Últimas tardes con Teresa (41 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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—¿Aquí? —había preguntado extrañada.

—Sí. Aquí dejamos el coche.

Fue la única vez que ella había hablado. “¿Por qué me resisto tanto al desengaño, si tal vez el desengaño me reserva lo mejor del chico?”, se preguntaba ahora. Se dedicó a curiosear dentro del portal. Era una oscura y estrecha escalera, con una barandilla de hierro y una sola puerta en cada rellano. Teresa apenas resistió cinco minutos sola (él había calculado quince): silenciosamente, tanteando las paredes y la barandilla, subió hasta el último piso, un tercero. Desde allí, una docena de escalones conducía hasta una áurea explosión de luz: una pequeña puerta de madera carcomida, traspasada por los rayos del sol como un saco viejo al trasluz y con dos agujeros como monedas por los que se filtraban dos espadas incandescentes. Teresa subió despacio, temblorosa, se aproximó a aquel incendio y miró por uno de los agujeros. De momento quedó cegada por el sol. Luego vio el suelo de un terrado cubierto de arenilla, ropa tendida en alambres y un precioso niño con bucles rubios que correteaba desnudo. Al fondo, sentados en el suelo, la espalda recostada contra el pretil, cinco muchachos en camiseta leían revistas y tebeos. Teresa distinguió el que estaba en medio, que acariciaba un pequeño gato negro echado en su regazo; tomaba el sol con el torso desnudo y llevaba gafas oscuras. A sus pies había dos muchachas en traje de baño, tendidas de espaldas sobre una toalla y con las caras untadas de crema (las barbillas levantadas, suspendidas en un fervoroso gesto como de equilibrio o de disponerse a dar un beso) que Teresa reconoció en el acto: las mismas que una tarde se habían presentado en su casa preguntando por Manolo. En torno a ellas, en el suelo, había novelitas y revistas gráficas, botellas de cerveza, un cubo de agua y una pequeña radio portátil que bramaba una música de baile. El campo visual de Teresa a menudo era totalmente invadido por la rubia cabeza del niño, que iba y venía del cubo de agua a la puerta agitando sus manitas mojadas. El joven de las gafas oscuras parecía mirar fijamente a alguien que Teresa no podía ver (debía ser Manolo) y al cual dirigía la palabra de vez en cuando y no con simpatía, a juzgar por su expresión. Hizo señas con la mano, muy chulamente, para que el otro se acercara, pero Teresa no pudo oír lo que decía a causa de la música. De pronto reconoció la voz de Manolo, muy cerca de ella, y le vio entrar en su campo visual lentamente, de espaldas. El sol fulgía en sus pantalones blancos. Ella se apretó a la puerta para verle mejor, excitada por su propia situación de impunidad, esa ocasión que le permitía ver sin ser vista (oscuramente atraída, todo hay que decirlo, por una dulce mano de luz que hurgaba en su entraña: el rayo de sol) y entonces hubo una pequeña pausa en la radio que le dejó oír las palabras que escupió Manolo: “... no he venido a pedir nada que no sea mío, y si algo me revienta, Paco, son las mentiras de tus hermanas”. “¿Será cabrón, el tío? —oyó que decía uno—. ¿Pues no viene exigiendo, en vez de pagar lo que debe, él y esa loca del Cardenal...?” Las hermanas Sisters levantaron pesadamente sus caras aceitosas para mirar a Manolo. “¡Ese ha venido a insultarnos, a provocarnos, ¿es que no lo veis?!”, gritó una de ellas. La música volvió a estallar metálica, arañando los oídos: era una marcha militar. En medio del chin-chin, Teresa les oyó hablar de cierta relación entre el acusado y una tal Jeringa; decía la Sister más joven a propósito de una fiesta íntima en casa del Cardenal: “Que me muera aquí mismo si no es verdad: la niña iba completamente desnudita debajo de la combinación (un poco extraño le sonó eso a Teresa) y éste sinvergüenza la tenía en sus rodillas; me acuerdo muy bien, fue entonces cuando negó con todo descaro haber tocado un solo cubierto de la maleta...” El joven de las gafas oscuras se incorporó lentamente, el gatito saltó de su regazo y se quedó clavado en la tierra, bufando, arqueado y fiero, en una actitud ideal de gato disecado. “Te dije que te partía la boca si volvía a verte por aquí, Manolo”, dijo. Un golpe de viento movió la ropa tendida, muy cerca de la nuca de Manolo, mientras aquella monada de crío, con el sonrosado traserito al aire, se apretaba a sus piernas y tiraba del blanco pantalón con la manita. La escena hizo sonreír a Teresa. Al volverse para apartar al niño, Manolo clavó repentinamente sus ojos en la puerta, en el agujero (en su mismísimo ojo azul que espiaba, hubiese jurado ella). Pero sólo fue un instante. Luego se produjo la graciosa caída del niño entre las piernas de Manolo, la admirable flexión de la cintura de éste al inclinarse para ponerle en pie, su sonrisa deslumbrante y cariñosa, todo lo cual produjo un repentino cambio de posiciones que ella ya