría con cautela la puerta del dormitorio y se asomaría a escrutar las sombras de la escalera y del vestíbulo, un pie desnudo en el aire, levantando los bordes del camisón, y volvería a cerrar concienzudamente, despacio (seguramente con llave, oh sí, con llave) para luego volverse y sonreírle a él apoyada de espaldas a la puerta. De pronto correría otra vez, ahora en dirección al cuarto de baño, donde desaparecería después de encender la luz (por la puerta entornada él vería su braceo furioso y feliz frente al espejo, un rápido toque al pelo, a las encendidas mejillas, al camisón) para reaparecer casi en el acto, de pie en el umbral, triunfante y gloriosa como él al término de una de sus carreras en motocicleta. Inmóvil, sonriendo con timidez en medio del contraluz, le miró un rato fijamente y luego corrió hacia él y se arrojó en sus brazos.
Ya no llevaba la banda de terciopelo negro en los cabellos.
Teresa, ¿eres sincera conmigo? A veces...
—¿Qué?
No sé... Pensaba que ibas a dejarme. ¿Tienes miedo?
—No.
—¿Has estado enferma de verdad?
Ya pasó.
Ya pasó todo. Al presente, sólo lacitos, tiernas y sedosas ataduras que se fundían en la llama de los dedos, y la levísima y dulce huella que el elástico de las braguitas de nylon había grabado en su piel. La fragante bruma lila que envolvía su cuerpo, que realzaba sus caderas atolondradamente anticipadas y sus pequeños senos marfileños, se deslizó hasta el suelo y quedó flotando en torno a sus pies desnudos, alzados de puntillas sobre aquella eterna frontera personal de lo oculto y lo manifiesto: porque sería acaso más pequeña, y más frágil, y más decididamente adherida a su oscuro mandato de lo que él había pensado (su gesto tan natural y espontáneo, por ejemplo, de apartarse los rubios cabellos de la cara para volver a él una y otra vez con sus labios húmedos, de la misma tranquila manera que si bebiera de una fuente pública), pero también más distante y en cierto modo inquebrantable, inviolable, como si el rostro amado, retrocediendo bajo oleadas crepusculares de sol y de nubes, se sumergiera cada vez más profundamente en otro sueño, en otros ámbitos aún más remotos y prohibidos de la villa, en recámaras impenetrables y patrimoniales de su casta cuyas defensas mañana, al despertar (si es que él despertaba aquí, junto a ella) serían aún más difíciles de abatir que las de este dormitorio. Habría también un vacío, un tiempo sin memoria y por el momento imposible de llenar con nada, unos minutos decisivos que les llevaría en volandas desde aquella cima malva y otoñal donde aún resistían juntos, de pie, abrazados, el definitivo asalto combinado del invierno y la razón, hasta la almohada donde ella recostaría la cabeza y donde los labios secos de él, después de sorber la rubia boca desflorada y de cerrar los ojos vencidos de la muchacha, navegarían un rato a la deriva por su cuello y por sus hombros para luego bajar, para huir, para viajar interminablemente entre suaves lomas doradas hacia el Sur.