no vio: había apartado el ojo del agujero porque la luz la hacía casi llorar. Cuando volvió a mirar, otro muchacho, con aire amenazador, arrojaba el tebeo que había estado leyendo. Por encima de la música, la voz de Manolo trajo en dos o tres ocasiones las palabras “impresos y lipotimia” (¿era una broma o no sabía ni siquiera pronunciarlo?) y también su nombre: Teresa. Pero ellos no le hacían caso; parecían no exactamente desinteresados o extrañados, sino irritados cada vez más. “Está chalao”, dijo uno de los muchachos. Cambiaban entre sí miradas de impaciencia, y el joven de las gafas oscuras movía la mano en señal de calma. Teresa estaba fascinada. Oyó un aleteo muy cerca de ella: un palomar, tal vez. Vio a Manolo avanzar un poco más hacia el grupo sin dejar de gesticular; había sacado las manos de los bolsillos pero exhibía la misma postura indolente de antes, serenamente provocativa. ¿Qué se propone ahora?, pensó ella. Evidentemente exigía algo que, a juzgar por las caras de su auditorio, resultaba insultante. Con el ojo clavado en la nuca del muchacho, ella se apretó más a la puerta, al dedo de luz, y al mismo tiempo observó que una de las chicas se levantaba (qué horror, qué culo de pera) para quitar al niño de en medio. “Aquí va a pasar algo. ¿Empujo la puerta y salgo ahora? Ha dicho que si tardaba... Pero no han transcurrido ni diez minutos”, se dijo consultando su reloj. No quería sacar ninguna conclusión acerca de lo que estaba viendo en este vulgar balneario casero (no, desde luego aquello no era una célula clandestina, ¡qué idea!, más bien parecía una pandilla de golfos o de obreros parados), en este remoto terrado del Pueblo Seco suspendido frente a un inquietante fondo de chimeneas de fábrica, azoteas con ropa tendida y un cielo sucio de humo: ella había determinado atenerse a los hechos. En consecuencia, observaba el insólito espectáculo sin tomar partido a favor de nadie (excepto, tal vez, de aquella soberbia estampa en blanco y rosa que desafiaba al sol) y atendía, con escrupulosa objetividad, a ciertos detalles y a sus consecuencias inmediatas, como por ejemplo la luz que dañaba sus ojos, tal vez un poco menos intensamente que antes, porque en este momento una nube deshilachada cubría el sol. Pero algo raro estaba ocurriendo: el perfil del niño tapó repentinamente la visión con sus bucles de oro y su mejilla manchada de carmín, y ella comprendió que las muecas de la criatura eran el reflejo horrorizado de lo que estaba viendo. Cuando se apartó (la mano de su madre tiró de él violentamente) vio a Manolo acorralado y comprendió que la paliza era inminente. Oyó perfectamente su voz repitiendo: “¡No te consiento que hables así de Teresa, no la mentes siquiera!”, mezclada con la música y con los insultos pausados, rabiosos, pronunciados entre dientes por el tipo de las gafas oscuras, y luego el golpe seco del puño de Manolo, un gemido, “Está loco”, dijo alguien. Obedeciendo seguramente a un ademán amenazador que ella no pudo captar, los otros dieron un paso atrás y se miraron consultándose. El llamado Paco se había abalanzado sobre Manolo, ella vio ahora muy de cerca un pedazo de espalda desnuda, un deliquio de brazos y hombros, y entonces chilló, empujó, pateó la puerta, pero ésta no se abría. Más allá del agujero Manolo se debatía con la camisa desgarrada, su abdomen oscuro y musculado se doblaba a los golpes (ella, entonces, se apretó a la puerta con los brazos completamente en cruz, presionando con las manos y con el vientre recalentado por el sol, pero no conseguía abrir, no lo conseguía) y le vio retroceder y tropezar en las piernas de una de las chicas, y caer hacia atrás. Todos se abalanzaron sobre él, que, haciendo un supremo esfuerzo, torciendo violentamente el cuello sudoroso y vigoroso, volvió la cabeza hacia ella y gritó: “¡Teresaaaaaa!...” con una voz que desgarraba el alma. Ella creyó morir. Sollozando, seguía empujando la puerta en vano (le pareció que transcurrían años) y cuando al fin consiguió salir al terrado y corrió hacia él, ya le habían dejado y yacía boca abajo, junto al transistor, que ofrecía melodías solicitadas. Su aparición repentina sorprendió a todos, y se apartaron, apresurándose a recoger sus cosas. Teresa ni les miró, sólo había gritado: “¡Dejadle, dejadle ya!”, arrojándose sobre él. Manolo respiraba con dificultad, se volvió con la ayuda de Teresa, abrió un ojo hinchado y la miró forzando una sonrisa. Tenía una ceja partida, un lado de la cara cubierto de arenilla y sangre, el pelo revuelto, los pantalones blancos completamente manchados y la camisa rota, sin un botón, abierta de arriba abajo. Temblando, Teresa le ayudó a arrastrarse un poco (incomprensiblemente, pues no parecían quedarle fuerzas para nada, él alcanzó el transistor con mano furtiva y se llevó la música consigo) y lo apoyó de espaldas contra el pretil. Cuando levantó la vista y miró en torno, todos habían desaparecido.

—¡Se han ido! ¡Manolo, qué te han hecho! ¿Por qué te han pegado así? —murmuraba, sin atreverse a tocarle la cara—. ¿Qué significa esta locura?

—Quisieron meterse contigo y con tu madre...

Pero ¿por qué, quién es esa gente?... ¿Por qué hemos venido aquí? —Había sacado un pañuelo y le limpiaba la cara, le acariciaba, le apartaba los negros mechones de pelo caídos sobre la frente. El transistor, que él había dejado aviesamente muy cerca de Teresa, cumplía a la perfección con su cometido y emitía una música suave—. ¡Oh, mira cómo te han puesto!... ¡Por favor, habla, dime algo!...

—Estos..., que me la tenían jurada. Pero son los únicos que podían ayudarte, ¿comprendes? —Irguió la cabeza y guiñó los ojos al sol, disimulando con el esfuerzo físico la intensa reflexión mental: le quedaba ahora la parte, si no más peligrosa (la paliza había sido superior, más de lo que esperaba, cabrón de Paco) sí la más delicada y comprometida—. Quería..., quería ver de conseguir esa lipotimia para tus estudiantes.

Teresa multiplicó su asombro, pasando seguidamente al júbilo.

—¡Ay, Dios mío, Manolo! Pero ¿qué dices? ¿Estás loco?

—No..., ya ves, se ha intentado, valía la pena... Pero no se pueden hacer milagros. Me comprometí a ayudaros... sólo porque te quiero, sólo por ti..., por tu causa.

Lo sabía, lo sabía, pero ahora no hables, mi amor, olvídate de los estudiantes, de los folletos, de todo... ¡Lipotimia, lipotimia, dice mi cariño!

Se abrazó a él desfalleciendo, rodeándole el tórax desnudo con los brazos, restregando los cabellos en su garganta. “¿Qué nos importan ellos?”, decía. “Lipotimia, lipotimia”, repetía en medio de su risa-llanto de mujer niña (junto a ellos, la radio portátil había empezado a transmitir una canción —de feliz recuerdo— dedicada por un soldado a su novia) mientras Manolo, dejándose resbalar hasta el suelo muy despacio, decía: “Ven, ven aquí, échate a mi lado, así, abrázame fuerte... Y ahora escucha, Teresa”.