Y tenderse sobre un lecho de arenas de oro, sobre un litoral traspasado por gemidos fluviales y ocios fundiendo, licuando ardores mal sofocados a lo largo de todo el verano: ya también el cisne, arrastrado por un régimen de brisas más rápido que los demás, adelanta ociosa crestas de espuma y pequeñas ondas perezosas (sometidas a un sistema de corrientes más lento) y se dice que como la palma de mi mano vida mía aprenderé de memoria el itinerario cultural de tu piel esplendorosa para nadar juntos otro verano, penetraré el secreto movimiento liberal de tus dulces caderas soleadas y te seré fiel hasta la muerte. Por lo demás, ¡abur, muchachas sin aroma de mi barrio, tetas amortajadas con sábanas de miedo y de esperanza boba, yo me largo! Ya los cabellos al viento en la proa del barco, en la escalera del avión, en la terraza frente al océano y la luna, ya las áureas frentes y los ojos azules de nuestros hijos engendrados en yates y transatlánticos y veloces expresos nocturnos o sobre pianos de cola entre candelabros o al borde de piscinas privadas o con el desayuno servido en la cama sobre pieles de tigre ya no en la noche borrosa que ensucia ojos y deforma caderas aburridas de su peso, ya no, ya sí, ya juntos entre largos lentos bellos solemnes muslos adornados con broches de sol que maduran en invierno como lagartos dorados, como etiquetas de lejanísimos hoteles pegadas a nuestras maletas, como cicatrices queridas de viejas juveniles aventuras en las islas, y esta música, ¿oyes?, sabemos ya de donde viene esta música y el grato atardecer que en el jardín familiar nos espera agitando raquetas de tenis y pañuelos y regalos envueltos en papel de seda y lazos rojos que nunca, nunca hasta hoy hemos desatado, pero ya sí, ya es tuyo y mío este cristal de copas, este compasado emparejado vuelo de ansias y palomas y besos sobre finas sábanas de hilo sobre el césped del jardín y la dignidad y el respeto y más, mucho más, chiquilla, que me tienes loco perdido, nuestra ya, Teresa, mi amor, ya...
—Documentación.
Antes que la voz seca y cortante, lo que se abatió sobre él obligándole a salirse de la carretera, frenar malamente y caer, no fueron esta vez los faros de un coche, sino dos motocicletas (dos rabiosas y tenebrosas Sanglas con su correspondiente jinete de plomo: botas, casco, correajes y libreta en mano) que venían dándole caza probablemente desde que había enfilado la recta en dirección al puente del Besós. Le alcanzaron, le escoltaron y luego le cerraron el paso brutalmente, cuando ya un camión y un coche que rodaban despacio ante él hacían prácticamente imposible la huida. Corrió un rato por el borde de un terraplén cubierto de hierba hasta que perdió el equilibrio y cayó hacia la derecha. Comprendió demasiado tarde porque allá en la villa todo marchaba según lo previsto excepto el rumor del mar (creciendo, amenazante, el rugido de las Sanglas) y descubrió además que apenas si le habían dado tiempo a salir de Barcelona: estaba en el Paseo de Santa Coloma, frente a él el puente y a un lado, unos metros por debajo del nivel de la carretera, las márgenes del río con cañizares, las vías del ferrocarril y un nebuloso grupo de casas baratas. Se incorporó con la máquina aún entre las piernas, temblando toda ella y con el motor gimiendo, y sacudió con la mano la pernera del pantalón sucio de barro y de hierba, dejando que la inmaculada luz de la Ducati se perdiera entre los miserables escombros del descampado. Con una mano sin sangre, rendida, aplacó los últimos latidos de la fiel compañera, que agonizó bajo su cuerpo con una especie de estornudo. En cuanto a él, ni siquiera se tomó la molestia de contestar a las preguntas del agente, que le exigía los papeles de la motocicleta y se disponía a anotar la matrícula. A su izquierda los coches pasaban raudos, casi melodiosos, con luces y sonidos que todavía, armonizaban con el postrer espasmo del sueño. El agente esgrimía un bolígrafo, cuya cabeza pulsaba con el pulgar una y otra vez sin resultado. Como si leyera en esta cara la decepcionante explicación de algún enigma, el muchacho observaba sus mejillas limpiamente rasuradas, su bien recortado bigote negro y sus párpados cargados de tedio. El otro