—No digas nada, no necesitas decirme nada —murmuró ella atrayendo su cabeza—. ¿Te duele, amor mío? —con dedos temblorosos tanteaba su boca, la hinchazón de la ceja—. Tiene que dolerte, vámonos a casa, te curaré...

Quiso incorporarle.

—Espera —dijo él—. Se está bien al sol. Y además tengo que explicártelo todo, tengo que hacerlo. —Disimuladamente, con el dedo aumentó el volumen del transistor: Anoche hablé con la luna y le conté mis penas — y le dije las ansias — que tengo de quererte—. Debo confesarte que...

—Ya no hace falta —cortó ella—. No me importa nada, nada, ¿comprendes? ;Te quiero, te quiero, oh sí, te quiero! —Le cubrió el rostro de besos, rozándole apenas, para no dañarle, lo cual resultó deliciosamente excitante.

—Estoy en un grave apuro, Teresa —dijo él de pronto.

—¿Qué te ocurre? —Le miró alarmada—. ¿Has hecho algo malo?

—No, no... Estoy sin trabajo.

—¿Sin trabajo?

—Sin trabajo, sí. Quiero decir: también he perdido el empleo que tenía...

—Ah —suspiró ella—. Creí que se trataba de algo grave.

Se apretó a él, aliviada. Ahora los dos yacían prácticamente en el suelo del terrado, arrimados al pretil, ella con la cabeza sobre el pecho de Manolo, el aire vencido, los párpados narcotizados.

—Para mí lo es. ¿Cómo podría mirarte a la cara, sin trabajo? —tuvo la bondad de declarar el murciano—. Tú eres mi ángel, Teresina, niña mía, pero ¿qué dirían tus padres, y tus amigos? —añadió mientras deslizaba una mano entre las rodillas de la muchacha.

—No me importa —gimió Teresa—, nada de eso me importa. Mira lo que te han hecho. —Inclinó el rostro sobre él, dejó que sus cabellos rozaran el labio partido de Manolo, bajando—, y todo por culpa nuestra, mía y de mis amigos. No, cielo, este juego se acabó. Podrían detenerte por asociación ilícita y propaganda ilegal, ¿comprendes? Ya has hecho bastante, más de lo que podías, más de lo que la Universidad merece.

—Eso no es nada —fue la gentil respuesta del muchacho, cuyas inquietas manos, por cierto, la subrayaban de manera bien convincente—. Con el tiempo haremos grandes cosas, ya verás. Seré para ti lo que tú digas, me convertiré en lo que tú desees, porque te quiero.

—¿Me quieres, Manolo? Júralo.

—Te quiero más que nada en el mundo, te adoro, te necesito. Los labios de Teresa descendieron sobre su boca como un insecto de luz. Luego ella dijo:

—Verás lo que vamos a hacer, mi vida: nos ocuparemos de ti, no te preocupes, te ayudaré a encontrar ese empleo que necesitas. No tengo más que hablar con papá, él conoce a mucha gente. Será muy fácil, ya verás, tú déjame hacer a mí.

—Dile que tengo mucha experiencia comercial y que...

Teresa se había inclinado y volvía a besarle. Todo el aire estaba impregnado de:
anoche hablé con la luna / me dijo tantas cosas / que quizás esta noche / vuelva a hablarte otra vez
... Borrachos de sol y de música, debilitados por la emoción, se dejaron resbalar del todo hasta el suelo y siguieron abrazados mucho rato, como si durmieran. Cegada, deslumbrada por una realidad superior, la última sombra querida, el último fantasma huía al fin de aquella cabecita rubia que se frotaba amorosamente contra el pecho del murciano: su tierno y audaz amigo estaba tan solo y perdido como ella, ésta es la verdad. “Qué débil me siento ahora —se dijo—, pero qué feliz.” Resultaba hasta curioso: ella nunca hubiese pensado que esto fuera así, nunca había conocido a nadie como él, viviendo sólo y en lucha constante como él, ella jamás habría imaginado que su indigencia fuese su fuerza, su expresión más firme de la verdad. Pensó precipitadamente: tampoco yo, hasta hace poco, creía estar tan sola y desorientada; porque las cosas no han resultado ser como pensaba, como todos decían que eran, como me han enseñado en casa y en la Universidad. Pero él acaba de convencerme de que así somos nosotros, y así son las cosas, así suceden.

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