agente, después de acomodar la motocicleta sobre el caballete, se acercaba por el borde de la carretera haciendo furiosas señas a los coches para que circularan más de prisa, como si dando manotazos al aire quisiera recuperar una autoridad momentáneamente mermada por el motorista gamberro. Éste, sabiendo ya que todo estaba perdido, permanecía mudo. Sólo tuvo la bondad de declarar adónde se dirigía con tanta prisa: “A ver a mi novia”, provocando con ello la risa burlona del agente. Y mientras esperaba que acabaran los estúpidos trámites y se lo llevaran, acarició con la mano el hermoso faro cromado de la Ducati (adiós, compañera) y revivió todavía una noche con Teresa, una noche cálida y serena, llena de promesas, y en la que sin embargo también la risa incrédula se dejó oír, anticipando este paisaje de estupor y desamparo: mucho antes de la muerte de Maruja, un día que Teresa tenía el Floride en reparación, el final de un largo paseo amoroso les sorprendió a medianoche en un banco de la Gran Vía, esperando que pasara algún taxi para volver a casa. Él rodeaba los hombros de Teresa con el brazo y de vez en cuando deslizaba sus labios sobre el rostro de ella, bajando, alimentándose de aquella bruma rosada. Sobre sus cabezas, en un cielo de pizarra, las estrellas bailaban apaciblemente. La calle estaba desierta y silenciosa, sólo se oía un rumor de sedas rasgadas bajo las ruedas de algún coche al pasar, pero entre beso y beso él tenía conciencia del sombrío e incrédulo testigo, la carmelitana gran sonrisa irónica que nunca creyó en sus posibilidades de éxito, una vaporosa presencia compuesta de nadie y de todo el mundo, de los vecinos que dormían tras las ventanas y de los curiosos que se asomaban en los coches al pasar, de los que estaban cerca y lejos, de los amigos de hoy y de mañana, de los mismos árboles y los faroles y los bancos de la avenida. Y de pronto la encarnación de este insultante recelo y general sentimiento de descrédito se presentó en la persona de un gris con el fusil colgado al hombro: “Documentación”, pidió mirando a Manolo. Parecía un insólito joven suizo, amable con sus pecas rojas y sus ojos claros. Documentación, venga. Al parecer (luego se lo explicó Teresa, en el taxi, con un dejo intrigante en la voz) la noche pasada, alguien había arrojado un petardo en la redacción de cierto periódico, cerca de allí, y el sector estaba siendo muy vigilado. Teresa entregó su carnet de identidad (él se excusó por haberlo olvidado en casa) y el agente lo examinaba con esfuerzo, a causa de la escasez de luz, cuando, de pronto, apareció un compañero, también con el fusil colgado al hombro, y parándose ante ellos les miró muy fijamente durante un rato, con la cabeza ladeada, presa de una intensa actividad mental (como si quisiera establecer su identidad, sobre todo la de Manolo, sin necesidad de consultar papeles) hasta que sus hermosos labios morunos soltaron algo así como: “¡Arentejco!” Su mirada escrutadora y desconfiada iba del niki y los tejanos del golfo a los níveos pantalones blancos, sandalias y blusa de seda de la señorita —fulgor pacífico y libre de sospecha—. Manolo no comprendía el significado de aquella palabra, que más bien parecía un sortilegio. Entonces el gris dio un paso al frente, sonrió con ironía y bramó: “¡Parentesco con la señorita, joer!” Astuto Sherlock Holmes (diría Teresa más tarde, riéndose) con acento andaluz y notoria perspicacia. Manolo bajó los ojos un instante, tocado; y allí aquella noche como en esta aquí, él contestó con fervor: “Es mi novia” ante alguien que sonrió incrédulo, mirándole burlonamente, casi con pena; y lo mismo que ahora, él sospechó ya entonces que lo más humillante, lo más desconsolador y doloroso no sería el ir a parar algún día a la cárcel o el tener que renunciar a Teresa, sino la brutal convicción de que a él nadie, ni aún los que le habían visto besar a Teresa con la mayor ternura, podría tomarle nunca en serio ni creerle capaz de haber podido ganar su amor.
Quizá por eso ahora se entregaba sin resistencia, juntando instintivamente, como un ciego, las muñecas. Ni siquiera le extrañó saber, una hora después en la Comisaría de Horta, que había orden de detención contra él.